miércoles, 31 de octubre de 2007

Los neutrinos


A los gorriones que sobrevolaban Gibatella, un pueblo situado en la depresión que ocupaba el centro del país, les parecía siempre igual. Sin embargo, de una manera lenta, casi clandestina, la línea que dibujaba el contorno urbano iba conquistando terreno paulatinamente. Era una invasión sin incursiones bruscas que pudieran sobresaltar a los vigilantes alados. El bosque y los cultivos iban perdiendo la guerra sin darse cuenta. La mancha de color teja, blanca y gris se expandía lentamente, como si el pueblo no quisiera hacer evidente su crecimiento. Desde su punto de vista, planeando entre las corrientes que se formaban en el valle, tampoco percibían todo el entramado de vida que hervía en aquel particular universo, para ellos inmutable. Observaban aquel mundo, su mundo y se sentían cómodos.

Las noches de julio, en Gibatella, los vecinos que salían a pasear, amparados por el fresco que proporcionaban los chopos que crecían en el paseo que reseguía la riera, tenían la misma sensación que sus observadores voladores. Miraban al cielo entre las hojas vibrantes, las mismas que durante las horas de solana emitían destellos verde plata y refrescaban el ambiente con su murmullo. Observaban aquella cúpula monumental, estampada desordenadamente, que lo envolvía todo de una engañosa serenidad. En aquellos momentos, al final del día, cuando los paseantes buscaban respuestas satisfactorias a sus conflictos cotidianos o un bálsamo reparador que calmara la quemazón de sus heridas, ese majestuoso envoltorio celestial les mentía piadosamente, mostrando la inmensa serenidad de un universo aparentemente inmóvil.

Clara no podía salir a pasear cada noche, como le hubiese gustado. Ella quería bailar acompañada de los ritmos cósmicos y sentir como los neutrinos, provenientes de los más recónditos rincones del fondo de aquel universo, atravesaban su cuerpo. Mientras desayunaba y planificaba la jornada, se reservaba con ilusión aquel trozo de día, aquel momento en el que las luces estelares empiezan a parpadear.

El ambiente cálido del olor balsámico del café, que santificaba todos los rincones de la casa como si fuera el incienso de una catedral, la cremosa caricia de la suave espuma que mantenía durante unos segundos el gusto del café con leche en sus labios y la luz que dibujaba bodegones en la mesa puesta cerca de la ventana de la cocina le animaban a esperar un día repleto de momentos de vida emocionantes. No había perdido el deseo de la aventura diaria y cada mañana renovaba la ilusión por vivirla. Por eso, siempre quería reservarse aquel momento mágico del atardecer. Ella quería disfrutar de la fiesta que se celebraba en el entoldado celestial. Mientras los otros buscaban refugio, ella quería salir a pasear para sentir las tempestades solares y notar cómo las galaxias engullían estrellas enteras.

No conozco a muchas personas como Clara, con esa sensibilidad para captar lo que realmente está pasando y con esas ganas de conocer sin miedo. Es menuda, pero se agranda cuando habla con las estrellas, porque Clara les pregunta y le responden, por eso Clara me puede contar lo que hay en el lado oscuro de la luna. Cuando estoy con Clara me siento pequeño.

No creo que Clara sea una mujer exitosa, ni que sus opiniones sirvan para explicar el mundo que cada día nos explican los que disfrutan del éxito. Clara es pequeña, pero, a veces, parece no caber en un mundo que nos empeñamos en delimitar por el pánico que tenemos a perdernos. Clara es novia de mi amigo Lluís, un antiguo compañero de carrera con el que mantengo una amistad más allá del compañerismo que conlleva ejercer la misma profesión.

Joan estudió con Lluís y conmigo en la ya entonces provecta Facultad. En aquellos años, Joan ya tenía muy claro lo que quería. Era un estudiante brillante con un futuro bastante claro. Sus padres eran farmacéuticos. Joan y yo nos parecíamos, lo suficiente para que nuestra relación fuera cómoda, porque el mundo que cada uno de nosotros íbamos conociendo era bastante comprensible para el otro.

Joan y Pilar se hicieron novios en cuarto de carrera y su noviazgo duró tres años. Con las fotos de su boda se podía confeccionar una orla intergeneracional. Con los años, la relación con Joan y Pilar se ha mantenido fluida, pero con un toque de aburrimiento debido a que nuestros encuentros son demasiado previsibles. Nuestras salidas para cenar son cordiales, pero cuando regresamos a casa, mi mujer y yo nunca hablamos de la conversación mantenida porque ya la hemos imaginado mientras nos dirigimos al encuentro.
Joan es un gran trabajador, ha conseguido modernizar la farmacia familiar. Hoy en día, está realmente preocupado por la batería de cambios de legislación que se está impulsando desde las administraciones, pero su negocio va viento en popa. Es realmente sorprendente que nunca hablemos de nuestros clientes, siempre acabamos hablando de leyes y casi nunca hablamos de personas. Nos pasa como a los paseantes crepusculares de Gibatella, que son capaces de admirar el escenario, pero son incapaces de navegar entre las tempestades solares.

Joan me ha comentado que este verano, con un grupo de amigos de promoción irá a visitar Japón y me ha propuesto que les acompañemos. Para convencerme, ha subrayado en el folleto explicativo la visita guiada al detector Super-Kamiokande, situado en la mina abandonada de Mozumi. Es una instalación faraónica que contiene cincuenta mil toneladas de agua a un kilómetro de profundidad bajo tierra, una obra magnífica de ingeniería punta para poder detectar neutrinos. Joan conoce mi interés por los fenómenos cosmológicos y por la astronomía.

He llamado a Joan para decirle que no podré acompañarlo; en esas fechas, a mediados de julio, es la Fiesta Mayor de Gibatella y por nada del mundo voy a perderme los paseos nocturnos con Clara y con Lluís. Desde hace ya unos años, intento aprender a captar cómo los neutrinos pasan a través de mi cuerpo. El año pasado me pareció sentir un ligero cosquilleo, pero no puedo asegurar aún que fuera realmente algún neutrino. Necesito aprender mucho de Clara.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Síndrome de "Torre de Marfil"


Carlitos Badía tenía una nariz importante y los ojos oscuros y juntos, su cara era triangular, con la barbilla puntiaguda. No era de los compañeros de curso con los que me escaqueaba de las clases de francés para mejorar la técnica del arrastre en el futbolín situado en el hall del cine Novedades. Carlitos no faltaba nunca a clase de francés; las pocas veces que coincidíamos era subiendo las escaleras que nos llevaban a las aulas, bajo la inquisidora mirada del director, el Sr. Colomé. Las fugaces conversaciones que manteníamos eran ordenadas y sin grandes expresiones de jolgorio, conversaciones educadas, pero les faltaba la complicidad de las que tienen los compañeros de partida. El «Colo» no las hubiese permitido de ningún otro modo. El director era un personaje siniestro, siempre estaba sudando debido al barrigón que le servía de apoyo cuando nos vigilaba, con su cigarrillo flácido entre los labios, colgando de un poblado mostacho de un negro intensísimo. Su única misión cuando se asomaba a la baranda era impedir cualquier indisciplina mientras realizábamos la ascensión.

Tenía la impresión de que Carlitos llegaría lejos, era de esos chavales que tienen claro lo que quieren y cómo conseguirlo. Nunca más supe de Carlitos, ni tampoco si mi presagio se cumplió.

En mayo, el Paseo del Prado rezuma vitalidad, los verdes de las copas de los plátanos centenarios brillan iluminados por el sol castellano y construyen una cúpula vegetal que protege a los paseantes del trajín de los vehículos que transitan por las calzadas laterales.

Al traspasar el dintel de la puerta del Museo del Prado, de una manera automática, realizo una reverencia imperceptible. Es como si el peso de la Historia del Arte me provocara ese acto-reflejo.

Mi tío Josep era una persona difícil, maltratada por una diabetes mal cuidada que acabó matándole; era pintor, sus cuadros abstractos van acumulando polvo en el garaje de la casa de mis padres. De vez en cuando, me contaba la enorme importancia que tenía Velázquez.

Yo no acababa de entender que un pintor abstracto admirara a un maestro clásico, pero empecé a intuir que la esencia del arte va más allá del virtuosismo. Siempre que puedo voy a mirar los cuadros de Velázquez. Después de visitar la sala donde se expone el cuadro de las lanzas y de quedarme extasiado, de vuelta ya, con mi dosis de Velázquez en mis retinas y en mi corazón, me cruzo con el retrato de Carlos III cazador, el cuadro de Goya en el que el monarca va tocado con el tricornio de Esquilache, el del motín. El recuerdo de Carlitos se asoma repentinamente. La misma narizota y esos ojos oscuros. Por un instante, en uno de esos momentos locos que nos proporciona el enjambre de neuronas que tenemos colocado entre la nariz y el cogote, veo a mi Carlitos como el rey que edificó el Museo del Prado y que limpió Madrid.

Superado el espejismo que trasladó a mi amigo al siglo XVIII y le implantó in Vitro en la dinastía borbónica, me zambullo en el mar de datos sobre ese rey que quiso ilustrar a la España hija de la Inquisición y de la tradición.

No hay ninguna duda de que los madrileños le deben al monarca del sombrero de tres picos que acometiera la limpieza de la sucia villa de 150.000 habitantes y la convirtiera en el germen de lo que es ahora, una gran capital europea. Si bien es cierto que su despotismo ilustrado ya se intuía en su frase: «Mis vasallos son como los niños, lloran cuando se les lava».

Carlos III es el máximo representante en España de esa despótica manera de reinar que bebe de la Ilustración, pero que es incapaz de hacer partícipe al pueblo de los cambios. «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo».

Sería injusto menospreciar la obra realizada por el hijo de Felipe V, aunque su voluntad reformadora quedó a medio camino, pisó el freno después de notar la oposición de los poderosos y porque la Historia tiene reservado el protagonismo de los grandes cambios para el pueblo.

Tres siglos más tarde, el método de Carlitos ya no sirve, los que dirigen los cambios deben hacer partícipes de los mismos a sus representados, no vale sólo con tener el conocimiento, ni tan siquiera la razón, porque la fuerza de la razón te la dan los que te votan. Es mucho más incómodo ser presidente que ser rey, porque la democracia va más allá de la biología.

Sería pretencioso por mi parte, incluso podría llegar a ser hortera, comparar la trascendencia y la profundidad de las reformas que pretendía la Ilustración con los cambios que está sufriendo mi profesión, pero como la hipoteca de mi casa la pago con lo que gano haciendo de farmacéutico, el proceso de transformación es de una importancia histórica, al menos para mí.

La farmacia en España se mueve entre los que maniobran más o menos inteligentemente, con el único objetivo de mantener una situación que les beneficia, y los que propugnan cambios radicales que posicionen al farmacéutico como un profesional sanitario integrado en la cadena asistencial. En este amplio abanico limitado por los dos posicionamientos extremos existen multitud de propuestas intermedias que también pretenden, todas ellas, lo mejor para la profesión, de eso estoy seguro. Todo para el pueblo…

Pero, ¿dónde está la función pedagógica del político?, ¿dónde está el debate sereno entre los que defienden los distintos modelos con el fin de llegar a un proyecto asumido por la mayoría real de la profesión? Detecto un síndrome de «Torre de Marfil» en la que los ilustrados se refugian para lamentarse de la incomprensión de sus representados… pero sin el pueblo.

A veces me pregunto si Carlitos se hizo farmacéutico.

viernes, 5 de octubre de 2007

El mejor lugar del mundo


Hay veces que te encuentras con rincones de los que no te irías nunca, que son el mejor lugar del mundo, y que si realmente existe otro mejor, no te apetece conocerlo. Es como si un universo pequeño apareciera en el centro del universo. Esta es la sensación que tengo cuando llego a Port de Reig, un pequeño recodo en la línea de la costa que dibuja el perfil de Port de la Selva.

No es un rincón especialmente bello, pero tiene justo lo que es necesario. En el centro de la plazoleta un frondoso plátano, con las hojas verde brillante, muy juntas, reparte generosamente la sombra, incluso en las horas en que el sol maltrata las piedras de las calas. Los gorriones se mueven a saltitos nerviosos por su frondosa copa mientras no despegan en sus cortos vuelos.

Antes de llegar al mar, la carretera dibuja la primera frontera con el agua de la bahía, donde los veleros reposan resguardados de la tramontana. Es la vía por donde los paseantes deambulan sin prisa, disfrutando del color y del olor del mar. Un mar que mezcla en su interior las luces del cielo y las devuelve como un calidoscopio eternamente cambiante.

En una esquina de este pequeño mundo está situado el bar Marcelino. Un pequeño local, viejo y desordenado. Detrás de la barra se mueve con dificultad la cocinera. Es como un milagro que su corpulencia se desplace por un espacio tan reducido sin cometer estropicios con los platos que va sacando de la cocina. Es un ejemplo perfecto de adaptación al medio.

Su marido es el dueño del chiringuito. Es un pescador reciclado al gremio de la restauración, un personaje arisco, que controla su terraza con mano de hierro. En ese trozo de plaza cubierto por un juego de toldos verdiblancos todo sucede con el ritmo que él impone y con el orden que él ha establecido. Su uniforme, unos pantalones tejanos empujados hacia arriba por unos tirantes azul marino, hace juego con una barba blanca y larga. Casi nunca sonríe. No es aconsejable retar a su mirada, sobre todo cuando su lengua sobresale intermitentemente de entre sus labios, como si de una serpiente se tratara. Yo le tengo un cariño especial y me parece que él también me lo tiene.

El bar Marcelino está en ese rincón, así, bien puesto, con su ensaladilla rusa –la única que he probado que incorpora la cebolla como componente–, sus anxoves amb pa i tomàquet y, cuando la tramontana lo permite, sus sardinas a la plancha. Es lo que hay, hace veinte años que como allí y hace veinte años que encuentro lo mismo. Lo mejor de comer allí es su coherencia, comes lo que saben hacer, en el lugar adecuado.

Mis padres me pagaron una buena educación en Can Culapi y una carrera universitaria, la misma que realizó mi madre. Nunca se lo agradeceré bastante. Pero hay maestros que no tienen sus tarimas en esas ilustres aulas. Ese viejo marinero tiene su santuario en un rincón desaliñado en el que se imparten clases de autenticidad, porque lo que se come en su terraza es lo que él se comería en el comedor de su casa. En el bar Marcelino no hay trampa ni cartón.

Es domingo y no tengo paracetamol que alivie mi dolor de cabeza habitual del final de vacaciones, me acerco a la farmacia y me alegro porque no hay casi clientes –¡que cierto es aquello que canta Pau Donés!….Depende, todo depende…–, un auxiliar de farmacia está vendiendo protectores solares a un grupo de irlandeses alérgicos al sol que quieren una loción que transforme el fuego del Mediterráneo en la raquítica brasa del Mar del Norte.

No conozco a la farmacéutica, pero sé que es quien está atendiendo a una pareja, porque va adecuadamente identificada por una placa blanca y morada. Ella, una morena, muy morena, recauchutada, él un morenazo con gafas oscuras que está orgulloso de su reloj y de su pareja. La farmacéutica insiste en que no tiene ninguna píldora maravillosa que elimine unos michelines incipientes y tampoco quiere venderle unas gotas para el oído que supura.

– El médico visita hasta las ocho, es conveniente que la vea. Seguramente necesita un antibiótico.

La insistencia de la clienta de plexiglás pone a prueba el criterio de la farmacéutica, que insiste amablemente en su incapacidad de percibir los kilitos de más, en que los milagros no existen y en que es conveniente una revisión médica del pus alojado en el oído medio.

La paciencia de la farmacéutica es «jobiana», mientras la farmacia se va llenando paulatinamente de unos amigos de los irlandeses asados por las horas de playa, de un niño con el pie al aire en el que se ha clavado una espina de erizo y de una venerable viejecita con sus recetas coloradas.

Me imagino a mi admirado jefe del chiringuito, detrás del mostrador, sacando su lengua viperina mientras despacha expeditivamente a la pareja sin ninguna contemplación y con energía empieza a solucionar los problemas de los chamuscados, sale de detrás del mostrador para intentar extraer la espina de erizo con una pomada que ya formulaba su abuelo y recordarle, como cada mes, a la viejecita que no se olvide de tomar la pastilla de la presión cada mañana.

La pareja, gira de golpe y mi espejismo se desvanece.

– ¡Este pueblo cada vez está peor! –comentan los guapos clientes con un tono de voz suficiente para que la farmacéutica les oiga–. ¡Ya no se puede ir ni a la farmacia!

– Un paracetamol, por favor –solicito a la farmacéutica.

La farmacéutica no da muestras de irritación y me sirve mi pedido mientras me comenta cortésmente el maravilloso día de playa del que hemos disfrutado. Con habilidad y agilidad, me despide y se interesa por los irlandeses que brillan con un púrpura intenso. Sin aspavientos, con profesionalidad, en esta farmacia también se hace lo que la farmacéutica sabe y cree. Como tiene que ser. Como en mi rincón favorito.

Después de muchos años de comer sardinas en Port de Reig, este agosto me atrevo a felicitar a Marcelino.

–Marcelino, ¡hoy las sardinas están mejor que nunca!
–Me llamo Nicolás….
Me ha parecido intuir una leve sonrisa entre los pelos desordenados de su barba.