martes, 11 de diciembre de 2007

Incierto Heisenberg


Por la tarde, una telaraña envuelve la luz. Son las cuatro menos cuarto. Septiembre no había tenido aún ni un solo día espléndido. La pesadez del ambiente monótono no puede apagar del todo un esplendor que se intuye escondido en algún rincón.

David Nurda camina automáticamente. El automatismo del paseo le relaja de la tensión de sus cavilaciones, se dirige hacia a su farmacia. En el momento en que va a cruzar la plaza, cambia de acera. Prefiere no pasar por delante del bar, donde seguramente Joan Vorraí estará compartiendo un café con el carpintero, asiduo cliente de la barra del bar y del mostrador de su farmacia. Hoy se tomará el café en la rebotica, donde tiene una cafetera que utiliza a menudo las noches que se queda de guardia.

La plaza está ocupada por los viejos que viven en la residencia geriátrica. Como los girasoles, van buscando el abrazo tímido del sol, parece que quieran revivir aquellos abrazos que ahora son más difíciles de recibir.

Gibatella dispone de una residencia geriátrica de setenta y cinco camas que siempre están llenas. La lista de espera para poder ocupar alguna de ellas es larga. En algunos casos, eterna. Es un edificio funcional inaugurado hace tres años en la zona urbanizada alrededor del supermercado. Su arquitectura tiene un parecido sarcástico con los modernos tanatorios que van construyéndose en las inmediaciones de la corona de autovías que circunvala mi ciudad. El alcalde que gobernó en Gibatella durante dieciséis años inauguró la residencia dos meses antes de las últimas elecciones. Ya tenía decidido no volver a presentarse. Estuvo acompañado durante todo el evento por la concejala de Sanidad y Asuntos Sociales a la que había designado como su sucesora. La alcaldesa de Gibatella es una prueba fehaciente de que el método sucesorio no es incompatible con la democracia, del mismo modo que la residencia es una muestra más de que no sólo el urbanismo ha sufrido cambios en Gibatella.

El entramado complejo de relaciones interpersonales e intergeneracionales que constituye el esqueleto social de Gibatella ha sufrido más de una fractura, aquellos viejos acompañados de cuidadoras llegadas de otros mundos y con otras lenguas evidencian que el papel de los mayores ya no es el de los antiguos sabios de la tribu. La vida es distinta. En la plaza se respira la añoranza en cada esquina.

Nuevas costumbres, nuevas necesidades, nuevos negocios, como el baile de la vida y la muerte, como ha venido sucediendo siempre. Ahora, sin embargo, los cambios se apelotonan, del mismo modo que la cascada de noticias que nos llegan de todas las partes del planeta inunda con una inmediatez difícil de digerir la platea en la que estamos expectantes. Unos cambios que algunos no son capaces de ver, algunos no quieren ver, algunos querrían impedir, algunos quieren comprender y casi todos intentan, con éxito dispar, aprovechar.

Cuando la residencia se abrió, David ya intuyó el papel que el farmacéutico podía efectuar en un colectivo de personas con dos características especiales: estaban ingresados en un mismo centro y requerían un consumo importante de medicamentos que requería de un especial control. Le pareció una buena oportunidad para poner en práctica toda la teoría sobre la atención farmacéutica. Se puso en contacto con la dirección del centro y les propuso un acuerdo en el que se comprometía a preparar y controlar la medicación de las personas ingresadas. Sin embargo, las conversaciones no fructificaron debido a las diferencias de criterio sobre el precio de los medicamentos.

Sin duda, Joan Vorraí era mejor negociador que David, por lo que el suministro de medicamentos a la residencia ya es una parte significativa de la facturación de su farmacia. Logró un acuerdo beneficioso para ambas partes. David no estaba molesto con Joan. Conocía los mecanismos del sistema, aunque intuía que, en el sector en el que se desarrollaba su actividad, el precio no podía ser el único baremo para acceder a un determinado negocio. No tenía ganas de hablar con Joan, notaba su estado de ánimo bajo, nubes grises rodeaban sus pensamientos, cuando eso sucedía no era un buen compañero de café. Prefería degustarlo solo.

Joan me ha llamado esta mañana, han vuelto hace unos días de su viaje a Japón y baja a Barcelona, tiene acordada una visita con la empresa que se encargará de la reforma de su farmacia. Hemos quedado para comer en un restaurante situado en el centro, cerca de la manzana de oro del modernismo.

La mesa donde espero a Joan está en un recodo acogedor de la decoración negra y blanca; en el rincón que nos han reservado se atenúa esa desagradable sensación de clínica que te asalta al entrar en alguno de estos modernos comedores. Espero poco a Joan, es puntual. Su gesto al caminar y su manera de darme la mano indican que las cosas le funcionan. Cuando Joan está inmerso en algún proyecto es recomendable, casi medicinal, estar cerca de él. Desborda entusiasmo en cada palabra, la ilusión define su mirada.

– No acabo de entenderte. Siempre me estás hablando de las estrellas, y cuando tienes la oportunidad de ver un detector de neutrinos, dices no.

– Este año hemos tenido muchos gastos y las vacaciones han sido modestas.

– Otra vez será. Vale la pena. Te lo recomiendo. Durante el viaje, he visto farmacias japonesas y me he traído alguna idea interesante para la reforma que empiezo en diciembre. Ah!, casi me olvido, recuerdos de Lluís de Clara. Los encontré justo ayer, al cerrar la farmacia.

– Gracias. ¿Cómo te van la reforma y los proyectos?

– Cada vez estoy más convencido de que el futuro está en las farmacias grandes, más metros, más servicios, más productos, más horas. Tenemos que aprovechar nuestra posición para reforzarnos, ahora que podemos y ahora que aún estamos a tiempo.

Después de un buen güisqui de treinta años, de madera oscura, en el que están destiladas todas las neblinas escocesas, nos despedimos.

– No olvides invitarme a la inauguración de la farmacia. Y no olvides enviarme el folleto del detector de neutrinos japonés.

Después de hablar con Joan, siempre tengo la sensación de que no estuve suficientemente atento a las clases de Físico-Química sobre el Principio de Incertidumbre de Heisenberg. Me admira la seguridad de Joan, su decisión. Tengo que preguntarle si entendió los principios de la Mecánica Cuántica y pedirle que intente explicármelos.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Gibatella


Gibatella ocupa el extremo sur de la planicie central del país, en la que muere dulcemente la sierra litoral, es el lugar donde vive Clara, mi amiga sensible a los neutrinos. Continúa siendo un escenario inmóvil para los gorriones, pero, cada vez con más frecuencia, suceden pequeños cambios que ponen en peligro el equilibrio establecido. La evolución de su urbanismo había seguido, hasta el presente siglo, un ritmo casi geológico. Sin embargo, esa sensación de estabilidad, cercana en algún momento a la angustia que provoca todo lo que está atado y bien atado, tenía los días contados. Las jóvenes generaciones deben acostumbrarse a marchas forzadas a que la fisonomía de Gibatella varíe con el frenesí de los decorados de una comedia de enredo.

A principios de siglo pasado, Gibatella era un pueblo organizado alrededor de la plaza presidida por el Ayuntamiento. La llegada de la carretera comarcal hirió, hace ya muchos años, esta organización. El tajo ya había cicatrizado completamente y la carretera es actualmente un elemento imprescindible para entender su personalidad. Incluso el eje comercial, históricamente ligado a la plaza del mercado, se había trasladado definitivamente a sus aledaños.

Esta cicatriz asfáltica se ha convertido en un rasgo característico de su imagen y un motor importante de su economía. Lo es tanto que el proyecto de una variante proyectada para alejar de su centro los inconvenientes del incremento de tránsito de vehículos provoca el rechazo frontal de los comerciantes, votantes mayoritariamente del partido conservador en el poder. Este rechazo es compartido por los movimientos conservacionistas de izquierdas, que consideran que la tala de árboles que conlleva la obra de construcción del nuevo vial no se compensa con la mejora de la calidad de vida de los habitantes de Gibatella. El resultado de esta extraña alianza es que las obras estén permanentemente en fase de proyecto. Una muestra más de que lo que me dijo aquel viejo militante era cierto: «En política se hacen extraños compañeros de cama».

Uno de esos sutiles cambios imperceptibles para los gorriones se produjo hace siete años cuando se abrió en las afueras, entre la zona residencial y el polígono industrial, un supermercado de una cadena propiedad de gente influyente en los círculos cercanos al poder. Una pequeña convulsión que, con el paso del tiempo, había modificado las costumbres establecidas. La persistente realidad de su presencia influía en los hábitos de compra de un segmento significativo de los vecinos y claramente deterioraba la economía de los pesos pesados del comercio del pueblo: las panaderías, las tiendas de electrodomésticos, las carnicerías y, en general, a los comerciantes que durante tantos años habían constituido la tupida red comercial que aprovisionaba de mercancías al pueblo.

Hace ya treinta años que Gibatella tiene dos farmacias. Suficiente tiempo ya para que sólo los más viejos las conozcan por «la de siempre» y «la nueva». Son, sencillamente, la farmacia de arriba y la de abajo.

David Nurda i Grabe y Joan Vorraí i Repià, los dos farmacéuticos del pueblo, observaban aquellos cambios con una cierta intranquilidad, pero desde la distancia que les proporcionaba su estatus de hombres de ciencia. Aquella sombra de incertidumbre era motivo frecuente de conversación entre compañeros de profesión, cuando coincidían a las cuatro de la tarde, tomando café en el bar de la plaza.

Sus conversaciones siempre mantienen un equilibrio perfecto entre la curiosidad disimulada, la complicidad gremial y el temor a la competencia. Nunca son un ejemplo de sinceridad, seguramente porque no deben serlo para que puedan encontrarse tomando café.

David es hijo de David Nurda i Robràs y de Teresa Grabe i Ledesmas, su padre era el anterior titular del establecimiento centenario, que ya antes regentaba el abuelo de David, el señor boticario David Nurda i Nogasc. Reconocido por la inmensa mayoría de la sociedad gibatellense como un gran hombre. Era fundador de las tertulias con el rector y el médico, en las que se dictaba criterio cuando surgían conflictos entre vecinos. Este ejercicio de autoridad moral se compaginaba perfectamente con las partidas de «butifarra» que compartían, casi a diario, con el amo del bar de la plaza, que suministraba el anís y el café de los carajillos. Casualmente, este contertulio era el abuelo del dueño actual del bar de la plaza, en el que ya no está permitido jugar a las cartas, vista la escasa rentabilidad de este tipo de clientes. La madre de David era gallega, hija de terratenientes. Los padres de David se conocieron durante el servicio militar del padre de David, en su estancia obligada en la marina de guerra en El Ferrol, por aquel entonces del Caudillo.

Joan es hijo de Joan Vorraí i Sosbans y de Pilar Repià i Martínez. Llegaron a Gibatella cuando él tenía diez años. El aterrizaje de la familia en Gibatella se produjo en el momento que pudieron abrir la farmacia, quince años después de acabar la carrera, amparados en una sentencia del Tribunal Supremo. Esta etapa de su vida les sirvió para proporcionarles un extenso conocimiento del derecho administrativo farmacéutico. Un verdadero laberinto para la inmensa mayoría de farmacéuticos y del que sólo son capaces de encontrar la salida los tenaces, los experimentados, los que tienen suerte o los que tienen tiempo y dinero para forzar hasta el límite la Ley. Los padres de Joan eran de los primeros, tenían una tenacidad a prueba de cualquier obstáculo.

Aquel pesado proceso, que les permitió acceder al negocio y al prestigio profesional y social, era un episodio olvidado, pero mantenía una brasa en lo más íntimo de la conciencia de Joan, justo en la frontera con su subconsciente, que provocaba un estado latente de alerta durante las conversaciones que mantenía con David mientras degustaban el café de la tarde.

La ubicación de cada farmacia determinaba de una manera principal las respectivas clientelas, aunque existían fidelidades construidas por matices casi indetectables en el trato y en los servicios que prestaban cada una de las dos farmacias. Joan apostaba más decididamente por una gestión eficiente de su espacio comercial como alternativa a la competencia de otros sectores interesados en el mercado de la salud y a la constante disminución de márgenes y de precios de los medicamentos, mientras que David veía con buenos ojos la intensificación de su papel asistencial, como estrategia de consolidación de su posición de profesional sanitario, diferenciándose de la función de distribuidor minorista de medicamentos.

Se acaba un día más en Gibatella, las luces se apagan. David y Joan apagan también las cruces intermitentes. Cuando paseen hacia sus casas, seguramente se cruzarán con Clara, que estará disfrutando de las luces celestiales. Gibatella está tranquilo, tiene un buen servicio farmacéutico, sin sobresaltos, como les gusta ver a los gorriones.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Los neutrinos


A los gorriones que sobrevolaban Gibatella, un pueblo situado en la depresión que ocupaba el centro del país, les parecía siempre igual. Sin embargo, de una manera lenta, casi clandestina, la línea que dibujaba el contorno urbano iba conquistando terreno paulatinamente. Era una invasión sin incursiones bruscas que pudieran sobresaltar a los vigilantes alados. El bosque y los cultivos iban perdiendo la guerra sin darse cuenta. La mancha de color teja, blanca y gris se expandía lentamente, como si el pueblo no quisiera hacer evidente su crecimiento. Desde su punto de vista, planeando entre las corrientes que se formaban en el valle, tampoco percibían todo el entramado de vida que hervía en aquel particular universo, para ellos inmutable. Observaban aquel mundo, su mundo y se sentían cómodos.

Las noches de julio, en Gibatella, los vecinos que salían a pasear, amparados por el fresco que proporcionaban los chopos que crecían en el paseo que reseguía la riera, tenían la misma sensación que sus observadores voladores. Miraban al cielo entre las hojas vibrantes, las mismas que durante las horas de solana emitían destellos verde plata y refrescaban el ambiente con su murmullo. Observaban aquella cúpula monumental, estampada desordenadamente, que lo envolvía todo de una engañosa serenidad. En aquellos momentos, al final del día, cuando los paseantes buscaban respuestas satisfactorias a sus conflictos cotidianos o un bálsamo reparador que calmara la quemazón de sus heridas, ese majestuoso envoltorio celestial les mentía piadosamente, mostrando la inmensa serenidad de un universo aparentemente inmóvil.

Clara no podía salir a pasear cada noche, como le hubiese gustado. Ella quería bailar acompañada de los ritmos cósmicos y sentir como los neutrinos, provenientes de los más recónditos rincones del fondo de aquel universo, atravesaban su cuerpo. Mientras desayunaba y planificaba la jornada, se reservaba con ilusión aquel trozo de día, aquel momento en el que las luces estelares empiezan a parpadear.

El ambiente cálido del olor balsámico del café, que santificaba todos los rincones de la casa como si fuera el incienso de una catedral, la cremosa caricia de la suave espuma que mantenía durante unos segundos el gusto del café con leche en sus labios y la luz que dibujaba bodegones en la mesa puesta cerca de la ventana de la cocina le animaban a esperar un día repleto de momentos de vida emocionantes. No había perdido el deseo de la aventura diaria y cada mañana renovaba la ilusión por vivirla. Por eso, siempre quería reservarse aquel momento mágico del atardecer. Ella quería disfrutar de la fiesta que se celebraba en el entoldado celestial. Mientras los otros buscaban refugio, ella quería salir a pasear para sentir las tempestades solares y notar cómo las galaxias engullían estrellas enteras.

No conozco a muchas personas como Clara, con esa sensibilidad para captar lo que realmente está pasando y con esas ganas de conocer sin miedo. Es menuda, pero se agranda cuando habla con las estrellas, porque Clara les pregunta y le responden, por eso Clara me puede contar lo que hay en el lado oscuro de la luna. Cuando estoy con Clara me siento pequeño.

No creo que Clara sea una mujer exitosa, ni que sus opiniones sirvan para explicar el mundo que cada día nos explican los que disfrutan del éxito. Clara es pequeña, pero, a veces, parece no caber en un mundo que nos empeñamos en delimitar por el pánico que tenemos a perdernos. Clara es novia de mi amigo Lluís, un antiguo compañero de carrera con el que mantengo una amistad más allá del compañerismo que conlleva ejercer la misma profesión.

Joan estudió con Lluís y conmigo en la ya entonces provecta Facultad. En aquellos años, Joan ya tenía muy claro lo que quería. Era un estudiante brillante con un futuro bastante claro. Sus padres eran farmacéuticos. Joan y yo nos parecíamos, lo suficiente para que nuestra relación fuera cómoda, porque el mundo que cada uno de nosotros íbamos conociendo era bastante comprensible para el otro.

Joan y Pilar se hicieron novios en cuarto de carrera y su noviazgo duró tres años. Con las fotos de su boda se podía confeccionar una orla intergeneracional. Con los años, la relación con Joan y Pilar se ha mantenido fluida, pero con un toque de aburrimiento debido a que nuestros encuentros son demasiado previsibles. Nuestras salidas para cenar son cordiales, pero cuando regresamos a casa, mi mujer y yo nunca hablamos de la conversación mantenida porque ya la hemos imaginado mientras nos dirigimos al encuentro.
Joan es un gran trabajador, ha conseguido modernizar la farmacia familiar. Hoy en día, está realmente preocupado por la batería de cambios de legislación que se está impulsando desde las administraciones, pero su negocio va viento en popa. Es realmente sorprendente que nunca hablemos de nuestros clientes, siempre acabamos hablando de leyes y casi nunca hablamos de personas. Nos pasa como a los paseantes crepusculares de Gibatella, que son capaces de admirar el escenario, pero son incapaces de navegar entre las tempestades solares.

Joan me ha comentado que este verano, con un grupo de amigos de promoción irá a visitar Japón y me ha propuesto que les acompañemos. Para convencerme, ha subrayado en el folleto explicativo la visita guiada al detector Super-Kamiokande, situado en la mina abandonada de Mozumi. Es una instalación faraónica que contiene cincuenta mil toneladas de agua a un kilómetro de profundidad bajo tierra, una obra magnífica de ingeniería punta para poder detectar neutrinos. Joan conoce mi interés por los fenómenos cosmológicos y por la astronomía.

He llamado a Joan para decirle que no podré acompañarlo; en esas fechas, a mediados de julio, es la Fiesta Mayor de Gibatella y por nada del mundo voy a perderme los paseos nocturnos con Clara y con Lluís. Desde hace ya unos años, intento aprender a captar cómo los neutrinos pasan a través de mi cuerpo. El año pasado me pareció sentir un ligero cosquilleo, pero no puedo asegurar aún que fuera realmente algún neutrino. Necesito aprender mucho de Clara.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Síndrome de "Torre de Marfil"


Carlitos Badía tenía una nariz importante y los ojos oscuros y juntos, su cara era triangular, con la barbilla puntiaguda. No era de los compañeros de curso con los que me escaqueaba de las clases de francés para mejorar la técnica del arrastre en el futbolín situado en el hall del cine Novedades. Carlitos no faltaba nunca a clase de francés; las pocas veces que coincidíamos era subiendo las escaleras que nos llevaban a las aulas, bajo la inquisidora mirada del director, el Sr. Colomé. Las fugaces conversaciones que manteníamos eran ordenadas y sin grandes expresiones de jolgorio, conversaciones educadas, pero les faltaba la complicidad de las que tienen los compañeros de partida. El «Colo» no las hubiese permitido de ningún otro modo. El director era un personaje siniestro, siempre estaba sudando debido al barrigón que le servía de apoyo cuando nos vigilaba, con su cigarrillo flácido entre los labios, colgando de un poblado mostacho de un negro intensísimo. Su única misión cuando se asomaba a la baranda era impedir cualquier indisciplina mientras realizábamos la ascensión.

Tenía la impresión de que Carlitos llegaría lejos, era de esos chavales que tienen claro lo que quieren y cómo conseguirlo. Nunca más supe de Carlitos, ni tampoco si mi presagio se cumplió.

En mayo, el Paseo del Prado rezuma vitalidad, los verdes de las copas de los plátanos centenarios brillan iluminados por el sol castellano y construyen una cúpula vegetal que protege a los paseantes del trajín de los vehículos que transitan por las calzadas laterales.

Al traspasar el dintel de la puerta del Museo del Prado, de una manera automática, realizo una reverencia imperceptible. Es como si el peso de la Historia del Arte me provocara ese acto-reflejo.

Mi tío Josep era una persona difícil, maltratada por una diabetes mal cuidada que acabó matándole; era pintor, sus cuadros abstractos van acumulando polvo en el garaje de la casa de mis padres. De vez en cuando, me contaba la enorme importancia que tenía Velázquez.

Yo no acababa de entender que un pintor abstracto admirara a un maestro clásico, pero empecé a intuir que la esencia del arte va más allá del virtuosismo. Siempre que puedo voy a mirar los cuadros de Velázquez. Después de visitar la sala donde se expone el cuadro de las lanzas y de quedarme extasiado, de vuelta ya, con mi dosis de Velázquez en mis retinas y en mi corazón, me cruzo con el retrato de Carlos III cazador, el cuadro de Goya en el que el monarca va tocado con el tricornio de Esquilache, el del motín. El recuerdo de Carlitos se asoma repentinamente. La misma narizota y esos ojos oscuros. Por un instante, en uno de esos momentos locos que nos proporciona el enjambre de neuronas que tenemos colocado entre la nariz y el cogote, veo a mi Carlitos como el rey que edificó el Museo del Prado y que limpió Madrid.

Superado el espejismo que trasladó a mi amigo al siglo XVIII y le implantó in Vitro en la dinastía borbónica, me zambullo en el mar de datos sobre ese rey que quiso ilustrar a la España hija de la Inquisición y de la tradición.

No hay ninguna duda de que los madrileños le deben al monarca del sombrero de tres picos que acometiera la limpieza de la sucia villa de 150.000 habitantes y la convirtiera en el germen de lo que es ahora, una gran capital europea. Si bien es cierto que su despotismo ilustrado ya se intuía en su frase: «Mis vasallos son como los niños, lloran cuando se les lava».

Carlos III es el máximo representante en España de esa despótica manera de reinar que bebe de la Ilustración, pero que es incapaz de hacer partícipe al pueblo de los cambios. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo».

Sería injusto menospreciar la obra realizada por el hijo de Felipe V, aunque su voluntad reformadora quedó a medio camino, pisó el freno después de notar la oposición de los poderosos y porque la Historia tiene reservado el protagonismo de los grandes cambios para el pueblo.

Tres siglos más tarde, el método de Carlitos ya no sirve, los que dirigen los cambios deben hacer partícipes de los mismos a sus representados, no vale sólo con tener el conocimiento, ni tan siquiera la razón, porque la fuerza de la razón te la dan los que te votan. Es mucho más incómodo ser presidente que ser rey, porque la democracia va más allá de la biología.

Sería pretencioso por mi parte, incluso podría llegar a ser hortera, comparar la trascendencia y la profundidad de las reformas que pretendía la Ilustración con los cambios que está sufriendo mi profesión, pero como la hipoteca de mi casa la pago con lo que gano haciendo de farmacéutico, el proceso de transformación es de una importancia histórica, al menos para mí.

La farmacia en España se mueve entre los que maniobran más o menos inteligentemente, con el único objetivo de mantener una situación que les beneficia, y los que propugnan cambios radicales que posicionen al farmacéutico como un profesional sanitario integrado en la cadena asistencial. En este amplio abanico limitado por los dos posicionamientos extremos existen multitud de propuestas intermedias que también pretenden, todas ellas, lo mejor para la profesión, de eso estoy seguro. Todo para el pueblo…

Pero, ¿dónde está la función pedagógica del político?, ¿dónde está el debate sereno entre los que defienden los distintos modelos con el fin de llegar a un proyecto asumido por la mayoría real de la profesión? Detecto un síndrome de «Torre de Marfil» en la que los ilustrados se refugian para lamentarse de la incomprensión de sus representados… pero sin el pueblo.

A veces me pregunto si Carlitos se hizo farmacéutico.

viernes, 5 de octubre de 2007

El mejor lugar del mundo


Hay veces que te encuentras con rincones de los que no te irías nunca, que son el mejor lugar del mundo, y que si realmente existe otro mejor, no te apetece conocerlo. Es como si un universo pequeño apareciera en el centro del universo. Esta es la sensación que tengo cuando llego a Port de Reig, un pequeño recodo en la línea de la costa que dibuja el perfil de Port de la Selva.

No es un rincón especialmente bello, pero tiene justo lo que es necesario. En el centro de la plazoleta un frondoso plátano, con las hojas verde brillante, muy juntas, reparte generosamente la sombra, incluso en las horas en que el sol maltrata las piedras de las calas. Los gorriones se mueven a saltitos nerviosos por su frondosa copa mientras no despegan en sus cortos vuelos.

Antes de llegar al mar, la carretera dibuja la primera frontera con el agua de la bahía, donde los veleros reposan resguardados de la tramontana. Es la vía por donde los paseantes deambulan sin prisa, disfrutando del color y del olor del mar. Un mar que mezcla en su interior las luces del cielo y las devuelve como un calidoscopio eternamente cambiante.

En una esquina de este pequeño mundo está situado el bar Marcelino. Un pequeño local, viejo y desordenado. Detrás de la barra se mueve con dificultad la cocinera. Es como un milagro que su corpulencia se desplace por un espacio tan reducido sin cometer estropicios con los platos que va sacando de la cocina. Es un ejemplo perfecto de adaptación al medio.

Su marido es el dueño del chiringuito. Es un pescador reciclado al gremio de la restauración, un personaje arisco, que controla su terraza con mano de hierro. En ese trozo de plaza cubierto por un juego de toldos verdiblancos todo sucede con el ritmo que él impone y con el orden que él ha establecido. Su uniforme, unos pantalones tejanos empujados hacia arriba por unos tirantes azul marino, hace juego con una barba blanca y larga. Casi nunca sonríe. No es aconsejable retar a su mirada, sobre todo cuando su lengua sobresale intermitentemente de entre sus labios, como si de una serpiente se tratara. Yo le tengo un cariño especial y me parece que él también me lo tiene.

El bar Marcelino está en ese rincón, así, bien puesto, con su ensaladilla rusa –la única que he probado que incorpora la cebolla como componente–, sus anxoves amb pa i tomàquet y, cuando la tramontana lo permite, sus sardinas a la plancha. Es lo que hay, hace veinte años que como allí y hace veinte años que encuentro lo mismo. Lo mejor de comer allí es su coherencia, comes lo que saben hacer, en el lugar adecuado.

Mis padres me pagaron una buena educación en Can Culapi y una carrera universitaria, la misma que realizó mi madre. Nunca se lo agradeceré bastante. Pero hay maestros que no tienen sus tarimas en esas ilustres aulas. Ese viejo marinero tiene su santuario en un rincón desaliñado en el que se imparten clases de autenticidad, porque lo que se come en su terraza es lo que él se comería en el comedor de su casa. En el bar Marcelino no hay trampa ni cartón.

Es domingo y no tengo paracetamol que alivie mi dolor de cabeza habitual del final de vacaciones, me acerco a la farmacia y me alegro porque no hay casi clientes –¡que cierto es aquello que canta Pau Donés!….Depende, todo depende…–, un auxiliar de farmacia está vendiendo protectores solares a un grupo de irlandeses alérgicos al sol que quieren una loción que transforme el fuego del Mediterráneo en la raquítica brasa del Mar del Norte.

No conozco a la farmacéutica, pero sé que es quien está atendiendo a una pareja, porque va adecuadamente identificada por una placa blanca y morada. Ella, una morena, muy morena, recauchutada, él un morenazo con gafas oscuras que está orgulloso de su reloj y de su pareja. La farmacéutica insiste en que no tiene ninguna píldora maravillosa que elimine unos michelines incipientes y tampoco quiere venderle unas gotas para el oído que supura.

– El médico visita hasta las ocho, es conveniente que la vea. Seguramente necesita un antibiótico.

La insistencia de la clienta de plexiglás pone a prueba el criterio de la farmacéutica, que insiste amablemente en su incapacidad de percibir los kilitos de más, en que los milagros no existen y en que es conveniente una revisión médica del pus alojado en el oído medio.

La paciencia de la farmacéutica es «jobiana», mientras la farmacia se va llenando paulatinamente de unos amigos de los irlandeses asados por las horas de playa, de un niño con el pie al aire en el que se ha clavado una espina de erizo y de una venerable viejecita con sus recetas coloradas.

Me imagino a mi admirado jefe del chiringuito, detrás del mostrador, sacando su lengua viperina mientras despacha expeditivamente a la pareja sin ninguna contemplación y con energía empieza a solucionar los problemas de los chamuscados, sale de detrás del mostrador para intentar extraer la espina de erizo con una pomada que ya formulaba su abuelo y recordarle, como cada mes, a la viejecita que no se olvide de tomar la pastilla de la presión cada mañana.

La pareja, gira de golpe y mi espejismo se desvanece.

– ¡Este pueblo cada vez está peor! –comentan los guapos clientes con un tono de voz suficiente para que la farmacéutica les oiga–. ¡Ya no se puede ir ni a la farmacia!

– Un paracetamol, por favor –solicito a la farmacéutica.

La farmacéutica no da muestras de irritación y me sirve mi pedido mientras me comenta cortésmente el maravilloso día de playa del que hemos disfrutado. Con habilidad y agilidad, me despide y se interesa por los irlandeses que brillan con un púrpura intenso. Sin aspavientos, con profesionalidad, en esta farmacia también se hace lo que la farmacéutica sabe y cree. Como tiene que ser. Como en mi rincón favorito.

Después de muchos años de comer sardinas en Port de Reig, este agosto me atrevo a felicitar a Marcelino.

–Marcelino, ¡hoy las sardinas están mejor que nunca!
–Me llamo Nicolás….
Me ha parecido intuir una leve sonrisa entre los pelos desordenados de su barba.

jueves, 6 de septiembre de 2007

El mirón


Mis abuelos vivían en Cucurulla uno y tres, una dirección envuelta de un cierto misterio que yo explotaba entre mis amigos. No sé si ese aura de misterio se debía al nombre de la calle, que en nuestra imaginación infantil moldeada por las aventuras narradas por Julio Verne nos sugería algún destino exótico en la jungla Amazónica, o al aire señorial de la finca con sus dos números primos enlazados por una conjunción copulativa.

Me gustaba ir a ver a mis abuelos, aunque es cierto que subir al quinto piso en aquel desamparado ascensor de madera, colgado temerariamente en el enorme hueco de escalera, me provocaba una sensación de vértigo que me intranquilizaba nada más entrar por la puerta de la finca custodiada por Pepeta, una portera tan ligada a su portería como lo están las imágenes de los apóstoles en los pórticos románicos. El portal se abría justo en un ángulo de la plazoleta irregular que se formaba en la confluencia de las calles Cucurulla, Boters, Pi y Portaferrissa.

El piso, en la frontera del barrio gótico, era amplio, para mí enorme, con un pasillo que lo circunvalaba parcialmente y que proporcionaba mucha emoción al juego del escondite. El plano de la vivienda dibujaba una especie de seis con una parte central cuadrada; de un ángulo de esta zona principal partía un pasillo que comunicaba con las habitaciones que abrían sus ventanas a la plazoleta trapezoidal. Todas las estancias tenían ventanas desde las que se podían observar las torres de la catedral emergiendo entre un mar de antenas que ávidamente intentaban captar las ondas de la señal de los dos únicos canales de televisión. Todas excepto una, la habitación situada en el corazón del piso, que guardaba, como si se tratara de una reliquia en una cripta, una imagen aterradora de una Virgen de los Dolores con el corazón atravesado por varios puñales.

Después de la virgen, la imagen más impactante de aquel piso era la de mi abuela Rosa. Una mujer poderosa, de físico y de carácter. Mi abuela inundaba con su porte y su personalidad cualquier estancia en la que estuviera, lo que era ciertamente incómodo cuando coincidía con otra persona de sus mismas características. Seguramente mi abuelo Antonio era su pareja ideal, porque era un hombre tranquilo y discreto. Le recuerdo hundido en su sillón colocado en la esquina del salón –ese era su territorio–, envuelto en álbumes de sellos, reordenándolos, remirándolos, buscando sin parar el sello perfecto. Siempre vigilando sus sellos, siempre pendiente de todos. Cuando salíamos a pasear, los domingos por la mañana, escogía el sombrero adecuado, se lo ajustaba con absoluta precisión y me cogía de la mano. El itinerario matinal transcurría alegremente por la calle del Pi, aunque durante este tramo debíamos cruzar la bocacalle de Perot lo Lladre –siempre que llegaba ese punto apretaba con fuerza la mano de mi abuelo–, una de las callejuelas más lúgubres de Barcelona. Una vez superado este punto crítico, el camino continuaba sin sobresaltos hasta la Iglesia del Pi, en la que a menudo entrábamos por el portal que se abría a la plaza de Sant Josep Oriol; cuando lo hacíamos yo podía admirar el magnífico rosetón que teñía la nave de una luz solar matizada de colores que me hacía flotar entre los arcos de su gótico austero. Al salir del templo nuestro recorrido continuaba por la Rambla de la Flores para desembocar en la Plaza Real.

El murmullo de los tenderetes del mercadillo de sellos y monedas se mezclaba con los olores de calamares a la romana y de tapas de berberechos que fluían de los soportales donde las cervecerías instalaban las mesas para tomar el aperitivo y donde se encontraba una de las tiendas más misteriosas de la ciudad. Era una gran tienda de ciencias naturales al estilo de los museos del siglo XIX, en sus estanterías y en sus paredes se podían observar todo tipo de animales disecados. Todos los domingos que mi abuelo me llevaba a ver sellos, irremediablemente me quedaba adherido a sus grandes escaparates, que parecían ventanas de un zoológico inanimado. Actualmente el local lo ocupa un moderno bar con el nombre de El Taxidermista.

A mí todos los sellos me parecían iguales, pero mi abuelo, con la paciencia que tienen los hombres tranquilos, me mostraba los pequeños detalles que los hacían diferentes, hasta que al final comprendí que para ver es imprescindible mirar.

Hace ya más de veinte años que la estructura del Estado está sufriendo una descentralización acelerada y una de sus columnas principales, el Sistema Sanitario Público, de una manera muy acusada. El sistema farmacéutico español ha evolucionado coherentemente con esta descentralización del Estado, y en la actualidad gran parte de los elementos de la ordenación farmacéutica y de las decisiones que afectan a la gestión de la factura farmacéutica son responsabilidad de los distintos departamentos de Sanidad de las comunidades autónomas.

Es sorprendente observar las dificultades para asimilar esta nueva situación que manifiestan las estructuras corporativas de la profesión. ¿Es sensato mantener una organización basada en colegios provinciales y en un Consejo General que casi ignora a los consejos autonómicos? ¿Es eficiente mantener permanentemente tensiones entre colegios que dificultan la constitución y consolidación de estructuras representativas de las farmacias de las comunidades autónomas? ¿Es coherente una estructura presupuestaria que mantiene empobrecidos a los consejos autonómicos, cuando son los interlocutores reales de los temas que afectan a las farmacias y los que deben liderar los grandes proyectos de transformación del sector?

Es acuciante la necesidad de adaptar las estructuras representativas de las farmacias de España a una realidad que no se puede ignorar, no es válido esconder la cabeza bajo el ala y mantener el discurso de que el peligro está en la disgregación y no acometer los cambios necesarios para ser eficientes en un escenario cada vez más cercano al federalismo.

En el horizonte de unos meses la renovación de los órganos de dirección de la farmacia española tiene que favorecer esta adecuación imprescindible. Tan sólo es preciso observar la realidad para darse cuenta de esta necesidad, si bien es cierto que: no hay peor ciego que el que no quiere ver.

miércoles, 25 de julio de 2007

Los viejos amigos


En esto de la vida, se te pasa la vida y te das cuenta que continúas siendo un novato. Como dice mi suegro: «Eso de que la experiencia es un grado es un cuento chino». Lo dice él, que de experiencia tiene un par de grados.

Sin embargo, como la memoria nos permite revivirla, nuestra vida puede parecer que es como nuestra película preferida, aquella que tenemos en el disco duro del ordenador y remiramos solos, en esa soledad confortable que nos permite rebuscar nuevos matices y disfrutar de lo que ya conocemos. Es como cuando nos enamoramos de nuestra novia de siempre, con la que ya nos hemos desenamorado tantas veces.

Las cosas de la vida nunca son tan sencillas, ni tan controlables como una plácida y nostálgica sesión cinematográfica. La memoria –¡la muy picara!– te reserva sorpresas. No podemos controlarla, no tenemos un mando a distancia con el que decidimos lo que recordamos y lo que olvidamos. El dominio de ese cetro tecnológico es lo más parecido al poder de los reyes durante los mejores tiempos de las monarquías absolutistas, pero la memoria es republicana.

Cuando nos suena el teléfono y el nombre de aquel antiguo amigo aparece en la pantalla de nuestro móvil, ese nombre que dormita olvidado en la agenda, la memoria se pone en marcha sin pedir permiso. Volver a conversar con los viejos amigos es volver a vivir tu vida, que también es la suya, porque nuestra vida se teje con los hilos de todos los que comparten nuestro camino.

Nuestro encuentro tiene lugar en aquel bar escondido en el laberinto de calles estrechas de la Vila de Gràcia, esa isla que mantiene su personalidad en el océano de la metrópolis Condal, en aquel antro donde compartimos muchas de nuestras aventuras. El local ha perdido la pátina que recubría los muebles antiguos y que le confería un carácter casi clandestino, pero para nosotros continúa siendo una referencia de nuestros tiempos pasados.

Después de comprobar en nuestras cabezas y en nuestras respectivas cinturas el paso y el poso de los años, la conversación recorre lentamente los meandros de nuestro pasado común. Es un viaje tranquilo en el que, a medida que avanzamos por los recodos de nuestros recuerdos, van apareciendo paisajes que a ambos nos son familiares, sin sobresaltos. Mantengo un cierto estado de alerta que se agudiza cuando Romà, mi amigo, utiliza una voz con un tono más grave, en la que se aprecia el peso de una tristeza duradera.

– Mònica está en Francia, tiene dos hijas…

Recuerdo cuando Romà, con una voz que apenas podía contener el latido de su corazón, me describía la sonrisa de Mònica: estaba enamorado. Nunca se lo llegó a decir, y Mònica se esfumó, excepto en su memoria.

Frecuentemente, la memoria nos tira en cara lo que no hemos hecho. Es más difícil olvidar lo que no hemos hecho que lo que hicimos. El pecado de omisión queda cincelado en nuestra conciencia.

La memoria colectiva también existe, aunque sus efectos son más difuminados. Los colectivos tienen más mecanismos para controlar sus efectos, incluso para manipularla, pero está allí, frecuentemente escondida en los libros, en las páginas de las revistas o en esos montones de actas que, semana tras semana, van engordando las panzas de los archivos.

La memoria colectiva de los farmacéuticos es de las menos punzantes que conozco; los motivos de esta docilidad los encontramos en la falta del hábito de la lectura y la dosificación homeopática con la que prescriben la información los que la tienen. Pero como no es mi intención, por ahora, hablar de estos temas, vamos a lo que voy.

Mi intención es hablar sobre las oportunidades perdidas. De esas que nos hacen cambiar la voz cuando las recordamos, como a mi amigo.

Los farmacéuticos no podemos cometer el error de afrontar el reto de la atención farmacéutica en los centros residenciales, utilizando exclusivamente los parámetros relativos al precio de venta del medicamento o, en su caso, los relativos al descuento realizado. Los farmacéuticos debemos asumir que ese mercado tiene unas características muy específicas, por lo que para acceder a él –en este caso para no perderlo– son necesarias reglas nuevas.

En primer lugar, se trata de personas internadas para las que no es determinante la accesibilidad de la farmacia; el medicamento va a ellas, no al revés. En segundo lugar, se trata de personas altamente medicalizadas, por lo que el control del uso de los medicamentos y el control del gasto en éstos tiene una alta repercusión en la salud de los pacientes y en las arcas del pagador público. También es importante remarcar que el suministro y el control de la medicación en estos centros requieren de un cierto grado de especialización y de requisitos específicos de equipamiento y de personal que garanticen un buen servicio. Por último, cabe remarcar que se trata de un mercado en el que la falta de control ha favorecido bolsas de ineficiencia que es deseable erradicar.

En las comunidades autónomas en las que aún es posible que las farmacias puedan optar a responsabilizarse de este suministro –en alguna es ya sólo un recuerdo–, es imprescindible que no se pierda la oportunidad de que las farmacias que quieran y puedan compitan para mantener este mercado. No debemos olvidar que se trata de una parte importante del mercado que las farmacias de algunas comunidades autónomas aún tienen, y que asumir este reto puede ser la puerta de entrada a una nueva forma de ejercer nuestra profesión que, al menos yo creo, tiene más futuro que la simple subasta de descuentos.

Romà nunca podrá olvidarse de Mònica, pero lo que realmente le mantiene la herida abierta es pensar que nunca le dijo lo mucho que le gustaba su sonrisa.

lunes, 16 de julio de 2007

Nada


Nada, no pasa nada. Estoy escribiendo delante de la ventana que se nutre de la luz del patio interior de la manzana en la que está situado mi piso de Barcelona. No veo a nadie en alguna de las galerías traseras de los edificios vecinos, esos poros por donde la vida debería transpirar. El día es de aquellos días en los que la luz dibuja fácil, sin engaños. Después de mirar con más atención detecto aliviado que una sábana de un blanco insultante ondea ligeramente, como si estuviera reclamando una tregua a media voz. Interpreto ese leve movimiento, que he podido divisar después de escudriñar minuciosamente mi familiar paisaje urbano, como una leve señal de que, al menos, el aire no se ha parado. Esa sensación vertiginosa que sentimos cuando nos enfrentamos al vacío, a la nada, se apacigua en parte.

La aparente asepsia de lo que, en otros momentos, es un baile alegre de vecinos saliendo y entrando de sus pisos, ha encendido una luz de alarma que me empuja a abrir el balcón. Es un día de junio soleado y fresco, limpio como la sábana que alguien ha tendido delante de mi ventana y que luce como un faro. Un día de esos que nos permiten mantener una conversación, en un tono más relajado de lo habitual, con el compañero de viaje en el ascensor que nos lleva al cubículo donde trabajamos. El resorte que me impulsa a salir no es el deseo de sumergirme en el paisaje brillante y aparentemente inanimado, lo que me empuja realmente es la necesidad de notar algo de vida, ver a alguien tender la colada, oír el jolgorio de algún grupo de amigos o bien oler los aromas que emanan de alguna cocina.

Salgo al balcón adosado a la derecha de la galería trasera, del mismo modo que lo hacen las locomotoras al salir del túnel, con la esperanza de que aquel punto luminoso que les guía en la negritud les abra una ventana a la luz, al paisaje. Mi salida intempestiva sólo me permite percibir aquella sensación que tengo al contemplar el cuadro «Sun in a empty room», de Edward Hopper, esa quietud inquietante, esa vida contenida, esa implosión de sentimientos.

En ese instante que separa el pánico de la lucidez me parece intuir una figura femenina que cruza, de una manera fugaz, de extremo a extremo, el ventanal que, a modo de pantalla de cine, tengo delante del anfiteatro de mi balcón. Ese detalle, que a modo de interruptor, enciende mi sensibilidad sensorial, me permite captar un leve murmullo de voces agudas y felices, que emergen de la guardería que tiene su patio de recreo en el escenario hacia donde están enfocadas las ventanas del pedazo de ciudad en el que vivo. Como si se tratara de una bola de nieve bajando por una ladera, mi atención va creciendo y el frío paisaje va adquiriendo, poco a poco, nuevos matices que lo hacen más cercano, más vivo. Lo que hasta ahora era un aire ligero, de una esterilidad preocupante, sin ningún matiz que me recordara algún estofado cocinado lentamente en el alambique de alguna cocina vecina, va perfumándose. Me envuelven las notas de un sofrito hecho con el amor del que espera disfrutarlo en la mesa familiar mientras se habla y se escucha.

Respiro tranquilo, todo ha sido un espejismo que ha logrado confundirme, son ya tantos años de travesías por el desierto que ya no debería dejarme sorprender. ¡He caído como un novato! Siempre pasan cosas, aunque la vida esté escondida, siempre está latiendo, a veces de una forma sigilosa, tan discretamente que puede pasar desapercibida para un observador que no haga el esfuerzo para sentirla.

Ya más tranquilo, vuelvo a entrar en casa, para enfrentarme con el artículo quincenal. No vienen las ideas y el vacío del papel, tan blanco como la sábana ondulante, empieza a obsesionarme, por lo que desisto. Mi artículo deberá esperar.

La mesa está puesta con esmero, el escenario ideal para una cena. Es redonda, lo que favorece la tertulia. Esta noche compartiremos mesa con algunos profesionales distinguidos y con algunos miembros de lo que podríamos denominar como intelectualidad dominante. El primer plato es una ensalada en la que lo más importante es la paleta de los colores utilizada para elaborarla, insípida y muy saludable. La conversación se mantiene en los términos que impone la más civilizada de las hipocresías, lo que la hace tan insípida y saludable como la ensalada.

Con el segundo plato, unas doradas de granja, todas del mismo tamaño y en las que el sabor a mar es tan solo un ligero recuerdo; la conversación deriva hacia cuestiones relativas al mundo de las farmacias, en un intento educado de repartir proporcionalmente los temas tratados, mientras degustamos, es un decir, la carne blanca del pescado.

– ¿Aún existe eso de las distancias para abrir una farmacia?
– Bueno, ahora que estamos en Europa, seguro que estas regulaciones van a desaparecer.
– Ahora deben existir problemas, mis pastillas de la tensión hace días que no las encuentro en mi farmacia.
– ¿Son tan caras aún las farmacias?
– La semana pasada, cuando fui a Lisboa, compré mis analgésicos en el supermercado.
– Cinco años de carrera, para acabar vendiendo «aspirinas».

Una conversación insípida como la dorada; en definitiva, no pasa nada ¿no?

Al llegar a casa, a media noche, intento empezar a escribir mi artículo, pero me quedo admirando el espectáculo de las luces de las ventanas que dan a mi particular universo urbano; en el patio, un grupo de amigos muy ruidoso está celebrando una fiesta alrededor de una barbacoa de sardinas.

Siempre pasan cosas… al menos en el patio de mi manzana.

jueves, 28 de junio de 2007

¡Ay va, la cartera!


Nunca olvidé los «donuts», sin embargo la cartera se quedó en casa algunas veces. En aquellos años niños no tenía muy claro si era más importante la cartera o lo eran los «donuts». Mi cabecita loca era incapaz de comprender la seguridad que mostraban los adultos respecto a este asunto. Lo cierto es que, con los pastelitos que coronan de azúcar el vacío, yo me sentía seguro.

Visto con la perspectiva que te dan los años, mi dilema infantil era, hasta cierto punto, comprensible. La pesadez de la cartera me recordaba las horas de clase con el Sr. González, un tipo al que apodábamos «sapo», realmente desagradable; en cambio, mi merienda era un componente fundamental de los buenos ratos compartidos con los amigos en el patio de la escuela, en esa catedral de la amistad, encajonada entre los edificios de una manzana del Eixample de Barcelona, donde aprendí a jugar a baloncesto y donde se impartían las mejores clases magistrales sobre las estrategias del «ligue».

Aunque con el paso de los años muchas cosas se ven –dudo entre «se ven» o «se miran»– desde una perspectiva diferente, los sapos continúan dándome asco y continúo creyendo que los buenos ratos con los amigos no se pagan con dinero, pero he aprendido que con una cartera llena se consiguen casi todos los «donuts» que quieras.

Frecuentemente, asociamos dinero con cartera, pero los billetes no siempre son el relleno ideal; a veces, incluso, como pasa con los «donuts», lo de dentro ni se ve, ni se come. La mejor baza en el juego del trueque en el que casi todos participamos y en el que nadie regala nada, el contenido más conveniente para nuestra cartera es el que nos proporciona la posibilidad de conseguir lo que queremos. El mejor relleno no es otro que nuestra capacidad de ofrecer; dicho de una manera más marquetiniana, lo fundamental es nuestra cartera de servicios.

De un tiempo a esta parte la cartera de servicios se ha convertido en uno de los temas incluidos en las listas «top ten» de las convenciones y congresos donde se debate sobre el futuro de nuestra profesión. Sin embargo, existe el peligro de que la canción no pase de ser una más de los efímeros éxitos de temporada, de esas que todos tarareamos compulsivamente durante un verano y que rápidamente se pierden, por fortuna para la salud de nuestras neuronas, en el limbo de Apolo.

El mercado farmacéutico español está altamente regulado. Una regulación anatemizada de forma sistemática por los talibanes del liberalismo económico y utilizada como estandarte por los defensores cavernarios del mantenimiento del status quo, pero que, en verdad, una verdad que como tantas veces se encuentra escondida en el rincón de la moderación, tiene muchas ventajas para el ciudadano y aspectos que deberían ser modificados para hacer el sistema más transparente, eficiente y competitivo.

La planificación y ordenación de los servicios farmacéuticos tienen sentido porque éstos forman parte del sistema de protección social que nos proporciona el Estado, un sistema que hemos escogido y que entre todos nos pagamos. Uno de los principales servicios que nos ofrece el Estado es una Sanidad con voluntad de universalidad, equidad y solidaridad; sólo en este contexto, nuestro modelo regulado de farmacias tiene sentido y sólo el mantenimiento y sostenibilidad del modelo sanitario le puede garantizar un futuro.

Con estas premisas se debe afrontar la negociación que mantenemos con el principal cliente interesado por el contenido de nuestra cartera, sin olvidar tampoco que este comprador principal es, a la vez, el que tiene la llave de la regulación.

Sólo basta revisar la historia de estas negociaciones y los pactos resultantes –los diversos conciertos entre los servicios de salud y las corporaciones farmacéuticas, en las comunidades autónomas que han sido capaces de llegar a acuerdos– para llegar a la conclusión de que la iniciativa siempre ha estado del lado de los servicios de salud, con el objetivo fundamental de que la prestación les cueste menos.

El resultado de esta dinámica negociadora no puede ser otro que: lo mismo más barato o la pérdida de cuota de mercado en beneficio de otros competidores. ¿Recordamos algunos ejemplos? Absorbentes para la incontinencia, medicamentos hospitalarios de uso ambulatorio, medicación en residencias geriátricas… quien más quien menos los ha ido perdiendo en el sendero de estas negociaciones.

Sólo un cambio de actitud por nuestra parte, sólo poniendo sobre la mesa una cartera de servicios repleta y sólo con un criterio realista sobre el precio del contenido que queremos vender seremos capaces de frenar una dinámica que nos lleva hacia un mercado de distribución de poco valor añadido y en el que el precio del producto es lo único que importa.

Es imprescindible para la profesión que aparezcan personas para liderar este proceso de anticipación. Personas con las virtudes que proporcionan al dirigente la categoría de líder, personas con capacidad para mirar, para ver y para convencer.

Los farmacéuticos necesitamos delanteros que marquen goles, no defensas que sólo sepan cortar el juego, alguien que nos explique lo que pasa, que nos muestre el mapa de los caminos que llevan al futuro y que nos convenza de la necesidad de emprender el viaje.

Alguien que proponga los criterios adecuados para escoger el contenido de nuestra cartera y que nos proporcione las herramientas para llenarla, alguien que sepa anticiparse y que tenga claro que el mayor riesgo está en la espera.

Alguien que vele por nuestra cartera, pero sobre todo, alguien que no intente vendernos el agujero de un «donuts».

jueves, 14 de junio de 2007

Futuro se escribe con "e"


Los profetas siempre han tenido muy mala prensa. Ni en tu tierra, ni en ninguna tierra es muy aconsejable dedicarse a la profecía. Agorero, tremendista, visionario, idealista, inocente, chorraflautas… son algunos de los epítetos que acompañan, frecuentemente, al pobre profeta, a quien no le queda otro remedio para soportar la crítica que la resignación y la protección que pueda proporcionarle una cierta dosis de cinismo.

La profesión de profeta incluso puede convertirse en una actividad de alto riesgo cuando la predicción anunciada no se ajusta a los cánones dictados por la ortodoxia del discurso oficial, porque, en el mundo en el que nos ha tocado vivir, matar al mensajero se ha convertido en un deporte que se practica con asiduidad.

A mí, los profetas siempre me han caído bien. En cambio, se me eriza la piel al escuchar a los que repiten sin ningún resquicio de duda –con esa certeza absoluta que se autotorgan los voceros oficiales– que cualquier cambio que nos depare el futuro va a representar una derrota y que consideran cualquier duda un síntoma de debilidad.

Me he preguntado muchas veces de donde viene mi simpatía por los profetas, ¡con lo fácil que es apostar por el caballo favorito!

Uno de los acontecimientos que, seguramente, ayudó a ir forjando esa rara inclinación fue, sin duda, una sesuda sesión que tuvo lugar en uno de esos venerables salones con las paredes impregnadas de los ecos de las voces de tantos debates, en los que los ilustrados creen poder decidir hacia donde se encaminará nuestra profesión. Encontré el relato de este episodio navegando por los blogs de la red. El autor del diario en cuestión era un tal Joe Cricket. Joe era un boticario escocés implicado en la política farmacéutica del Imperio Británico. Su nombre parecía escogido a posta, su foto mostraba un semblante pícaro con los ojos saltones y brillantes, con una mirada inquieta que parecía escudriñar cualquier detalle del objeto que caía en su campo visual o radiografiar la expresión de la persona con la que hablaba. Era un tipo simpático, que no gozaba de gran predicamento en los ambientes corporativos por sus continuas preguntas incómodas dirigidas a los prohombres de la farmacia, herederos de las más antiguas tradiciones alquimistas –alguno de ellos incluso presumía de ser el tatatatataranieto de Merlín–. En su diario electrónico, relataba, con todo lujo de detalles, su perplejidad al asistir a las disquisiciones académicas que se desataron en los días en que los farmacéuticos empezaron a preocuparse por las nuevas tecnologías.

En aquellos días, las nuevas tecnologías asomaban por el dintel del escaparate de la farmacia. Los profetas ya lo venían anunciando desde que la red iba infiltrándose en todos las actividades profesionales. En aquella reunión, como si de un extraterrestre se tratara, el joven Cricket escuchaba con devoción las opiniones de sus compañeros bragados en mil batallas. La preocupación era patente en los serios semblantes y los hombros de los contertulios iban inclinándose bajo el peso de la responsabilidad. Realizaban un esfuerzo hercúleo para encontrar soluciones, su dedicación era admirable, sentían en sus propias carnes que el futuro de la profesión estaba amenazado. ¿Cuál era el método correcto para frenar la entrada de esa nueva amenaza? ¿Cuántos escalones de la escalinata del prestigio social bajaría el farmacéutico si las recetas se imprimían en artilugios ligados a un ordenador, y ya no se necesitaba de la sapiencia del boticario para descifrar los jeroglíficos galénicos? ¿Y si se les ocurría, a los enemigos de la profesión, empezar a imaginar una receta sin papel?

Era realmente angustioso leer la descripción que hacía el boticario escocés del mar de dudas en el que se debatía su pensamiento. Él, que era un devoto seguidor de los profetas del nuevo mundo, el mundo de las nuevas tecnologías, se sentía casi como un traidor. Con sus ideas, ¿estaría inoculando un virus capaz de debilitar los fundamentos de una tradición milenaria?

Cricket no era ni un héroe ni un líder, era un farmacéutico que pensaba que el mundo avanzaba y que era beneficioso aprovechar las oportunidades que el progreso le ofrecía.

La rebotica de su farmacia estaba inundada de papeles y notificaciones, y en ese marasmo celulósico tomó la determinación de dejar las grandes decisiones a los sabios, pero se sentía obligado a aportar su pequeño granito de arena. Propondría al Sanedrín de los Notables que, para facilitar la introducción de las nuevas tecnologías y aumentar las habilidades del colectivo, dejaran de enviar sus comunicados, actas, revistas y cartas a sus asociados en papel y los enviaran a través de la red.

Estaba ilusionado con su propuesta, que estimaba sensata, porque recogía alguna de las recomendaciones de los profetas, no colisionaba con la prudencia de los vigilantes de la profesión y, a la vez, le permitiría disponer de una mesa despejada en su despacho.

Su propuesta se trató en una sesión anodina en la que los temas relacionados con la tecnología ya no eran la máxima preocupación. Fue escuchado con respeto y su propuesta anotada en un acta que, posteriormente, recibió por triplicado cuando un cartero, que no se esforzaba nada en ser amable y del que no podía recordar su cara a pesar de que entraba cada día, se la tiró encima del mostrador de su farmacia. Joe, de una manera disciplinada, la archivó en un montón de papeles encima de la mesa de su rebotica. No la leyó porque ya lo había hecho hacía una semana en su e-mail.

Joe, desde aquellos días, no ha dejado de repetir una y mil veces lo que los profetas vienen anunciando: «Futuro se escribe con “e”». Seguramente, su impertinencia es necesaria, no sé si suficiente, para que los que deciden tengan claro que futuro no se escribe con «p». Joe es de los que piensa que se corre un riesgo enorme cuando éstos se empeñan a escribirlo con «p», «p» de pasado. Un día de éstos tengo que ir a Escocia para conocer a Joe.

lunes, 28 de mayo de 2007

De recetas


No ha sido posible, he sido incapaz una vez más de llevarme a casa la receta de su salsa de tomate. Julia tiene 89 años y es la persona que ha moldeado mis papilas gustativas. Su salsa de tomate es mi salsa de tomate. Creo que nunca tendré la receta, pero aún ahora disfruto como cuando era un niño –al volver de mi entreno de la tarde– del aroma de aquella salsa que reparaba todas mis agujetas.

Mi vida va transcurriendo entre recetas. Me hice farmacéutico y las recetas se convirtieron en mis compañeras de jornada. Papeles que me cuentan cosas de mis clientes y de los médicos que las emiten. Después de años de ejercicio me he convencido de lo difícil que es encontrar una receta perfecta que no sea la de la salsa de Julia. Lo que debería ser un documento importante de certificación y de intercomunicación entre profesionales –médico y farmacéutico– con el objetivo de garantizar un tratamiento farmacológico adecuado y seguro, va devaluándose, transformándose, en muchas ocasiones, en un engorro para el médico, un trámite administrativo para el farmacéutico y un obstáculo para el usuario.

¿Qué hemos hecho mal para que la receta, clave de la comunicación entre médico y farmacéutico, esté tan enferma?

Seguramente, no hemos creído que esta comunicación sea tan importante. ¡Qué insensatos! La incomunicación entre profesionales ha llegado a tal extremo que lo que debería entenderse como una colaboración entre profesionales de la salud, buscando sinergias favorables para el paciente, a menudo se interpreta como una invasión de competencias.

Ya me lo dice Julia, cuando hace días que no voy a verla: «El roce hace el cariño». Si realmente estamos convencidos de que la coordinación entre los diferentes niveles del sistema sanitario aporta ventajas al ciudadano, la comunicación entre profesionales debería ser el primer paso y la receta el instrumento habitual para hacerla posible.

Aunque no quiero de ningún modo quitarme las culpas de encima y como farmacéutico acepto mi cuota de responsabilidad, creo que existen también otros motivos distintos de la simple y llana trasgresión de la norma para acabar de explicar el deterioro del modelo.

El incremento de la utilización de los servicios sanitarios, permanentemente colapsados; el aumento de la información sobre la salud y su accesibilidad –que ha comportado un incremento de la cultura sanitaria de los ciudadanos–, por lo que cada vez son más capaces de autodiagnosticarse y autorrecetarse; el cambio en los roles sociales en la organización familiar, que comporta, a su vez, una disminución de la disponibilidad de tiempo; la industrialización de los medicamentos, que ha provocado un incremento de la sensación de seguridad, y la irrupción de medicamentos promocionándose en los medios de comunicación, son todos ellos factores que van moldeando un escenario distinto de aquel en el que la receta era la actriz principal.

El problema existe. Y nos equivocaremos si creemos que la solución está en aplicar estrictamente la norma, que la hay. La solución pasa por adecuar la norma a la realidad actual y por utilizar instrumentos adecuados y útiles para abordar los distintos aspectos de una problemática más compleja de lo que a menudo se nos presenta.

Independientemente de la labor pedagógica que médicos y farmacéuticos debemos realizar insistentemente en nuestro ejercicio profesional diario, es imprescindible afrontar también cambios en distintos aspectos del proceso de prescripción/dispensación.

Muy a mi pesar, creo que la Ley de Garantías y Uso Racional de los Medicamentos y Productos Sanitarios es una muestra de como nuestros legisladores optan, en materia farmacéutica, por los paños calientes y tengo mis dudas de si es que realmente creen que el enfermo es incurable o es que sencillamente no saben más. Una vez más, la ley se ha quedado a medio camino, sin llegar al fondo de cuestiones importantes para nuestra profesión, es un batiburrillo de parches y un reflejo de los intereses de los distintos sectores afectados.

Los farmacéuticos nos hemos quedado sin un reconocimiento, más allá del puro formalismo, de la atención farmacéutica. Sin prescripción farmacéutica, salvo en los casos en los que a la televisión también le está permitido aconsejar; sin un reconocimiento amplio de la sustitución de medicamentos; sin un reconocimiento legal explícito de la dosificación personalizada, pero, eso sí, con un sistema rigurosísimo de sanciones por dispensaciones sin receta.

Pero, ¿de qué receta estamos hablando? ¿De la que no se puede conseguir el fin de semana? ¿De la del enfermo crónico con tratamiento continuado? ¿De la del medicamento que podría prescribir el farmacéutico siguiendo protocolos establecidos, y que no existen? ¿De la receta que debería recoger la consulta telefónica con el médico? ¿La receta del medicamento que tiene su homólogo EFP, pero mucho más caro?

¡Es una pena que, una vez más, nos desaprovechen tanto! Ya estoy un poco cansado de tantas palabras y de tan pocas realidades. ¿O es que en el fondo se fían poco de nosotros como sanitarios?

Espero que, de una vez por todas, el legislador le ponga el cascabel al gato y legisle de una manera clara y definitiva sobre las causas que realmente están en el fondo del problema:

– La inadecuada clasificación de los medicamentos.
– La asignación de las responsabilidades en la prescripción con criterios restrictivos y claramente insuficientes.
– El déficit de utilización de las nuevas tecnologías que posibilitarían mecanismos de coordinación reales y más ágiles entre profesionales.

Tengo la tentación de olvidarme de mi receta favorita, la de Julia, y me acerco a un local de moda, para almorzar una hamburguesa con una salsa roja envasada en botella de cristal; los que saben me dicen que es la mejor, pero…¡no es lo mismo! En el bar hay mucho ruido, demasiado, para tan pocas nueces.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Érase una farmacia a un modelo pegada


Si Quevedo hubiese nacido en el Alt Empordà, cosa harto improbable visto su aprecio por los catalanes, sus famosos versos «érase un hombre a una nariz pegado» seguramente estarían dedicados a Portbou, un pueblo a una estación pegado. Ésta es la impresión que recibes cuando visitas por primera vez el pueblo situado en la encrucijada donde confluyen la Serra de l’Albera, el mar Mediterráneo y la Tramontana.

En ese rincón abrupto, donde se mezclan sin delicadeza tierra, mar y aire –en su majestuosa estación–, es donde se me hace más palpable el desasosiego al ver un tren marchar y, con él, la oportunidad de conocer otros mares, otras tierras y otros vientos.

La vida está llena de trenes que marchan y nos abandonan en los brazos del pírrico consuelo que sentimos en la estación, ese monumento a lo conocido, esa red protectora que nos apacigua el vértigo a la vez que nos aprisiona. ¿Cuántas veces nos conformamos con lo próximo por el miedo al viaje?

Los farmacéuticos no somos grandes viajeros, nos sentimos seguros en nuestro mundo cercano y conocido. ¡En casa se está tan bien!, pero no debemos olvidar el riesgo que comporta un desmesurado aprecio por el confort casero. No nos conviene sentirnos seguros en exceso, porque corremos el riesgo de no darnos cuenta de la aparición de grietas en el salón de casa.

Sería una irresponsabilidad por nuestra parte creer que el Dictamen de la Comisión Europea y la nueva Ley de Sociedades Profesionales son una simple grieta en la pintura, ya sea porque se han movido los cimientos de nuestra casa o porque nos la quieren derribar; lo cierto es que debemos acometer reparaciones en la estructura.

Parece que nuestros responsables de mantenimiento, léase Consejo General de Colegios Farmacéuticos y Federación Empresarial de Farmacéuticos Españoles, están convencidos de que nuestra casa es sólida y de que lo que estamos sufriendo es una estrategia de acoso y derribo. Por lo que nos dicen y por sus gestos, han decidido basar la defensa de nuestra casa en la confianza en el Gobierno de España y en repetir hasta la saciedad que no hay mejor manera de edificar que la nuestra.

No estoy convencido de que sea la mejor manera de afrontar el problema, porque lo que realmente está pasando es que el suelo se mueve y de lo que se trata es de adecuar nuestros cimientos a la nueva situación.

Un amigo, ingeniero para más señas, me comentaba que los farmacéuticos vivimos un momento importante porque se ha abierto una ventana competitiva delante nuestro, pero se trata de una ventana en un tren que se mueve. Durante algún tiempo, tendremos la oportunidad de contemplar un bonito paisaje, sin embargo el tren no va a parar. Es un ejercicio saludable hablar de nuestra profesión con quien no comparte mortero y vademécum, es un buen entreno para no perder de vista el mundo más allá de nuestro propio mundo.

¿Es realmente tan determinante que nuestro modelo de farmacia sea el mejor o no lo sea?

Nuestro modelo tiene sus virtudes y sus inconvenientes, como todos, también tiene una historia que lo condiciona y que ha generado ventajas para unos e inconvenientes para otros. Nuestro modelo ha servido de manera adecuada durante generaciones en un mundo que evolucionaba lentamente, tan lentamente que podía parecer que estaba quieto, pero ahora va deprisa y no espera.

No necesitamos reafirmarnos en nada, debemos estar seguros de lo bueno que tenemos y mejorar lo que no lo es. Necesitamos adaptar nuestro modelo de profesión y de negocio a la situación jurídica, económica y social actual. ¿Acaso no lo hicieron nuestros abuelos cuando apareció la industria como el «gran formulador»? ¿Acaso no lo hicieron los farmacéuticos de hospital cuando los querían barrer y sustituir por jefes de compras?

Pienso que sería mucho más efectivo concentrar nuestros esfuerzos en fortalecer nuestra posición utilizando las herramientas de las que disponemos y aprovechando las oportunidades que se nos presentan y que los competidores, de momento, no tienen ni pueden tener.

¿Qué decisiones van a tomar las distribuidoras de capital farmacéutico? ¿Van a ser instrumentos reales al servicio de los farmacéuticos cooperativistas?

¿Qué decisiones van a tomar las corporaciones? ¿Van a transformarse en instrumentos útiles aprovechando su posición privilegiada o, sencillamente, van a ver pasar el tren mientras disminuye su capacidad de influencia?

¿Qué decisiones vamos a tomar cada uno de nosotros? ¿Nos arriesgaremos a competir en un mercado más abierto o intentaremos poner freno al mundo? ¿Seremos capaces de asociarnos para hacernos más fuertes o continuaremos creyendo que el único modelo posible es el de una farmacia-un farmacéutico? ¿Continuaremos creyendo que todos los farmacéuticos son iguales o facilitaremos las diferencias para que el mercado elija a los mejores?

Cuando el vértigo del cambio se apodera de mi estómago, me acerco a mi rincón favorito de la Cala Tamariua y contemplo con envidia las rocas perennes del Cap de Creus, ola tras ola, allí, inmóviles en su resistencia titánica. Son la viva imagen de la soberbia del que se siente seguro. Cada vez estoy más convencido de que ellas pueden; nosotros, los farmacéuticos, no. Sería preocupante querer imitarlas en vez de admirarlas.

lunes, 23 de abril de 2007

Compromiso y responsabilidad


«Parole, parole, parole…»
Mina

¡Ah, las palabras, qué emocionante es utilizarlas como el pintor usa los colores! Si escuchas un discurso bien construido, puedes quedar ensimismado, como una cobra con los sones de la flauta del encantador de serpientes.

Las palabras nos acompañan, nos emocionan, nos enfurecen, nos alegran, nos llenan hasta que descubrimos que están vacías, entonces se convierten en un ruido monótono. Porque las palabras son importantes si son la expresión de una realidad, de una voluntad, de un sentimiento o de una ilusión.

En los momentos cruciales, las palabras tienen que ser la expresión de las decisiones y, al mismo tiempo, el instrumento para argumentar las decisiones tomadas.

El Dictamen de la Comisión Europea, la Ley del Medicamento, la reestructuración del sector de la distribución, la consolidación de los medicamentos genéricos, la implantación de la receta electrónica… ¿son suficientes para poder decir que entramos en una periodo crítico para los farmacéuticos? Sí, sin duda alguna.

De poco van a servirnos los discursos brillantes. Ahora sólo nos servirá lo que realmente aportemos a la cadena asistencial y a la cadena de la logística del medicamento. Frente a las presiones de los que quieren participar del negocio que gira alrededor de nuestra profesión, de poco nos servirán las palabras si no somos capaces de presionar por nuestra parte. Es el momento de las realidades, como aquel momento del cuento infantil, cuando el niño descubre al emperador desnudo y lo grita a pleno pulmón delante de todos los súbditos. No podemos conformarnos con los aduladores de turno, lo que necesitamos es un buen sastre.

La base de nuestra estrategia para demostrar que somos competitivos debe ser nuestra aportación profesional, que se concreta en el consejo sanitario, en el seguimiento personalizado del paciente y en los conocimientos específicos. Estos argumentos y no otros nos justificarán como profesionales que aportan valor a la sociedad.

El discurso es muy simple: los farmacéuticos debemos estar más en las farmacias, debemos preguntar más a nuestros clientes, debemos saber más sobre los tratamientos; en definitiva, debemos asumir responsabilidades y comprometernos con el estado de salud de nuestros pacientes.

Éste debe ser el núcleo duro de nuestra profesión, porque nos hace fuertes frente a los que nos disputan nuestra parcela de negocio. En el fondo, cualquier mercado que no necesite de nuestra aportación profesional es un mercado prestado, en el que participamos por inercia, pero en el que no debemos invertir más de lo que sea imprescindible.

Es sorprendente observar los esfuerzos dialécticos para construir los discursos que se oyen en los congresos y se leen en las publicaciones profesionales en defensa de un determinado modelo de farmacia (añádase el adjetivo que corresponda según los intereses que defienda el conferenciante de turno). Seguramente, deberíamos estar más preocupados en construir un «modelo de farmacéutico» adecuado al momento en que nos ha tocado ejercer nuestra profesión, y exigir de las organizaciones en las que nos agrupamos como colectivo profesional y empresarial, y a las que pertenecemos voluntaria u obligatoriamente, como son los colegios profesionales, las cooperativas de distribución o las organizaciones empresariales, que nos apoyen decididamente en la búsqueda de herramientas útiles para mejorar como profesionales y aumentar así nuestra competitividad.

¿Estamos construyendo herramientas que nos permitan actuar como centrales de compras capaces de intervenir en un mercado cada vez más abierto? ¿Avanzamos a la velocidad necesaria en el mundo de las nuevas tecnologías de la comunicación? ¿Tenemos realmente una red virtual de farmacias o todavía la tenemos virtualmente? ¿Hemos asumido nuevas responsabilidades profesionales en el campo asistencial? ¿Somos capaces de ofertar de una manera competitiva nuestros servicios a sectores de la población como el de las personas dependientes, ya sea en su domicilio o en residencias geriátricas? ¿Por qué no suministramos los tratamientos a los pacientes ambulatorios con tratamientos hospitalarios?

Realmente, sería triste comprobar que las respuestas están en aquella canción de Lluís Llach, que dice: «(...) que poques paraules tinc, i les que us dic són tan gastades…»

lunes, 16 de abril de 2007

Berta, mi clienta favorita


Son las ocho y cuarto, la ciudad sabe que es sábado y se ofrece más amable que de costumbre. Reina el sol de final de verano, septiembre conserva la calidez, pero ha perdido ya la contundencia de la canícula estival. La luz tiene hoy el color de la uva moscatel madura que difumina el perfil de las cosas; el paisaje es como una acuarela de Turner que invita a un paseo relajante, tan distinto ya del de tantos días implacables en los que, como el del cuadro La siesta, de Van Gogh, el azul del cielo traza una frontera ine-quívoca con el amarillo del campo de trigo.


Voy hacia la farmacia andando, con la sensación de alivio que te da la perspectiva del inicio del fin de semana, y mi ritmo es imperceptiblemente más lento que el de ayer. Si llego demasiado justo me encontraré al señor Domingo esperando en la puerta para que le tome la presión. Hace años que batalla con ella, ambos mantienen una larga relación que ahora pasa por un buen momento. Para mi café matinal, acompañado de los inquilinos habituales del bar Neutral, dispongo de menos tiempo que otros días: si le hago esperar demasiado, no se ahorrará su crítica paternal… Me conoce desde ¡hace ya tantos años...!

Hoy veré a Berta, entrará flotando alrededor de las once. Cada sábado, deja el cuadro de Vermeer y se acerca a visitarme. Su cara transparente deja que sus ojos brillen delicadamente, sin deslumbrar. Parece como si hubiese robado toda la luz frágil de la mañana. Entra acompañando a su madre y a sus hermanos. Tiene once años. Nunca toca nada, es una niña educada, tranquila, se acerca al mostrador y asoma sus ojos por encima para contestarme. Cada sábado, le pregunto por sus proyectos para el fin de semana, que repasaremos conjuntamente en una conversación que se repite, pero que no me aburre nunca.
Todo ha sido como esperaba, como cada sábado, pero su madre está intranquila. Berta no acaba de estar bien, no duerme bien, este verano ha adelgazado y tiene mucha sed. Me pregunta por unas tiras indicadoras de glucosa en orina: tiene aquella intuición que las madres sienten cuando algo no acaba de ir bien a sus hijos. Pienso que es conveniente hacerle una prueba de glucemia, se lo comento a su madre y está de acuerdo.


En diez minutos, tengo el resultado, que no es nada bueno: 501 mg/dL. Parece que las sospechas de la madre se confirman y aconsejo una visita urgente, inmediata, al médico, porque creo que el resultado requiere confirmación y, si es así, un diagnóstico y un tratamiento.


Casi nunca comento en casa lo que me ha ocurrido en la farmacia, pero hoy, después del paseo de vuelta en el que ya he visto algún amarillo revolotear entre las hojas de los plátanos, he contado la historia mientras comíamos y disfrutábamos del inicio de una tarde luminosa.


Este sábado de principios de otoño me recibe con una luz color plomo. Busco con avidez los restos del naufragio veraniego en la playa oscura de asfalto. Ni rastro. El ambiente está cargado de una humedad traidora, de las que te envuelven con insidia, de las que, sin darte cuenta, te inundan por dentro. La perspectiva de un sábado, como tantos ya, pesa en mi ánimo. Es la carga de la monotonía de lo que se repite semana tras semana.


Mientras compro el periódico vuelvo a preguntarme qué habrá ocurrido con Berta, no sé nada más de ella desde aquel sábado luminoso, hace ya tres semanas.
A media mañana la veo entrar: es mi clienta favorita, tiene un aspecto saludable. Me alegro. Se acerca como siempre al mostrador y me dice que ha salido a dar una vuelta. El médico le ha aconsejado que pasee cada mañana. Su madre me comenta que le están ajustando la dosis de insulina.


Aquel sábado luminoso de final de verano, al salir de la farmacia, fueron rápidamente al hospital y el pediatra la pudo recibir.
– ¿Cuánto tiempo hace que ha desayunado...?
– Unas tres horas.
– Este análisis que le han hecho en la farmacia no tiene mucho significado... de todas formas, lo repetiremos. El resultado es de 489 mg/dL.
– No es urgente –insiste el pediatra–. Que esta noche cene suave y la semana que viene ya veremos.

La madre no lo ve claro, le extraña el contraste entre mi consejo y la indicación del pediatra y, al salir, pasa por urgencias del mismo hospital. Con los resultados y lo que le explica al médico que la atiende, éste decide ingresarla.
Berta es diabética.


Los controles, una vez estabilizada, van saliendo bastante bien. La vida de Berta ha cambiado, su páncreas no funciona bien, pero continúa teniendo esos ojos transparentes y viene cada sábado, y comentamos su fin de semana: continúa con todas sus actividades.


Siempre que la veo siento la satisfacción de haber aconsejado que fueran rápidamente al médico. Creo que fue un acierto de la madre de Berta volver a entrar en urgencias.


Espero que Berta, de aquí a muchos años, acompañe a sus hijos cada sábado a pasear por el barrio donde vivan, a lo mejor también entrarán en la farmacia del barrio y, quizás, hablarán del fin de semana con su farmacéutico. O no. La vida de Berta no sé como será.


Berta es mi clienta favorita porque me cuenta cada sábado un trocito de su vida, y porque justifica que cada mañana esté en mi farmacia.


«Siempre que la veo siento la satisfacción de haber aconsejado que fueran rápidamenteal médico»

jueves, 29 de marzo de 2007

Fuenteovejuna


¡Todos a una!


Hay quien vive en la ilusión permanente de creer que el sector farmacéutico, que engloba a los que fabrican y a los que distribuyen medicamentos, tiene intereses comunes y que incluso su voz puede sonar como la de una coral bien dirigida, cada uno con su tono, pero cantando la misma canción. ¡Ilusos!

Ya lo dice el Evangelio: «Por las obras los conoceréis». La aplicación de la Orden SCO/3997/2006 referente a la aplicación de los precios de referencia y la redacción de determinados artículos de la Ley del Medicamento nos muestran de una forma clara y diáfana que las cosas no son así. En esta función cada uno va con su música a la parte que le interesa.

La desaparición del precio de los envases de los medicamentos es una medida sin sentido en un mercado de precios regulados, es una norma que perjudica a los farmacéuticos y que no aporta ninguna ventaja al usuario, pero que conviene a la industria farmacéutica que durante la tramitación de la citada ley presionó a los partidos políticos para que este desaguisado fuera realidad. ¿Pensó la industria en el sector o sencillamente en sus intereses? La respuesta está clara, creo yo.
Esto no acaba aquí, la industria tiene la posibilidad de no imprimir el precio del medicamento en el envase o de imprimirlo. La mayoría de empresas ha decidido no hacerlo, aunque algunas, pocas, lo van a continuar imprimiendo. No es mi intención clasificar a las distintas industrias en buenas y malas, sencillamente, hacer notar que algunas también son sensibles a los intereses de los farmacéuticos y otras son impermeables a ellos. Tomemos nota, ¡siempre con buen talante, faltaría más!

No le demos vueltas, la normativa aplicable en el periodo de transición (es un eufemismo para no escribir drástica rebaja, ¡Ay, se me escapó!) de precios de los medicamentos afectados por la Orden, es una chapuza de mucho cuidado. Lo es de tal calibre que estoy convencido de que incluso los propios redactores de la misma son conscientes de ello. No puedo imaginarme responsables políticos del sector creyendo que el método escogido realmente sea bueno, porque sería realmente dramático estar en manos de alguien tan obtuso, aunque de poco consuelo me sirve creer que no es así, si después de este error garrafal son incapaces de rectificar a tiempo. ¿Nuestro sino es depender en aspectos importantes de nuestra profesión y de nuestro negocio de políticos incapaces de reconocer un error? Rectificar es de sabios, pero por lo que veo la sabiduría no es requisito para ejercer en la política.

Pero esto tampoco acaba aquí: porque una vez la norma está escrita, la rectificación no ha sido posible y a los farmacéuticos enviados de una manera inmisericorde, ¡siempre con buen talante!, a la arena con los leones, nos quedaba la esperanza del acuerdo entre las distintas voces de la coral farmacéutica. Pero una vez más cada uno ha seguido su propia partitura y la consigna ha sido ¡que cada palo aguante su vela!, aunque para algunos la vela sea mucho más pesada que para otros. Eso sí, todos prestos y con el mejor talante para posar en la bonita foto de familia del sector unido alrededor de la ministra para la firma de un acuerdo escrito sobre papel mojado.

Esta es nuestra cruda realidad. De todas formas, no creo que ahora sea el momento de los desplantes airados ni de gesticulaciones exageradas, porque es difícil transmitir el mensaje al usuario cuando la queja se realiza en el contexto de una bajada de precios. Ahora es tiempo de poner a cada uno en su sitio y de hacer recuento de los que están a nuestro lado y con los que es posible negociar para encontrar soluciones a los problemas.

A partir de ahora, la memoria es importante, no hemos de olvidar con quien se puede negociar y con quien sólo vale nuestra capacidad de presión. Con los primeros hemos de hacernos fuertes para que los segundos no nos toreen.

Aunque estoy convencido de la razón de mi lamento, no puedo acabar de esta manera, no es mi estilo ni mi forma de ver las cosas.

Las dos grandes tendencias que influyen y que influirán en nuestro futuro son: en primer lugar, el recorte de precios para controlar la tasa de crecimiento de la factura pública de medicamentos –exactamente de la de los que se dispensan en farmacias, porque de la de los que se dispensan en los hospitales nadie habla y tiene una tasa de crecimiento superior al 20%, una factura opaca para los medios de comunicación y un mercado que las farmacias no tenemos– y, por otro lado, la apertura lenta pero sin pausa de un mercado muy regulado como el nuestro.

Mientras nos quejamos con razón tenemos que reflexionar y decidir hacia donde queremos dirigir nuestra profesión. ¿Acabaremos teniendo razón los que creemos que a los farmacéuticos nos conviene desligar en parte nuestra retribución del margen sobre el producto? ¿Acabaremos teniendo razón los que creemos que a los farmacéuticos nos conviene añadir servicios a nuestra cartera y competir entre profesionales? ¿Acabaremos teniendo razón los que creemos que a los farmacéuticos nos conviene encontrar fórmulas societarias para hacer nuestras farmacias más fuertes y competitivas? ¿Acabaremos teniendo razón los que creemos que nos conviene flexibilizar algunos aspectos de la normativa para instalar y trasladar las farmacias? ¿O sencillamente somos unos pocos ilusos los que lo creemos?

miércoles, 14 de marzo de 2007

"Murieron con las botas puestas"


Raoul Walsh. 1941.Warner Bros. Pictures Inc


Soy de los que siempre iban a favor de los indios cuando los sábados por la tarde mis padres me llevaban a las sesiones dobles del cine Capitol, el entrañable «can pistoles» de los niños del barrio. Recuerdo aquel sentimiento de rebeldía clavado en la boca del estómago cuando la marabunta azul arrasaba a los pobres pieles rojas. Era difícil poder ver alguna película en la que los indios ganasen. A menudo, me viene a la cabeza aquélla en la que Errol Flynn moría con las botas puestas, seguramente por eso fui a verla tantas veces, para liberarme de aquella sensación de seguidor del equipo que siempre pierde.


Como es habitual, la alegría nunca era completa. La película pasaba de puntillas sobre la victoria de mi equipo y se centraba en resaltar en la pantalla el heroísmo de los perdedores. Era imposible abstraerse de la atracción que provocaba la heroica derrota, ¡Incluso perdiendo, los protagonistas acababan siendo los otros!


Con los años y la llegada del DVD, he continuado revisando la película y cada vez disfruto más, porque he logrado relativizar el heroísmo yankee y la contemplo como lo que es, una película en la que los indios ganan porque son mejores que el general Custer, por muchas botas que llevara puestas. Pierde porque su estrategia es peor y los míos ganan.


En los negocios siempre hay unos que ganan y otros que pierden: los que ganan, hacen el negocio, los otros son aquellos a los que les gustaría hacerlo. Hace años que el negocio de la distribución de medicamentos lo tenemos los farmacéuticos. Existen multitud de razones históricas por las que el negocio se ha organizado así, aunque lo fundamental es que la sociedad cree que el producto en cuestión, el medicamento, requiere de un control especial y cede esa responsabilidad a un determinado colectivo profesional. No creo que ninguna sociedad, por muy avanzada que sea, deba asumir que la distribución de los medicamentos no precise de la actuación responsable de un especialista.


No hemos de perder de vista que son los otros quienes nos ceden la responsabilidad, no somos nosotros los que estamos imbuidos de ese privilegio, y tampoco debemos extrañarnos de que, aunque conservemos esa responsabilidad –¡pobres de nosotros si no somos capaces de hacerlo!–, van a cuestionar las reglas de juego; es más, debemos estar seguros que continuarán haciéndolo. Quieren competir con nosotros y no lo podemos impedir. El único camino es ganar.
Custer perdió porque creyó que no podía perder, pensaba que era el mejor y, al final, sólo le quedó el honor de una heroica derrota…. y las botas, sencillamente porque no eran del número del jefe indio.


El debate sobre nuestro modelo de farmacia enmascara una lucha por el control del negocio en la que nosotros somos un contendiente, no lo olvidemos. A menudo, tengo la sensación que la única estrategia que proponen nuestros representantes es insistir en la bondad del modelo y esperar. ¿Tan seguros estamos que un modelo que ha servido, más que notablemente hasta ahora, no precisa cambios para adaptarse? Parece que nuestros representantes son más partidarios de la estrategia del roble; yo prefiero la del junco, que es capaz de plegarse al viento pero continúa en su sitio, el roble también, hasta que se parte.


El compromiso profesional del titular de una farmacia con los pacientes debe ser el núcleo de nuestra profesión y el punto de apoyo de nuestro negocio. Este compromiso debe quedar explicitado en: el conocimiento del medicamento, el seguimiento del tratamiento, la preparación individualizada de la medicación, el control de parámetros básicos de salud, la explicación de las pautas de cumplimiento, la educación sanitaria, la atención domiciliaria para personas dependientes, el control específico en enfermedades crónicas, el suministro y control de los tratamientos de enfermos ingresados en centros geriátricos, y la presencia constante del farmacéutico en la farmacia atendiendo las consultas habituales sobre temas de salud.


No podemos olvidar tampoco que el modelo de ejercicio profesional tiene que adaptarse a la realidad de cada mostrador; cada farmacéutico debe adaptase a las necesidades de sus clientes y a sus propias aptitudes. Una de las ventajas de un sistema como el nuestro es que facilita la elección de farmacéutico. El corporativismo igualitario que enarbola la bandera de «todos o nadie» acaba siempre en «nadie».


Con independencia de la necesidad de reforzar la responsabilidad profesional del farmacéutico, es preciso reflexionar sobre el modelo de ordenación comercial de las farmacias y tener claro que, si mantenemos lo fundamental, los cambios son necesarios para que el modelo sea más competitivo y más adaptado a las necesidades actuales.


Es el momento de encontrar el equilibrio que permita mantener una atención próxima, profesionalizada y eficaz, coexistiendo con modelos de organización que permitan establecimientos que tengan mecanismos mucho más ágiles para no perder competitividad, y sistemas que corrijan los defectos de una ordenación mal entendida y que eviten que pueda transformarse en simple proteccionismo.


Sinceramente, confieso que me mueve el firme deseo de que, cuando me llegue la hora, me encuentre con unas buenas pantuflas puestas, las botas se las dejo a los héroes.