miércoles, 25 de julio de 2007

Los viejos amigos


En esto de la vida, se te pasa la vida y te das cuenta que continúas siendo un novato. Como dice mi suegro: «Eso de que la experiencia es un grado es un cuento chino». Lo dice él, que de experiencia tiene un par de grados.

Sin embargo, como la memoria nos permite revivirla, nuestra vida puede parecer que es como nuestra película preferida, aquella que tenemos en el disco duro del ordenador y remiramos solos, en esa soledad confortable que nos permite rebuscar nuevos matices y disfrutar de lo que ya conocemos. Es como cuando nos enamoramos de nuestra novia de siempre, con la que ya nos hemos desenamorado tantas veces.

Las cosas de la vida nunca son tan sencillas, ni tan controlables como una plácida y nostálgica sesión cinematográfica. La memoria –¡la muy picara!– te reserva sorpresas. No podemos controlarla, no tenemos un mando a distancia con el que decidimos lo que recordamos y lo que olvidamos. El dominio de ese cetro tecnológico es lo más parecido al poder de los reyes durante los mejores tiempos de las monarquías absolutistas, pero la memoria es republicana.

Cuando nos suena el teléfono y el nombre de aquel antiguo amigo aparece en la pantalla de nuestro móvil, ese nombre que dormita olvidado en la agenda, la memoria se pone en marcha sin pedir permiso. Volver a conversar con los viejos amigos es volver a vivir tu vida, que también es la suya, porque nuestra vida se teje con los hilos de todos los que comparten nuestro camino.

Nuestro encuentro tiene lugar en aquel bar escondido en el laberinto de calles estrechas de la Vila de Gràcia, esa isla que mantiene su personalidad en el océano de la metrópolis Condal, en aquel antro donde compartimos muchas de nuestras aventuras. El local ha perdido la pátina que recubría los muebles antiguos y que le confería un carácter casi clandestino, pero para nosotros continúa siendo una referencia de nuestros tiempos pasados.

Después de comprobar en nuestras cabezas y en nuestras respectivas cinturas el paso y el poso de los años, la conversación recorre lentamente los meandros de nuestro pasado común. Es un viaje tranquilo en el que, a medida que avanzamos por los recodos de nuestros recuerdos, van apareciendo paisajes que a ambos nos son familiares, sin sobresaltos. Mantengo un cierto estado de alerta que se agudiza cuando Romà, mi amigo, utiliza una voz con un tono más grave, en la que se aprecia el peso de una tristeza duradera.

– Mònica está en Francia, tiene dos hijas…

Recuerdo cuando Romà, con una voz que apenas podía contener el latido de su corazón, me describía la sonrisa de Mònica: estaba enamorado. Nunca se lo llegó a decir, y Mònica se esfumó, excepto en su memoria.

Frecuentemente, la memoria nos tira en cara lo que no hemos hecho. Es más difícil olvidar lo que no hemos hecho que lo que hicimos. El pecado de omisión queda cincelado en nuestra conciencia.

La memoria colectiva también existe, aunque sus efectos son más difuminados. Los colectivos tienen más mecanismos para controlar sus efectos, incluso para manipularla, pero está allí, frecuentemente escondida en los libros, en las páginas de las revistas o en esos montones de actas que, semana tras semana, van engordando las panzas de los archivos.

La memoria colectiva de los farmacéuticos es de las menos punzantes que conozco; los motivos de esta docilidad los encontramos en la falta del hábito de la lectura y la dosificación homeopática con la que prescriben la información los que la tienen. Pero como no es mi intención, por ahora, hablar de estos temas, vamos a lo que voy.

Mi intención es hablar sobre las oportunidades perdidas. De esas que nos hacen cambiar la voz cuando las recordamos, como a mi amigo.

Los farmacéuticos no podemos cometer el error de afrontar el reto de la atención farmacéutica en los centros residenciales, utilizando exclusivamente los parámetros relativos al precio de venta del medicamento o, en su caso, los relativos al descuento realizado. Los farmacéuticos debemos asumir que ese mercado tiene unas características muy específicas, por lo que para acceder a él –en este caso para no perderlo– son necesarias reglas nuevas.

En primer lugar, se trata de personas internadas para las que no es determinante la accesibilidad de la farmacia; el medicamento va a ellas, no al revés. En segundo lugar, se trata de personas altamente medicalizadas, por lo que el control del uso de los medicamentos y el control del gasto en éstos tiene una alta repercusión en la salud de los pacientes y en las arcas del pagador público. También es importante remarcar que el suministro y el control de la medicación en estos centros requieren de un cierto grado de especialización y de requisitos específicos de equipamiento y de personal que garanticen un buen servicio. Por último, cabe remarcar que se trata de un mercado en el que la falta de control ha favorecido bolsas de ineficiencia que es deseable erradicar.

En las comunidades autónomas en las que aún es posible que las farmacias puedan optar a responsabilizarse de este suministro –en alguna es ya sólo un recuerdo–, es imprescindible que no se pierda la oportunidad de que las farmacias que quieran y puedan compitan para mantener este mercado. No debemos olvidar que se trata de una parte importante del mercado que las farmacias de algunas comunidades autónomas aún tienen, y que asumir este reto puede ser la puerta de entrada a una nueva forma de ejercer nuestra profesión que, al menos yo creo, tiene más futuro que la simple subasta de descuentos.

Romà nunca podrá olvidarse de Mònica, pero lo que realmente le mantiene la herida abierta es pensar que nunca le dijo lo mucho que le gustaba su sonrisa.

lunes, 16 de julio de 2007

Nada


Nada, no pasa nada. Estoy escribiendo delante de la ventana que se nutre de la luz del patio interior de la manzana en la que está situado mi piso de Barcelona. No veo a nadie en alguna de las galerías traseras de los edificios vecinos, esos poros por donde la vida debería transpirar. El día es de aquellos días en los que la luz dibuja fácil, sin engaños. Después de mirar con más atención detecto aliviado que una sábana de un blanco insultante ondea ligeramente, como si estuviera reclamando una tregua a media voz. Interpreto ese leve movimiento, que he podido divisar después de escudriñar minuciosamente mi familiar paisaje urbano, como una leve señal de que, al menos, el aire no se ha parado. Esa sensación vertiginosa que sentimos cuando nos enfrentamos al vacío, a la nada, se apacigua en parte.

La aparente asepsia de lo que, en otros momentos, es un baile alegre de vecinos saliendo y entrando de sus pisos, ha encendido una luz de alarma que me empuja a abrir el balcón. Es un día de junio soleado y fresco, limpio como la sábana que alguien ha tendido delante de mi ventana y que luce como un faro. Un día de esos que nos permiten mantener una conversación, en un tono más relajado de lo habitual, con el compañero de viaje en el ascensor que nos lleva al cubículo donde trabajamos. El resorte que me impulsa a salir no es el deseo de sumergirme en el paisaje brillante y aparentemente inanimado, lo que me empuja realmente es la necesidad de notar algo de vida, ver a alguien tender la colada, oír el jolgorio de algún grupo de amigos o bien oler los aromas que emanan de alguna cocina.

Salgo al balcón adosado a la derecha de la galería trasera, del mismo modo que lo hacen las locomotoras al salir del túnel, con la esperanza de que aquel punto luminoso que les guía en la negritud les abra una ventana a la luz, al paisaje. Mi salida intempestiva sólo me permite percibir aquella sensación que tengo al contemplar el cuadro «Sun in a empty room», de Edward Hopper, esa quietud inquietante, esa vida contenida, esa implosión de sentimientos.

En ese instante que separa el pánico de la lucidez me parece intuir una figura femenina que cruza, de una manera fugaz, de extremo a extremo, el ventanal que, a modo de pantalla de cine, tengo delante del anfiteatro de mi balcón. Ese detalle, que a modo de interruptor, enciende mi sensibilidad sensorial, me permite captar un leve murmullo de voces agudas y felices, que emergen de la guardería que tiene su patio de recreo en el escenario hacia donde están enfocadas las ventanas del pedazo de ciudad en el que vivo. Como si se tratara de una bola de nieve bajando por una ladera, mi atención va creciendo y el frío paisaje va adquiriendo, poco a poco, nuevos matices que lo hacen más cercano, más vivo. Lo que hasta ahora era un aire ligero, de una esterilidad preocupante, sin ningún matiz que me recordara algún estofado cocinado lentamente en el alambique de alguna cocina vecina, va perfumándose. Me envuelven las notas de un sofrito hecho con el amor del que espera disfrutarlo en la mesa familiar mientras se habla y se escucha.

Respiro tranquilo, todo ha sido un espejismo que ha logrado confundirme, son ya tantos años de travesías por el desierto que ya no debería dejarme sorprender. ¡He caído como un novato! Siempre pasan cosas, aunque la vida esté escondida, siempre está latiendo, a veces de una forma sigilosa, tan discretamente que puede pasar desapercibida para un observador que no haga el esfuerzo para sentirla.

Ya más tranquilo, vuelvo a entrar en casa, para enfrentarme con el artículo quincenal. No vienen las ideas y el vacío del papel, tan blanco como la sábana ondulante, empieza a obsesionarme, por lo que desisto. Mi artículo deberá esperar.

La mesa está puesta con esmero, el escenario ideal para una cena. Es redonda, lo que favorece la tertulia. Esta noche compartiremos mesa con algunos profesionales distinguidos y con algunos miembros de lo que podríamos denominar como intelectualidad dominante. El primer plato es una ensalada en la que lo más importante es la paleta de los colores utilizada para elaborarla, insípida y muy saludable. La conversación se mantiene en los términos que impone la más civilizada de las hipocresías, lo que la hace tan insípida y saludable como la ensalada.

Con el segundo plato, unas doradas de granja, todas del mismo tamaño y en las que el sabor a mar es tan solo un ligero recuerdo; la conversación deriva hacia cuestiones relativas al mundo de las farmacias, en un intento educado de repartir proporcionalmente los temas tratados, mientras degustamos, es un decir, la carne blanca del pescado.

– ¿Aún existe eso de las distancias para abrir una farmacia?
– Bueno, ahora que estamos en Europa, seguro que estas regulaciones van a desaparecer.
– Ahora deben existir problemas, mis pastillas de la tensión hace días que no las encuentro en mi farmacia.
– ¿Son tan caras aún las farmacias?
– La semana pasada, cuando fui a Lisboa, compré mis analgésicos en el supermercado.
– Cinco años de carrera, para acabar vendiendo «aspirinas».

Una conversación insípida como la dorada; en definitiva, no pasa nada ¿no?

Al llegar a casa, a media noche, intento empezar a escribir mi artículo, pero me quedo admirando el espectáculo de las luces de las ventanas que dan a mi particular universo urbano; en el patio, un grupo de amigos muy ruidoso está celebrando una fiesta alrededor de una barbacoa de sardinas.

Siempre pasan cosas… al menos en el patio de mi manzana.