lunes, 28 de mayo de 2007

De recetas


No ha sido posible, he sido incapaz una vez más de llevarme a casa la receta de su salsa de tomate. Julia tiene 89 años y es la persona que ha moldeado mis papilas gustativas. Su salsa de tomate es mi salsa de tomate. Creo que nunca tendré la receta, pero aún ahora disfruto como cuando era un niño –al volver de mi entreno de la tarde– del aroma de aquella salsa que reparaba todas mis agujetas.

Mi vida va transcurriendo entre recetas. Me hice farmacéutico y las recetas se convirtieron en mis compañeras de jornada. Papeles que me cuentan cosas de mis clientes y de los médicos que las emiten. Después de años de ejercicio me he convencido de lo difícil que es encontrar una receta perfecta que no sea la de la salsa de Julia. Lo que debería ser un documento importante de certificación y de intercomunicación entre profesionales –médico y farmacéutico– con el objetivo de garantizar un tratamiento farmacológico adecuado y seguro, va devaluándose, transformándose, en muchas ocasiones, en un engorro para el médico, un trámite administrativo para el farmacéutico y un obstáculo para el usuario.

¿Qué hemos hecho mal para que la receta, clave de la comunicación entre médico y farmacéutico, esté tan enferma?

Seguramente, no hemos creído que esta comunicación sea tan importante. ¡Qué insensatos! La incomunicación entre profesionales ha llegado a tal extremo que lo que debería entenderse como una colaboración entre profesionales de la salud, buscando sinergias favorables para el paciente, a menudo se interpreta como una invasión de competencias.

Ya me lo dice Julia, cuando hace días que no voy a verla: «El roce hace el cariño». Si realmente estamos convencidos de que la coordinación entre los diferentes niveles del sistema sanitario aporta ventajas al ciudadano, la comunicación entre profesionales debería ser el primer paso y la receta el instrumento habitual para hacerla posible.

Aunque no quiero de ningún modo quitarme las culpas de encima y como farmacéutico acepto mi cuota de responsabilidad, creo que existen también otros motivos distintos de la simple y llana trasgresión de la norma para acabar de explicar el deterioro del modelo.

El incremento de la utilización de los servicios sanitarios, permanentemente colapsados; el aumento de la información sobre la salud y su accesibilidad –que ha comportado un incremento de la cultura sanitaria de los ciudadanos–, por lo que cada vez son más capaces de autodiagnosticarse y autorrecetarse; el cambio en los roles sociales en la organización familiar, que comporta, a su vez, una disminución de la disponibilidad de tiempo; la industrialización de los medicamentos, que ha provocado un incremento de la sensación de seguridad, y la irrupción de medicamentos promocionándose en los medios de comunicación, son todos ellos factores que van moldeando un escenario distinto de aquel en el que la receta era la actriz principal.

El problema existe. Y nos equivocaremos si creemos que la solución está en aplicar estrictamente la norma, que la hay. La solución pasa por adecuar la norma a la realidad actual y por utilizar instrumentos adecuados y útiles para abordar los distintos aspectos de una problemática más compleja de lo que a menudo se nos presenta.

Independientemente de la labor pedagógica que médicos y farmacéuticos debemos realizar insistentemente en nuestro ejercicio profesional diario, es imprescindible afrontar también cambios en distintos aspectos del proceso de prescripción/dispensación.

Muy a mi pesar, creo que la Ley de Garantías y Uso Racional de los Medicamentos y Productos Sanitarios es una muestra de como nuestros legisladores optan, en materia farmacéutica, por los paños calientes y tengo mis dudas de si es que realmente creen que el enfermo es incurable o es que sencillamente no saben más. Una vez más, la ley se ha quedado a medio camino, sin llegar al fondo de cuestiones importantes para nuestra profesión, es un batiburrillo de parches y un reflejo de los intereses de los distintos sectores afectados.

Los farmacéuticos nos hemos quedado sin un reconocimiento, más allá del puro formalismo, de la atención farmacéutica. Sin prescripción farmacéutica, salvo en los casos en los que a la televisión también le está permitido aconsejar; sin un reconocimiento amplio de la sustitución de medicamentos; sin un reconocimiento legal explícito de la dosificación personalizada, pero, eso sí, con un sistema rigurosísimo de sanciones por dispensaciones sin receta.

Pero, ¿de qué receta estamos hablando? ¿De la que no se puede conseguir el fin de semana? ¿De la del enfermo crónico con tratamiento continuado? ¿De la del medicamento que podría prescribir el farmacéutico siguiendo protocolos establecidos, y que no existen? ¿De la receta que debería recoger la consulta telefónica con el médico? ¿La receta del medicamento que tiene su homólogo EFP, pero mucho más caro?

¡Es una pena que, una vez más, nos desaprovechen tanto! Ya estoy un poco cansado de tantas palabras y de tan pocas realidades. ¿O es que en el fondo se fían poco de nosotros como sanitarios?

Espero que, de una vez por todas, el legislador le ponga el cascabel al gato y legisle de una manera clara y definitiva sobre las causas que realmente están en el fondo del problema:

– La inadecuada clasificación de los medicamentos.
– La asignación de las responsabilidades en la prescripción con criterios restrictivos y claramente insuficientes.
– El déficit de utilización de las nuevas tecnologías que posibilitarían mecanismos de coordinación reales y más ágiles entre profesionales.

Tengo la tentación de olvidarme de mi receta favorita, la de Julia, y me acerco a un local de moda, para almorzar una hamburguesa con una salsa roja envasada en botella de cristal; los que saben me dicen que es la mejor, pero…¡no es lo mismo! En el bar hay mucho ruido, demasiado, para tan pocas nueces.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Érase una farmacia a un modelo pegada


Si Quevedo hubiese nacido en el Alt Empordà, cosa harto improbable visto su aprecio por los catalanes, sus famosos versos «érase un hombre a una nariz pegado» seguramente estarían dedicados a Portbou, un pueblo a una estación pegado. Ésta es la impresión que recibes cuando visitas por primera vez el pueblo situado en la encrucijada donde confluyen la Serra de l’Albera, el mar Mediterráneo y la Tramontana.

En ese rincón abrupto, donde se mezclan sin delicadeza tierra, mar y aire –en su majestuosa estación–, es donde se me hace más palpable el desasosiego al ver un tren marchar y, con él, la oportunidad de conocer otros mares, otras tierras y otros vientos.

La vida está llena de trenes que marchan y nos abandonan en los brazos del pírrico consuelo que sentimos en la estación, ese monumento a lo conocido, esa red protectora que nos apacigua el vértigo a la vez que nos aprisiona. ¿Cuántas veces nos conformamos con lo próximo por el miedo al viaje?

Los farmacéuticos no somos grandes viajeros, nos sentimos seguros en nuestro mundo cercano y conocido. ¡En casa se está tan bien!, pero no debemos olvidar el riesgo que comporta un desmesurado aprecio por el confort casero. No nos conviene sentirnos seguros en exceso, porque corremos el riesgo de no darnos cuenta de la aparición de grietas en el salón de casa.

Sería una irresponsabilidad por nuestra parte creer que el Dictamen de la Comisión Europea y la nueva Ley de Sociedades Profesionales son una simple grieta en la pintura, ya sea porque se han movido los cimientos de nuestra casa o porque nos la quieren derribar; lo cierto es que debemos acometer reparaciones en la estructura.

Parece que nuestros responsables de mantenimiento, léase Consejo General de Colegios Farmacéuticos y Federación Empresarial de Farmacéuticos Españoles, están convencidos de que nuestra casa es sólida y de que lo que estamos sufriendo es una estrategia de acoso y derribo. Por lo que nos dicen y por sus gestos, han decidido basar la defensa de nuestra casa en la confianza en el Gobierno de España y en repetir hasta la saciedad que no hay mejor manera de edificar que la nuestra.

No estoy convencido de que sea la mejor manera de afrontar el problema, porque lo que realmente está pasando es que el suelo se mueve y de lo que se trata es de adecuar nuestros cimientos a la nueva situación.

Un amigo, ingeniero para más señas, me comentaba que los farmacéuticos vivimos un momento importante porque se ha abierto una ventana competitiva delante nuestro, pero se trata de una ventana en un tren que se mueve. Durante algún tiempo, tendremos la oportunidad de contemplar un bonito paisaje, sin embargo el tren no va a parar. Es un ejercicio saludable hablar de nuestra profesión con quien no comparte mortero y vademécum, es un buen entreno para no perder de vista el mundo más allá de nuestro propio mundo.

¿Es realmente tan determinante que nuestro modelo de farmacia sea el mejor o no lo sea?

Nuestro modelo tiene sus virtudes y sus inconvenientes, como todos, también tiene una historia que lo condiciona y que ha generado ventajas para unos e inconvenientes para otros. Nuestro modelo ha servido de manera adecuada durante generaciones en un mundo que evolucionaba lentamente, tan lentamente que podía parecer que estaba quieto, pero ahora va deprisa y no espera.

No necesitamos reafirmarnos en nada, debemos estar seguros de lo bueno que tenemos y mejorar lo que no lo es. Necesitamos adaptar nuestro modelo de profesión y de negocio a la situación jurídica, económica y social actual. ¿Acaso no lo hicieron nuestros abuelos cuando apareció la industria como el «gran formulador»? ¿Acaso no lo hicieron los farmacéuticos de hospital cuando los querían barrer y sustituir por jefes de compras?

Pienso que sería mucho más efectivo concentrar nuestros esfuerzos en fortalecer nuestra posición utilizando las herramientas de las que disponemos y aprovechando las oportunidades que se nos presentan y que los competidores, de momento, no tienen ni pueden tener.

¿Qué decisiones van a tomar las distribuidoras de capital farmacéutico? ¿Van a ser instrumentos reales al servicio de los farmacéuticos cooperativistas?

¿Qué decisiones van a tomar las corporaciones? ¿Van a transformarse en instrumentos útiles aprovechando su posición privilegiada o, sencillamente, van a ver pasar el tren mientras disminuye su capacidad de influencia?

¿Qué decisiones vamos a tomar cada uno de nosotros? ¿Nos arriesgaremos a competir en un mercado más abierto o intentaremos poner freno al mundo? ¿Seremos capaces de asociarnos para hacernos más fuertes o continuaremos creyendo que el único modelo posible es el de una farmacia-un farmacéutico? ¿Continuaremos creyendo que todos los farmacéuticos son iguales o facilitaremos las diferencias para que el mercado elija a los mejores?

Cuando el vértigo del cambio se apodera de mi estómago, me acerco a mi rincón favorito de la Cala Tamariua y contemplo con envidia las rocas perennes del Cap de Creus, ola tras ola, allí, inmóviles en su resistencia titánica. Son la viva imagen de la soberbia del que se siente seguro. Cada vez estoy más convencido de que ellas pueden; nosotros, los farmacéuticos, no. Sería preocupante querer imitarlas en vez de admirarlas.