jueves, 6 de septiembre de 2007

El mirón


Mis abuelos vivían en Cucurulla uno y tres, una dirección envuelta de un cierto misterio que yo explotaba entre mis amigos. No sé si ese aura de misterio se debía al nombre de la calle, que en nuestra imaginación infantil moldeada por las aventuras narradas por Julio Verne nos sugería algún destino exótico en la jungla Amazónica, o al aire señorial de la finca con sus dos números primos enlazados por una conjunción copulativa.

Me gustaba ir a ver a mis abuelos, aunque es cierto que subir al quinto piso en aquel desamparado ascensor de madera, colgado temerariamente en el enorme hueco de escalera, me provocaba una sensación de vértigo que me intranquilizaba nada más entrar por la puerta de la finca custodiada por Pepeta, una portera tan ligada a su portería como lo están las imágenes de los apóstoles en los pórticos románicos. El portal se abría justo en un ángulo de la plazoleta irregular que se formaba en la confluencia de las calles Cucurulla, Boters, Pi y Portaferrissa.

El piso, en la frontera del barrio gótico, era amplio, para mí enorme, con un pasillo que lo circunvalaba parcialmente y que proporcionaba mucha emoción al juego del escondite. El plano de la vivienda dibujaba una especie de seis con una parte central cuadrada; de un ángulo de esta zona principal partía un pasillo que comunicaba con las habitaciones que abrían sus ventanas a la plazoleta trapezoidal. Todas las estancias tenían ventanas desde las que se podían observar las torres de la catedral emergiendo entre un mar de antenas que ávidamente intentaban captar las ondas de la señal de los dos únicos canales de televisión. Todas excepto una, la habitación situada en el corazón del piso, que guardaba, como si se tratara de una reliquia en una cripta, una imagen aterradora de una Virgen de los Dolores con el corazón atravesado por varios puñales.

Después de la virgen, la imagen más impactante de aquel piso era la de mi abuela Rosa. Una mujer poderosa, de físico y de carácter. Mi abuela inundaba con su porte y su personalidad cualquier estancia en la que estuviera, lo que era ciertamente incómodo cuando coincidía con otra persona de sus mismas características. Seguramente mi abuelo Antonio era su pareja ideal, porque era un hombre tranquilo y discreto. Le recuerdo hundido en su sillón colocado en la esquina del salón –ese era su territorio–, envuelto en álbumes de sellos, reordenándolos, remirándolos, buscando sin parar el sello perfecto. Siempre vigilando sus sellos, siempre pendiente de todos. Cuando salíamos a pasear, los domingos por la mañana, escogía el sombrero adecuado, se lo ajustaba con absoluta precisión y me cogía de la mano. El itinerario matinal transcurría alegremente por la calle del Pi, aunque durante este tramo debíamos cruzar la bocacalle de Perot lo Lladre –siempre que llegaba ese punto apretaba con fuerza la mano de mi abuelo–, una de las callejuelas más lúgubres de Barcelona. Una vez superado este punto crítico, el camino continuaba sin sobresaltos hasta la Iglesia del Pi, en la que a menudo entrábamos por el portal que se abría a la plaza de Sant Josep Oriol; cuando lo hacíamos yo podía admirar el magnífico rosetón que teñía la nave de una luz solar matizada de colores que me hacía flotar entre los arcos de su gótico austero. Al salir del templo nuestro recorrido continuaba por la Rambla de la Flores para desembocar en la Plaza Real.

El murmullo de los tenderetes del mercadillo de sellos y monedas se mezclaba con los olores de calamares a la romana y de tapas de berberechos que fluían de los soportales donde las cervecerías instalaban las mesas para tomar el aperitivo y donde se encontraba una de las tiendas más misteriosas de la ciudad. Era una gran tienda de ciencias naturales al estilo de los museos del siglo XIX, en sus estanterías y en sus paredes se podían observar todo tipo de animales disecados. Todos los domingos que mi abuelo me llevaba a ver sellos, irremediablemente me quedaba adherido a sus grandes escaparates, que parecían ventanas de un zoológico inanimado. Actualmente el local lo ocupa un moderno bar con el nombre de El Taxidermista.

A mí todos los sellos me parecían iguales, pero mi abuelo, con la paciencia que tienen los hombres tranquilos, me mostraba los pequeños detalles que los hacían diferentes, hasta que al final comprendí que para ver es imprescindible mirar.

Hace ya más de veinte años que la estructura del Estado está sufriendo una descentralización acelerada y una de sus columnas principales, el Sistema Sanitario Público, de una manera muy acusada. El sistema farmacéutico español ha evolucionado coherentemente con esta descentralización del Estado, y en la actualidad gran parte de los elementos de la ordenación farmacéutica y de las decisiones que afectan a la gestión de la factura farmacéutica son responsabilidad de los distintos departamentos de Sanidad de las comunidades autónomas.

Es sorprendente observar las dificultades para asimilar esta nueva situación que manifiestan las estructuras corporativas de la profesión. ¿Es sensato mantener una organización basada en colegios provinciales y en un Consejo General que casi ignora a los consejos autonómicos? ¿Es eficiente mantener permanentemente tensiones entre colegios que dificultan la constitución y consolidación de estructuras representativas de las farmacias de las comunidades autónomas? ¿Es coherente una estructura presupuestaria que mantiene empobrecidos a los consejos autonómicos, cuando son los interlocutores reales de los temas que afectan a las farmacias y los que deben liderar los grandes proyectos de transformación del sector?

Es acuciante la necesidad de adaptar las estructuras representativas de las farmacias de España a una realidad que no se puede ignorar, no es válido esconder la cabeza bajo el ala y mantener el discurso de que el peligro está en la disgregación y no acometer los cambios necesarios para ser eficientes en un escenario cada vez más cercano al federalismo.

En el horizonte de unos meses la renovación de los órganos de dirección de la farmacia española tiene que favorecer esta adecuación imprescindible. Tan sólo es preciso observar la realidad para darse cuenta de esta necesidad, si bien es cierto que: no hay peor ciego que el que no quiere ver.