lunes, 23 de abril de 2007

Compromiso y responsabilidad


«Parole, parole, parole…»
Mina

¡Ah, las palabras, qué emocionante es utilizarlas como el pintor usa los colores! Si escuchas un discurso bien construido, puedes quedar ensimismado, como una cobra con los sones de la flauta del encantador de serpientes.

Las palabras nos acompañan, nos emocionan, nos enfurecen, nos alegran, nos llenan hasta que descubrimos que están vacías, entonces se convierten en un ruido monótono. Porque las palabras son importantes si son la expresión de una realidad, de una voluntad, de un sentimiento o de una ilusión.

En los momentos cruciales, las palabras tienen que ser la expresión de las decisiones y, al mismo tiempo, el instrumento para argumentar las decisiones tomadas.

El Dictamen de la Comisión Europea, la Ley del Medicamento, la reestructuración del sector de la distribución, la consolidación de los medicamentos genéricos, la implantación de la receta electrónica… ¿son suficientes para poder decir que entramos en una periodo crítico para los farmacéuticos? Sí, sin duda alguna.

De poco van a servirnos los discursos brillantes. Ahora sólo nos servirá lo que realmente aportemos a la cadena asistencial y a la cadena de la logística del medicamento. Frente a las presiones de los que quieren participar del negocio que gira alrededor de nuestra profesión, de poco nos servirán las palabras si no somos capaces de presionar por nuestra parte. Es el momento de las realidades, como aquel momento del cuento infantil, cuando el niño descubre al emperador desnudo y lo grita a pleno pulmón delante de todos los súbditos. No podemos conformarnos con los aduladores de turno, lo que necesitamos es un buen sastre.

La base de nuestra estrategia para demostrar que somos competitivos debe ser nuestra aportación profesional, que se concreta en el consejo sanitario, en el seguimiento personalizado del paciente y en los conocimientos específicos. Estos argumentos y no otros nos justificarán como profesionales que aportan valor a la sociedad.

El discurso es muy simple: los farmacéuticos debemos estar más en las farmacias, debemos preguntar más a nuestros clientes, debemos saber más sobre los tratamientos; en definitiva, debemos asumir responsabilidades y comprometernos con el estado de salud de nuestros pacientes.

Éste debe ser el núcleo duro de nuestra profesión, porque nos hace fuertes frente a los que nos disputan nuestra parcela de negocio. En el fondo, cualquier mercado que no necesite de nuestra aportación profesional es un mercado prestado, en el que participamos por inercia, pero en el que no debemos invertir más de lo que sea imprescindible.

Es sorprendente observar los esfuerzos dialécticos para construir los discursos que se oyen en los congresos y se leen en las publicaciones profesionales en defensa de un determinado modelo de farmacia (añádase el adjetivo que corresponda según los intereses que defienda el conferenciante de turno). Seguramente, deberíamos estar más preocupados en construir un «modelo de farmacéutico» adecuado al momento en que nos ha tocado ejercer nuestra profesión, y exigir de las organizaciones en las que nos agrupamos como colectivo profesional y empresarial, y a las que pertenecemos voluntaria u obligatoriamente, como son los colegios profesionales, las cooperativas de distribución o las organizaciones empresariales, que nos apoyen decididamente en la búsqueda de herramientas útiles para mejorar como profesionales y aumentar así nuestra competitividad.

¿Estamos construyendo herramientas que nos permitan actuar como centrales de compras capaces de intervenir en un mercado cada vez más abierto? ¿Avanzamos a la velocidad necesaria en el mundo de las nuevas tecnologías de la comunicación? ¿Tenemos realmente una red virtual de farmacias o todavía la tenemos virtualmente? ¿Hemos asumido nuevas responsabilidades profesionales en el campo asistencial? ¿Somos capaces de ofertar de una manera competitiva nuestros servicios a sectores de la población como el de las personas dependientes, ya sea en su domicilio o en residencias geriátricas? ¿Por qué no suministramos los tratamientos a los pacientes ambulatorios con tratamientos hospitalarios?

Realmente, sería triste comprobar que las respuestas están en aquella canción de Lluís Llach, que dice: «(...) que poques paraules tinc, i les que us dic són tan gastades…»

lunes, 16 de abril de 2007

Berta, mi clienta favorita


Son las ocho y cuarto, la ciudad sabe que es sábado y se ofrece más amable que de costumbre. Reina el sol de final de verano, septiembre conserva la calidez, pero ha perdido ya la contundencia de la canícula estival. La luz tiene hoy el color de la uva moscatel madura que difumina el perfil de las cosas; el paisaje es como una acuarela de Turner que invita a un paseo relajante, tan distinto ya del de tantos días implacables en los que, como el del cuadro La siesta, de Van Gogh, el azul del cielo traza una frontera ine-quívoca con el amarillo del campo de trigo.


Voy hacia la farmacia andando, con la sensación de alivio que te da la perspectiva del inicio del fin de semana, y mi ritmo es imperceptiblemente más lento que el de ayer. Si llego demasiado justo me encontraré al señor Domingo esperando en la puerta para que le tome la presión. Hace años que batalla con ella, ambos mantienen una larga relación que ahora pasa por un buen momento. Para mi café matinal, acompañado de los inquilinos habituales del bar Neutral, dispongo de menos tiempo que otros días: si le hago esperar demasiado, no se ahorrará su crítica paternal… Me conoce desde ¡hace ya tantos años...!

Hoy veré a Berta, entrará flotando alrededor de las once. Cada sábado, deja el cuadro de Vermeer y se acerca a visitarme. Su cara transparente deja que sus ojos brillen delicadamente, sin deslumbrar. Parece como si hubiese robado toda la luz frágil de la mañana. Entra acompañando a su madre y a sus hermanos. Tiene once años. Nunca toca nada, es una niña educada, tranquila, se acerca al mostrador y asoma sus ojos por encima para contestarme. Cada sábado, le pregunto por sus proyectos para el fin de semana, que repasaremos conjuntamente en una conversación que se repite, pero que no me aburre nunca.
Todo ha sido como esperaba, como cada sábado, pero su madre está intranquila. Berta no acaba de estar bien, no duerme bien, este verano ha adelgazado y tiene mucha sed. Me pregunta por unas tiras indicadoras de glucosa en orina: tiene aquella intuición que las madres sienten cuando algo no acaba de ir bien a sus hijos. Pienso que es conveniente hacerle una prueba de glucemia, se lo comento a su madre y está de acuerdo.


En diez minutos, tengo el resultado, que no es nada bueno: 501 mg/dL. Parece que las sospechas de la madre se confirman y aconsejo una visita urgente, inmediata, al médico, porque creo que el resultado requiere confirmación y, si es así, un diagnóstico y un tratamiento.


Casi nunca comento en casa lo que me ha ocurrido en la farmacia, pero hoy, después del paseo de vuelta en el que ya he visto algún amarillo revolotear entre las hojas de los plátanos, he contado la historia mientras comíamos y disfrutábamos del inicio de una tarde luminosa.


Este sábado de principios de otoño me recibe con una luz color plomo. Busco con avidez los restos del naufragio veraniego en la playa oscura de asfalto. Ni rastro. El ambiente está cargado de una humedad traidora, de las que te envuelven con insidia, de las que, sin darte cuenta, te inundan por dentro. La perspectiva de un sábado, como tantos ya, pesa en mi ánimo. Es la carga de la monotonía de lo que se repite semana tras semana.


Mientras compro el periódico vuelvo a preguntarme qué habrá ocurrido con Berta, no sé nada más de ella desde aquel sábado luminoso, hace ya tres semanas.
A media mañana la veo entrar: es mi clienta favorita, tiene un aspecto saludable. Me alegro. Se acerca como siempre al mostrador y me dice que ha salido a dar una vuelta. El médico le ha aconsejado que pasee cada mañana. Su madre me comenta que le están ajustando la dosis de insulina.


Aquel sábado luminoso de final de verano, al salir de la farmacia, fueron rápidamente al hospital y el pediatra la pudo recibir.
– ¿Cuánto tiempo hace que ha desayunado...?
– Unas tres horas.
– Este análisis que le han hecho en la farmacia no tiene mucho significado... de todas formas, lo repetiremos. El resultado es de 489 mg/dL.
– No es urgente –insiste el pediatra–. Que esta noche cene suave y la semana que viene ya veremos.

La madre no lo ve claro, le extraña el contraste entre mi consejo y la indicación del pediatra y, al salir, pasa por urgencias del mismo hospital. Con los resultados y lo que le explica al médico que la atiende, éste decide ingresarla.
Berta es diabética.


Los controles, una vez estabilizada, van saliendo bastante bien. La vida de Berta ha cambiado, su páncreas no funciona bien, pero continúa teniendo esos ojos transparentes y viene cada sábado, y comentamos su fin de semana: continúa con todas sus actividades.


Siempre que la veo siento la satisfacción de haber aconsejado que fueran rápidamente al médico. Creo que fue un acierto de la madre de Berta volver a entrar en urgencias.


Espero que Berta, de aquí a muchos años, acompañe a sus hijos cada sábado a pasear por el barrio donde vivan, a lo mejor también entrarán en la farmacia del barrio y, quizás, hablarán del fin de semana con su farmacéutico. O no. La vida de Berta no sé como será.


Berta es mi clienta favorita porque me cuenta cada sábado un trocito de su vida, y porque justifica que cada mañana esté en mi farmacia.


«Siempre que la veo siento la satisfacción de haber aconsejado que fueran rápidamenteal médico»