martes, 23 de diciembre de 2008

Piedras


Esa piedra blanca y esa gris decorada con franjas rosadas ya estaban allí el año pasado, en el mismo sitio. En ese rincón escondido de la costa rocosa que va desde Les Clisques a la cala Tamariua. Me acuerdo perfectamente. Son como recuerdos clavados en una pared blanca de la memoria. El día que me fijé en ellas, el verano pasado, hacía un día soleado, el mar estaba plano. Cuando miraba el agua, podía ver sin ningún filtro todo el lujo del fondo marino cargado de piedras preciosas, de erizos, de pequeñas algas multicolores que dibujaban un tapiz de un estampado barroco. El lienzo estaba perfectamente iluminado por los rayos solares que penetraban sin oposición porque su amante los acogía sin ninguna reserva.

La piedra blanca estaba incrustada en un saliente de roca oscura y cortante que enfilaba el mar como el mascarón de proa de un barco sin edad. La piedra a listas rosadas era redonda, estaba pulida por el trabajo paciente de la naturaleza. Era de una redondez casi matemática, por lo que destacaba en el entorno. Era como una extranjera en un mundo de salvaje irregularidad. No logro comprender cómo había llegado hasta la grieta en la que estaba engarzada como un brillante en un aro dorado. ¿Algún enamorado se la había regalado a su amante? Posiblemente la recogió de la playa en la que se besaron bañados por los rayos dulces de la tarde y el desamor la trajo hasta este rincón olvidado. Que más da si esa es la historia de su viaje o si, simplemente, cayó rodando por las rocas empujada por cualquier pie hasta recalar de manera casual en su actual ubicación. Una simple anécdota del destino. Lo que es cierto es que hace un año que están ambas allí, en el mismo sitio. Sin variación. ¿No ha pasado nada en todos estos días? Me lo pregunto para no tener que afrontar la duda sobre si los días han pasado en realidad.

No es probable que los días presuntamente transcurridos desde el día que las descubrí hayan sido tan apacibles como el día en el que me fijé en ellas, el verano pasado. Ni como hoy, en el que una leve brisa acaricia mi cuerpo como si fuera un bálsamo que me protege de los rayos solares y que arruga el cristal acuoso que me rodea más allá de la frontera de las piedras. Su efecto sobre el mar, erizando su piel acuosa, me impide ver tan claramente los tesoros que guarda en su fondo como podía hacerlo hace un año, cuando podía admirarlos con absoluta transparencia; de todos modos, sé que continúan allí. En el recodo escondido en el que disfruto de la tranquilidad de mi escondrijo.

Me imagino el mar ennegrecido y me sobrecoge imaginarlo en un día oscuro de invierno. Arañando con uñas de espuma el mascarón que hoy se erige con orgullo enfilando el mar apacible, con su orgullo herido, empequeñecido, miedoso, aguantando las embestidas salvajes de la bestia que el mar esconde en sus entrañas. Me hago pequeño al imaginar la tramontana, ese viento sólido que te golpea duro, cincelando las arrugas antiguas de las rocas como la que acoge la piedra redonda. Allí, aguantando sin moverse, mostrando sus bandas rosadas, como una joya.

Probablemente, esos días han pasado y la lluvia ha caído con fiereza desde un cielo de plomo, frío y pesado. Golpeando repetidamente las rocas para después mezclarse con la sal del mar. El mismo mar que ahora lame, con voluptuosa lentitud, los rincones más íntimos de las piedras, la blanca y que se recrea en la grieta en la que resalta la gris con franjas rosas.

Podría no haberme fijado en ellas, podría disfrutar de mi rincón sin haberlas visto, y de la brisa que entra desde el norte, por el pasillo entre el Cap de Creus i el Cap Norfeu, podría pensar incluso que los días de invierno no han pasado, incluso podría haber olvidado el día caliente, cuando las vi el verano pasado. Todo eso podría suceder, pero lo cierto es que ambas están allí. La historia hecha de todos los días, de todas las tempestades y de todas las calmas no sería la misma sin esas piedras impertinentemente situadas en una salvaje naturaleza que continuaría de la misma manera sin ellas. Sin embargo, yo sé que allí estaban y mi historia no sería la misma; es importante para mí volver a encontrarlas, es importante comprobar que continúan en mi rincón, que la casualidad, el desamor o la perseverancia me permiten volver a encontrarlas cada verano. Son mis piedras, son mi historia.

¿Cuántas piedras tenemos en nuestra historia? Todos necesitamos piedras que nos gustará encontrar en el mismo sitio el verano que aún está en nuestros sueños. Todos necesitamos alguna piedra que nos agarre a la realidad. Debemos engarzarlas bien, como joyas, para volver a verlas.

Mi historia está llena de casualidades, por lo que el azar puede ser la causa de la situación de mis piedras. No tengo más remedio que aceptar el protagonismo de la casualidad en mi historia; sin embargo, creo que sería una irresponsabilidad aceptarla como compañera de viaje en los procesos complejos que asoman por el horizonte y que dibujan el futuro de nuestra profesión.

¿Qué nos gustaría que pudieran encontrar de aquí a veinte años los que observen el sector? Cuando la generación de futuros farmacéuticos que ahora aún juega con la Wii y escucha música con el iPod sean ya los farmacéuticos que deberán decidir lo que dispensan a alguien que se les acerca con un trancazo importante, ¿qué farmacia vivirán? Los que estamos ahora en el mostrador tenemos la responsabilidad de acertar con el antigripal adecuado y también la de preparar las bases de ese futuro.

En estos momentos, uno de los retos importantes es el desarrollo y el despliegue de la receta electrónica y, seguramente, algunos aspectos de la farmacia que van a encontrar los que ahora aún no saben que van a ser farmacéuticos dependen de que acertemos los que ya lo somos.

En este proceso, es importante sentar algunas premisas a las que no deberíamos renunciar con el objetivo de fijar algunos puntos de anclaje que nos sirvan a nosotros que ya estamos y a los que aún han de llegar. La receta electrónica:

Ha de aportar mejoras tangibles para el ciudadano.
No ha de poner en peligro la independencia de los farmacéuticos respecto a las Administraciones.
Ha de ser sólida y robusta técnicamente.
Ha de aportar mejoras tanto en los aspectos administrativos como en los profesionales.
Ha de garantizar la seguridad.
Ha de posibilitar la consolidación de una red profesional que aporte ventajas y el acceso a nuevos servicios para el colectivo.
Ha de favorecer la comunicación entre prescriptores y dispensadores.

La diferencia entre que la receta electrónica sea una piedra en el zapato o una piedra sobre la que construir un futuro está en no renunciar a estas premisas.

La comedia de dios



No me he dado cuenta. No puedo asegurar si estoy todavía durmiendo, si me encuentro justo en la frontera que existe entre el mundo de los sueños y el mundo de las cosas –no me atrevo a hablar de mundo real para no iniciar una reflexión sobre el sueño y la realidad para la que no me siento capacitado, y en la que podría fácilmente hacer un ridículo evidente, uno de esos que te suben la sangre a la cara. Ponerme colorado es una sensación que detesto desde que tenía catorce años y que aún me sucede sin poderlo controlar– o si mis hijos, que ya empiezan sus clases antes de que yo empiece mi día y que ya tienen una cierta autonomía de movimiento, se han escabullido silenciosamente, sin que yo me haya dado cuenta, tampoco. Ha empezado otro día. Otro día de cosas y de gente, de cosas que se moverán como si fueran gente o de gente que parece cosas, de perros y de hojas de árboles, de motores, de ruidos, de motores silenciosos, de imágenes y de gente que me verán como una cosa que se mueve a su alrededor. Acaso, también, de algún beso que tenderá algún puente hacia algún día de algún otro. Ese empezar sin empezar es la porción del día que prefiero. Es el momento en el que las cosas aún pueden confundirse con los sueños, aún lo real no ha matizado el brillo de lo que aún no lo es. Son esos minutos que me gustaría que fueran más largos. Un reloj imperfecto, un reloj blando debería medir esos minutos. Nunca hay propina, nunca. Me gustaría que ese desconocido dios que reparte sin pausa, sin error, sin vacilación, su tiempo, para que nosotros lo alquilemos con la ilusión de que algún día será nuestro, algún día me la diera. ¿Será por eso que me despierto cada día más temprano? Es un tiempo en el que todo es más sencillo, sin esa tensión entre lo que es y lo que me gustaría que fuera. Es un tiempo que te pertenece, que dominas y que casi acomodas a tu medida, un tiempo que no notas, un caballo indómito que, sin saber por qué, dócilmente, parece que dominas con tus riendas. Al menos, eso parece. ¿No será que, sin darme cuenta, también, estoy en un sueño todavía? Empieza mi día y aún lo siento mío, en esos minutos, aún inciertos, el día es sólo mío, pronto, muy pronto, el día será también de las cosas y de la gente. La dictadura del tiempo se impondrá sin ninguna compasión para nada ni para nadie. Ni para mí, ni para las cosas, ni para la gente. Todo sucede para todos y cada uno percibimos sólo una pequeña porción de todo, nuestro mundo pequeño es ése, el que al nacer cada día, durante unos minutos, tenemos en los brazos. Lo mecemos cuidadosamente porque es nuestro. Como un hijo que depende de nosotros y en el que nos parece ver nuestros sueños en sus ojos. Ya entonces sabemos que sus sueños serán sólo suyos, pero en esos momentos, en esos instantes parece que puedan ser también los nuestros. Esos minutos anestesiados son como una fiesta en la que no se celebra nada y en la que es obligatorio no pensar en que la fiesta acabará, un rincón controlado en un mundo sin control en el que la angustia de perderse nos hace andar a pasitos cortos atrás y adelante, dudando de las cosas y aún más de los otros. ¿Será por eso que muchas veces les vemos como cosas? Tantos días intentando alargar el ensueño y ahora, justo ahora, empiezo a despertar. No es la perfección de lo que controlo lo que me atrae de ese paraíso, es la ausencia de los otros lo que me alivia. Los otros con sus pequeños mundos rozando el mío, chirriando como ruedas oxidadas de una maquinaria infinita de la que no podemos escapar. Tantos días para darme cuenta. ¡Qué necio o qué cobarde! Tanto da, los otros son el mundo y yo soy el suyo. ¿Será que no existen rincones privados en el mundo? Sin darme cuenta, una vez más, la realidad va dibujando el perfil de las cosas con el sigilo necesario para que todo aparezca de una manera ordenada. Un ejemplo magnífico de que la estrategia no es un invento de las escuelas de negocios. Cada mañana, un plan perfecto se despliega para que las personitas nos acomodemos al papel que nos ha tocado en el reparto. Una obra en la que sólo conocemos, cuando lo aprendemos, nuestro papel, pero el guión entero no está escrito en ninguna parte, sólo nosotros, unos y los otros, podemos intentar construirlo. La luz que va apoderándose sin blandura de las cosas también se apodera de nuestro sueño, de nuestro particular paraíso. Nos expulsa como un arcángel armado con espada de fuego y nos aboca al roce con los otros, nos envía, con la autoridad delegada del dador implacable, a la jungla caótica en la que se entrelazan como lianas todos los tiempos y todas las realidades, la nuestra y la de los demás. Cada mañana mantengo una frenética lucha interior. Reclamo, me reclamo a mí mismo, mi trocito de sueño particular, pero no soy capaz de dejar de oír el ruido de las cosas y el estruendo de los otros. No sé hoy como voy a empezar mi día. ¿Y los demás, estarán también sumergidos en ese lago oscuro de dudas? ¿Será la vida ese guión que ninguno de nosotros nunca ha escrito, el intento permanente de escapar de las aguas oscuras en las que nos zambullimos cuando, sin casi darnos cuenta, nos trasladamos desde los sueños hacia lo que nos dicen que es real? Suerte tenemos de los besos, que nos dan el aire que necesitamos para no ahogarnos. Sin ellos, acabaríamos exhaustos, hundidos en las aguas oscuras de nuestro mundo. Ese falso paraíso en el que despertamos cada mañana y que durante un instante nos ensueña. Mi primer día de vuelta al trabajo acaba de empezar.

jueves, 27 de noviembre de 2008

La belleza (y II)


¿Qué probabilidad existe de que un televisor te mate mientras caminas por la calle? ¿Y de que, ese mismo día, un foxterrier muera aplastado por otro aparato venido del cielo? Creo que la casualidad es la causa escondida por la que suceden muchas cosas, pero es cierto que empiezo a tener una ligera sensación de inquietud, un temor casi imperceptible se va apoderando de mi boca del estómago por la posibilidad de que exista una causa, distinta de la casualidad, para las dos muertes provocadas por las pantallas voladoras.

El telediario de esta noche ha apretado un poco más el nudo que se estaba formando entre mi diafragma y mi corazón. La tele certifica que no se trata de hechos aislados. La pantalla plana de mi salón, el verdadero notario de lo que es real y de lo que no lo es, advierte del peligro de morir por el impacto de una pantalla. El presentador de las noticias de las nueve, que intenta aprovechar la oportunidad que le brinda el mes de vacaciones del titular, así lo confirma: «Desde el inicio de los Juegos Olímpicos se han contabilizados en todo el país ciento treinta y tres accidentes por impacto de televisor, catorce de los cuales han causado la muerte de personas que andaban tranquilamente por la acera». No menciona, por lo que me imagino que no debe disponer de datos, el número de animales domésticos afectados. Como Loly, el foxterrier de la Sra. Dolores.

Las portadas de los periódicos están llenas de titulares referidos al fenómeno de los televisores, que es el término con el que se describe la situación. No se utilizan aún palabras más contundentes como plaga o cadena de asesinatos, con la clara intención de no incentivar el pánico entre la ciudadanía: «TELEVISORES QUE MATAN», «LOS TELEVISORES CAEN DEL CIELO», frases que atrapan, pero que no sugieren que la situación sea caótica. Todo medido, muy medido.

Tengo que buscar en la sección de deportes para leer la crónica de la gesta de la selección de baloncesto que ha conseguido una victoria moral –¿compensa el trabajo bien hecho si no se logra el éxito?– sobre un grupo de jugadores de la mejor liga del mundo –como a ellos mismos les gusta proclamar–. Un cierto tufillo de fanfarronería envuelve a estos multimillonarios que juegan al juego del aro y la pelota con la ventaja de hacerlo medio metro por encima que el resto de mortales. Una ventaja, por otro lado significativa, en un juego apto para gigantes.

Poco a poco, este mes se está convirtiendo en un pequeño infierno. Empiezo a estar harto de tanto espárrago y loncha de pavo, y el desfile diario de cuerpos perfectos, que mi pantalla plana me muestra con minuciosidad quirúrgica, provoca que me sienta feo. Vivo en un conflicto permanente en el que el placer y la estética libran una batalla despiadada.

Esta tarde sólo he encendido el televisor para ver el lanzamiento de peso masculino y el de martillo femenino, más tranquilo he visto los concursos mientras me he bebido una cerveza strong lager helada con una cremosa capa de espuma. Mientras comparto mi copa, mi trofeo, con una especie de leñador polaco que luce una larga barba descuidada, subido a lo más alto del podio, la pantallita de marras me transporta, sin transición alguna, al cubo de agua en el que un tiburón de abdominales cincelados como los de una escultura miguelangeliana, surca las aguas de la piscina para pasar a la historia e ingresar en el olimpo de los dioses. Un sentimiento de culpa me invade, mi cerveza helada se atraganta en mi laringe y apago el televisor. No sé si el calor que noto en las sienes es ira, pero podría serlo.

Me he olvidado el jersey en casa y he pasado dos horas tiritando en el cine. Sólo quedaban entradas para primera fila, no he sido el único que ha tenido la idea de refugiarse en una sala oscura, como si de un refugio antiaéreo se tratara.

Al salir, ya ni me acuerdo del título de la película que se ha proyectado en la sala. Decido hacer caso de los consejos de mi amigo Joan. Joan es un amigo muy viajado que sabe medir muy bien los riesgos y prevenir los efectos indeseados. Ayer me comento en un mail que, desde que empezó el fenómeno –creo que ya sería correcto utilizar la palabra «plaga» y mantener en la reserva la palabra tabú «crisis», por si los acontecimientos se desmandan absolutamente– cuando aparca su moto y tiene que caminar por la ciudad no se quita el casco hasta que llega a su destino. Aunque no tengo moto, voy a comprarme un casco.

Me ha parecido ver a otro peatón con un casco negro, el mío, que era el único de mi talla que quedaba en la tienda; lleva estampado un muñeco de colores fosforescentes. Sólo al atravesar el portal de casa me lo quito. La sensación infernal se acentúa por el sudor y la estrechez que tiene que soportar mi cabeza.

Al abrir la nevera me doy cuenta que, con las prisas y la compra del casco, me he olvidado de pasar por la tienda de los pakistanís. Un resto de gazpacho en Tetra pack, y una lata de palmitos, que incluso son más aburridos que los espárragos, es todo lo que tengo en la nevera. No voy a volver a salir, prefiero el ayuno a ponerme otra vez el casco. Enciendo el televisor y aparece un danés de adopción, criado en las altiplanicies africanas, un atleta ligero, con sólo el ocho por ciento de grasa en su cuerpo, parece volar sobre la pista después de haber corrido dos vueltas al óvalo que esconde el gran nido que los chinos han construido para celebrar durante este maldito agosto el rito dedicado a los dioses de la belleza.

Vuelve el calor intenso que aprieta mis sienes, más intenso que la otra vez. Es un ataque de ira, sí, de ira, lo que me levanta del sofá. Arranco la pantalla y corro con ella a cuestas. Me dirijo como un poseso hacia el balcón que da al paseo. Con un gran trabajo de los músculos de los brazos, levanto el aparato sobre mi cabeza. No soy consciente del esfuerzo que realizan debido a la ofuscación en la que estoy envuelto. En este momento debo parecerme a la levantadora de pesos china que ha ganado la medalla de oro, aunque ella era mucho más grande que yo. Estoy decidido a lanzarlo al vacío.

Una canción de Fito & Fittipaldis suena en el bolsillo de mi camiseta. El teléfono móvil suena en ese preciso instante. Podría haberlo lanzado, pero dejo el televisor en el suelo del balcón ¿Será que mi Ángel de la Guarda estaba atento, o sencillamente se trata de una casualidad? ¿Existen las casualidades? Es José María, que ha regresado de vacaciones. Me invita a su casa. Mañana nos reuniremos todos los de la peña del club de escritura. Podremos contarnos los cuentos que hemos contado estas vacaciones. Vendrá Sandra, también. Ella siempre se ríe con mis historias irreales y siempre me pregunta si son historias reales. Me gusta que le interesen mis cuentos. Con un poco de suerte José María preparará un arroz caldoso con las langostas que habrá traído del Cap de Creus. Dejaremos que el sol se vaya a descansar mientras criticamos entre risas las historias que hemos escrito este verano, seguramente alguien habrá escrito una historia sobre los mejores Juegos de la historia y todos nos encontraremos los más guapos del mundo.

martes, 11 de noviembre de 2008

La belleza (I)


«Mañana empiezo a trabajar, han sido unas buenas vacaciones»

Ya es 20 de agosto, hace algunos días que no se puede salir a pasear tranquilamente, es peligroso. La nevera de casa está empezando a parecer una despensa de la posguerra. Estoy apurando las reservas de gazpacho en tetrapack y los paquetes de 130 gramos de lonchas finas de pavo envasadas al vacío. Una plaga de accidentes se ha apoderado de la ciudad durante este mes, un mes en el que, normalmente, no pasa nada o pasan cosas anormales.

Todo empezó el día 8, el día que se inauguraron los Juegos Olímpicos de Pekín, el día que empecé con mi dieta. Desde ese día, las portadas de los periódicos se han ido llenando de imágenes de héroes del deporte y, si la suerte nos era propicia, de héroes nacionales, aupados al pedestal que ocupan los símbolos patrios.

Después de cinco jornadas, el protagonista del día es un negro caribeño, un gigante de proporciones perfectas. Ha destrozado el récord de velocidad. Ha superado las barreras que, quienes saben, nos decían que eran insuperables y, además, lo ha hecho sin ese rictus de sufrimiento que esperamos ver en el rostro del que consigue una proeza. La belleza de sus deltoides voluminosos y brillantes por el sudor, moviéndose al ritmo de unas brazadas poderosas que compensan con una explosión de potencia armónica las inacabables zancadas que le hacen flotar sobre la pista en el lejano oriente, son la imagen de la perfección estética.

La cámara superlenta y la alta definición de mi pantalla plana me muestran con una impertinencia insultante la estética de un cuerpo perfecto en movimiento, mientras ceno medio envase de gazpacho, un paquete de pavo y dos kiwis, en un sacrificado intento de reducir un poco la tripa.

La noche ha sido calurosa, me he levantado a las cuatro, después de media hora de pelea con las sábanas pegajosas. En la pantalla de plasma he visto a un uzbeco ganar una medalla en lucha grecorromana, a un chino saltar en la cama elástica y a ocho sirenas, con los ojos pintados de verde chillón, mover acompasadamente las piernas con la cabeza metida en el agua –¡37 segundos de apnea!, me ilustra la comentarista–. He oído por primera vez el himno de Uzbekistán, y me he enterado del lugar que ocupamos en la clasificación por países –en el medallero– según la jerga que, durante estos días, utilizan los reporteros desplazados a China.

El café que me estoy tomando es un brebaje infame. La «Taberna o Xudas», donde desayuno habitualmente mi bocadillo de virutas de jabugo, está cerrada. Marcos –que por fin ha ganado las oposiciones a guardia urbano–, su hermana y su madre, se han ido de vacaciones a Galicia. Espero que traigan chorizos picantes para disfrutarlos cuando termine mi dieta sana si no ha acabado ella conmigo. Estoy en el único bar que está abierto –no recuerdo su nombre–, por lo menos tiene el detalle de que los periódicos del día están encima de la barra a disposición de los clientes. Hoy, las portadas de la mayoría se han decantado, unánimemente, por la foto de una rusa de piernas infinitas volando por encima de los cinco metros. Un ángel de alas invisibles. El éxtasis se aprecia en sus extremidades, en sus dedos, que parece que se vayan a separar de sus manos, y en su rostro, que se ilumina mientras vuela hacia el colchón donde el orgasmo se alarga con cabriolas y saltitos. Para desayunar toca un yogur con cero de todo y otro kiwi, que he bajado de casa, muy mal acompañados por el café.

Al acabar el frugal desayuno, entro en la única tienda que queda abierta en el barrio. Está regentada por una pareja de pakistaníes que trabajan a todas horas y que, además, tienen los precios más baratos. Compro dos kilos de kiwis, cuatro botes de cristal de espárragos, de los más gruesos, que hay en las estanterías, añado dos de palmitos, para variar, una docena de yogures desnatados y seis paquetes de lonchas de pavo. En la cola que se ha formado en la caja me entero, por los comentarios de los vecinos, que la señora Dolores está desolada. Alguien aclara que se trata de la antigua propietaria de la peluquería «Lolita». Desde que la cerró por jubilación, cada mañana y cada tarde paseaba a su fox-terrier por el barrio. No se quién acompañaba a quién. Ayer por la tarde, su única compañía sucumbió aplastada por un televisor que, no se sabe por qué, cayó del cielo. Alguien dice, sin asegurarlo, aportando datos pero evitando acusar a nadie, que el aparato despegó desde el ático del número 155 del paseo. Todos en la cola sabemos que, en el ático, vive Toni. Un tipo bajito y rechoncho al que no se le conoce pareja, ni oficio. Es una persona pulcra, siempre bien afeitado, con un poblado bigote en el que no hay un pelo que sobresalga ni un milímetro de los límites marcados. A mí, particularmente, me impresiona su precisión al conjuntar los colores de sus atuendos.

El accidente es realmente un suceso curioso. Quizá es porque era un perro que siempre me ladraba cuando nos cruzábamos por la calle, pero la verdad es que yo no lo he sentido demasiado. Además, no creo que sea necesario añadir a mi lista particular de precauciones al andar por la ciudad –como son, no leer el periódico para no tropezar con las papeleras, controlar siempre dos metros de acera para no pisar una caca de perro y no andar debajo de los balcones por si cae una maceta– estar atento a que un televisor caiga del cielo. Me toca pagar, entrego la tarjeta de crédito, pago y salgo despidiéndome educadamente de mis vecinos, con los que comparto las vacaciones ciudadanas.

Este agosto me ha tocado quedarme en la ciudad, en la que todo parece ir más despacio. La paga extra me la gasté en comprar una pantalla gigante de televisor, de esas que te sorben entero, similar a la que ha acabado con el fox-terrier de la señora Dolores.

Otro día más. Hoy el protagonismo lo acaparan dos hercúleos remeros de brazos de hierro metidos a presión en una diminuta embarcación. Son tan grandes que casi no caben ni en la foto. Han sido capaces de vencer a los invencibles alemanes en una exhibición de potencia explosiva.

Lo estoy leyendo en el periódico del mismo bar del otro día, el único que está abierto. Al entrar me he fijado en el rótulo: «El rincón de León», se llama. Mientras repaso lo que la prensa me cuenta que ha sucedido, resisto la tortura del agua caliente y negruzca. En la sección de sucesos, en un rincón casi escondido de las páginas salmón, leo, mientras sorbo la infusión maldita a la que finalmente añado leche desnatada para disimular, el relato de un accidente extraño: «Un hombre de cuarenta años, cuyas iniciales son J. T. F., ha muerto a causa del impacto de un televisor en la cabeza. El fallecido transitaba por una céntrica calle de la ciudad semivacía, cuando una pantalla plana de plasma de cuarenta y dos pulgadas le ha fracturado el parietal derecho. La muerte ha sido instantánea. El juez ha llegado para levantar el cadáver a las 10, tres horas después del incidente. Todo parece indicar que la víctima se dirigía a su trabajo en una oficina bancaria en la que ocupaba el cargo de subdirector, y en la que durante este mes asumía las responsabilidades del director, que se encontraba de vacaciones en un cámping de Sant Pere Pescador». No hay más, la noticia ocupa un dieciseisavo de página.

(Continuará…)

viernes, 24 de octubre de 2008

La muerte


(Continúo de vacaciones)


No llegué a preguntarle nunca si le molestaba el ácido fórmico. Sentado en un rincón del jardín, mi abuelo Antonio, generalmente por la tarde, cuando el sol de agosto dulcificaba su dictadura, se pasaba horas aplastando con su dedo índice, sin saña pero sin pausa, las hormigas que iban y venían del nido, ajenas a su fatal destino. Algunas veces eran rojas pequeñitas y otras negras con la cabeza grande. No se necesitaba una estrategia sofisticada para ejecutar la tarea, sencillamente era cuestión de aprovechar la diferencia de tamaño, resguardarse la calva de las radiaciones ultravioletas debilitadas, pero aún así dañinas para una piel carente de protección capilar, y de tener mucha paciencia. Mi abuelo cumplía las tres condiciones: era un hombre pequeño, pero muchísimo mayor que una hormiga, le recuerdo siempre con sombrero y era una persona muy paciente. Mi abuelo tenía el perfil adecuado para ser un perfecto exterminador de hormigas digital.

Debe ser que empiezo a ser mayor, porque mi abuelo me ha encargado que vaya sólo al bar de Benanci para comprar un helado de corte. Como a mi abuela le gusta el pompadour, el helado tricolor de vainilla, chocolate y fresa, y a los demás el popular de vainilla y chocolate, mi abuelo, que prefiere un final de fiesta sin discusiones, me dice que traiga uno de cada. Mi abuela busca en su rincón privado del escote, del que finalmente aparece, como si fuera la chistera de un mago, un manojo de llaves y después la billetera de la que me da el dinero que necesitaré para pagar. Me pongo el billete azul con la imagen de Zuloaga en el bolsillo y lo aprieto con fuerza.

El bar de Benanci está justo delante de casa de mis abuelos, junto a un descampado donde paran los autobuses que realizan el trayecto entre Barcelona y Sant Boi. Son unos autobuses con un motor diésel que produce un molesto ruido vibrante. Algunas mañanas la vibración que transmite a los cristales de las ventanas de las habitaciones es tan molesta que saca de las casillas a una persona tan paciente como mi abuelo que, iracundo, agarra la manguera y riega al pobre conductor. Los dos se enfrascan en una discusión a grito limpio, con mi abuelo abalanzado sobre la baranda con camiseta imperio y el conductor que acaba girando la llave de contacto del enorme vibrador, gritando que él es un empleado que sólo cumple órdenes.

Con las dos barras de helado en una bolsa de plástico y la calderilla mezclada con dos billetes marrones con la esfinge Falla en los bolsillos, y después de asegurarme que no se acerca ningún vehículo, cruzo rápido la carretera. Entro por la puerta principal del jardín, una verja de rombos metálicos, con la sensación de haber superado la prueba. Subo por las escaleras situadas junto a un albaricoquero cargado de dulces frutos aterciopelados. El suelo está sembrado de los que los pájaros han atacado antes de que mis hermanos y yo nos los merendemos.

Voy rápido para que las barras heladas lleguen en perfecto estado a la mesa, pero aún así, me parece ver una procesión ordenada de hormigas que se concentra tumultuosamente sobre lo que deduzco es, aunque no lo puedo asegurar, un albaricoque caído.

Mientras la vainilla y el chocolate se mezclan formando formas psicodélicas que descienden lentamente por mi barbilla, voy corriendo para ver esa multitud de insectos nerviosos que se están zampando lo que pensaba que era un albaricoque, pero que en realidad es un caracol.

Me quedo de pie, quieto, bien peinado. Antes de comer mi abuelo me ha repasado la raya y me ha bañado en colonia. Estoy inmóvil mirando, admirando el espectáculo, con el helado resbalando entre mis dedos. Nunca antes había visto un cadáver devorado minuciosamente. Me arrodillo para observar el acontecimiento con más detalle, mientras noto la caricia fría y suave del chocolate mezclado con la vainilla que desciende por mi antebrazo y que cae sobre mi muslo, justo antes de la rodilla. Son hormigas rojas, de las pequeñitas. Se introducen por todas las grietas del caparazón roto y con una sobrecogedora efectividad colectiva van eliminando lo que, tan sólo hace unas horas, era un caracol. Me he olvidado del helado que ya embadurna mi brazo y mi pierna. El espectáculo de la muerte me absorbe y me sobrecoge. Ajenas, las hormigas continúan con absoluta normalidad con su ir y venir, la muerte del caracol no significa más que las gotas de vainilla y chocolate que han llegado al suelo y que ya atraen a alguna de ellas.

Sin darme cuenta, restriego la mano por mi camisa azul claro. De repente, me imagino la reprimenda de mi madre y la burbuja mágica en la que estoy sumergido, que me aísla de todo lo que está sucediendo más allá del espectáculo que la naturaleza me está brindando, se resquebraja. Me levanto rápidamente y con mi sandalia de tiras marrones aplasto la carnicería en un acto reflejo que intenta impedir que la realidad de la muerte se grabe en mi memoria. La brusquedad del final de la escena me impide saber, de momento, si lo he conseguido.

Camino rápido entre el aroma de los limoneros y la hierba luisa. Con un cierto temor por la mancha de mi camisa azul claro me voy acercando a la reunión de sobremesa familiar que tiene lugar en el centro del jardín, a la sombra que proporcionan cuatro plátanos. Mi abuela se adelanta a mi madre, y a todos los demás, y me reprocha airosamente el desastre que he hecho en mi camisa azul que ella me había regalado el día de mi aniversario, en primavera.

Recibo una tormenta de gritos, incluso de mi abuelo; soy el protagonista involuntario de un juicio sumarísimo, pero no me preocupa demasiado. Las hormigas entre las babas de caracol me tienen apresado. No he podido olvidar. Hoy he sembrado en mi consciencia la semilla del miedo al final.
No entiendo la admiración que despiertan esos insectos en la mayoría de la gente, debe ser por su fama de laboriosas, supongo. Yo prefiero el carraspeo perezoso de las cigarras durante el mes de agosto, cerca del mar. Disfruto con su música, mientras en la esquina de la terraza, me siento tranquilamente, con mi gorra puesta y con paciencia, voy aplastando con el dedo índice las hormigas que vienen y van de su nido en fila india. Hace años que intento pulir mi técnica para llegar a la eficiencia que tenía mi abuelo, pero ni él logró, ni yo lograré acabar con ellas. Ya estoy convencido, son demasiadas.

jueves, 9 de octubre de 2008

El orgullo


(Cerrado por vacaciones)
Desde la terraza observo la luz que se va adormeciendo y se retira con lentitud majestuosa por detrás de las montañas. Es una despedida sin ningún atisbo de discreción. Un desfile de colores rosas, amarillos y rojos anuncian la marcha del sol como los fuegos artificiales de una ceremonia de clausura. Siempre me ha parecido una paradoja la timidez con la que empieza a mostrarse cuando entra por la puerta oscura de la noche y la soberbia con la que se despide después de su diurno reinado. No acabo de entender esa obsesión por marcharse con ese derroche de lujo y de fanfarrias.

Durante la cena, en la que estamos disfrutando del espectacular colofón del día, Francesc nos cuenta la visita a su amigo Pedro Guerrero Izaguirre, un antiguo compañero de juventud con el que estudió la carrera de marino. Un personaje peculiar que ha decidido imitar al sol. Se ha hecho confeccionar un uniforme blanco con los galones dorados adornando los puños y los hombros para ponérselo –mejor dicho, para que se lo pongan– el día de su entierro.

Mi suegro nos cuenta, con una cara que conserva aún los rasgos de la sorpresa y de la incredulidad causados por el nostálgico reencuentro, los paseos por Girona del marino de secano, engalanado con su uniforme blanco. Sale a pasear cada dieciséis de julio, día de la Virgen del Carmen, y lo repite dos días después. El ritual ridículo y nostálgico es una especie de ensayo general, un ensayo de una obra que él nunca verá. A pesar de las miradas de extrañeza que le dedican los paseantes, no tiene ningún reparo en salir de esa guisa por una ciudad que no tiene mar y en la que hace años ni la Guardia Civil pasea uniformada por sus calles. Más que peculiar, Pedro Guerrero Izaguirre es un tipo raro.

Después de comentar entre risas y mejillones el cuento del marino presumido, salimos a saborear un buen café. El tul refrescante de la marinada nocturna nos envuelve en la terraza, desde la que ahora ya sólo podemos ver la luz intermitente del faro de Sarnilla –que cada cinco segundos nos envía un destello– y el perfil de la costa contorneada por multitud de lucecitas que anuncian que otros como nosotros están disfrutando de la noche. La oscuridad en la que nos ha sumergido el desfile solar sólo nos permite intuir que el mar azul y vigoroso continúa ahí, permanente, como si estuviese escondido esperando la vuelta del emperador del cielo. El mar no necesita grandes ceremonias para demostrar toda su elegancia, cuando los destellos del nuevo día aparezcan con timidez, él continuará en su sitio de siempre, eterno, nunca se despide. El mar está siempre.

Me voy a dormir pensando en el marino ridículo y en cómo, con los años, no se le ha pegado nada de toda la sabiduría que el mar atesora. Ese mar que debería haber sido su maestro. Estoy convencido de que lo intentó, como lo intentan siempre los buenos maestros, pero la impermeabilidad del alumno no lo hizo posible.

La ceremonia está oficiada por un predicador negro. Su cara se esconde detrás de unas grandes gafas oscuras de montura dorada. La sotana de satén fucsia está adornada con un peto de bisutería de vivos colores mezclada con lentejuelas doradas, que no desentonan con la montura de las gafas. Los gestos eléctricos del oficiante activan como un resorte los cánticos del coro que tiene situado detrás. Los componentes del grupo de voces negras levantan los brazos para incitar a los feligreses, que nos vamos sumiendo en un estado de euforia creciente, a que rindamos un homenaje festivo al protagonista inmóvil del festejo.

Estoy inmerso en una ceremonia absolutamente embriagada por las notas de góspel, en una especie de baile alrededor de un ataúd blanco en el que reposa, con rostro alegre, el amigo de mi suegro enfundado en un uniforme también blanco. El féretro es el tótem en el que todas las miradas confluyen. Los galones que adornan las mangas y hombros del difunto son de neón rojo y verde, se iluminan intermitentemente, como un faro, como una cruz de farmacia, transformando la sala en una especie de discoteca en la que los haces de luz multicolor surgen desde dentro del ataúd, como si se tratara de un cofre mágico en el que un genio estuviera dormido y una tribu de enfervorizados danzarines bailara a su alrededor para despertarlo.

De repente, cuando el ritmo acelerado, impuesto por el maestro de ceremonias, lleva a la congregación a un éxtasis colectivo, la figura del marino iluminado con neones se eleva desde su refugio como un muñeco de feria impulsado por un muelle en el interior de una caja de sorpresas y mira estupefacto el jolgorio en el que está inmerso.

No se imaginaba poder participar en la ceremonia de su propio funeral, pero aunque nunca lo hubiese imaginado, así era. Al darse cuenta de cómo estaba transcurriendo el evento, su rostro dibuja una mueca desencajada. No tenía previstos ni los cánticos ni los neones, esperaba una ceremonia más protocolaria, con elegías sobre su persona y llantos sentidos o al menos comprados. Esperaba una ceremonia con algo más de espíritu castrense.

Mientras «Pedro el Ceremonioso» pega un salto y sale corriendo despavorido, envuelto en luces de colores entre los cantantes del coro, que ni siquiera se dan cuenta de la huida del teórico protagonista de la fiesta, la limpia claridad del joven día que empieza a desperezarse, me devuelve a la realidad del mar con su vaivén de olas. Continúa indiferente a los sueños de todos los que, a su orilla, durante la noche, nos hemos sumergido en ellos.

Las calles estrechas de paredes blancas, que aún conservan la frescura de la noche, durante la que la brisa que me acompañó a la cama se ha transformado en tramuntaneta, están casi vacías. Desciendo por las calles escalonadas hacia la playa. Recojo el periódico en el quiosco que está más cerca de la arena del paseo y le pregunto a su paciente amante que no cesa de acariciarla:

¿Escondes algún tesoro en tus profundidades, cuál es el secreto oculto de tu elegancia, me enseñarás a partir sin estridencias? No podría soportar hacer el ridículo como Pedro.

No puedo adivinar si ha escuchado mi demanda, no hay respuesta, casi seguro que seguiré soñando, deberé asumir el riesgo de acabar haciendo el ridículo.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Paseo


Hace tres o cuatro años que ya no me sucedía, pero hasta hace poco pensaba que se trataba de una adicción insuperable. Cada dos o tres meses notaba la llamada del barrio del Raval, el universo en el que nací. Un útero antiguo al que un tenue cordón umbilical me mantiene unido.

Muchos de los que no han nacido allí tienen la sensación de que existe una frontera invisible que les aleja y los protege del barrio, pero no existe tal frontera, ellos mismos la han dibujado en su imaginación. El barrio en el que nací es un territorio misterioso, construido por paredes de olores y ventanas de luces tamizadas por la estrechez de las calles cubiertas de sábanas y toallas tendidas a un sol, que se esfuerza diariamente en perforar un laberinto de recovecos escondidos, con la intención de llegar al suelo empedrado siempre húmedo. En estas calles antiguas se cruzan frenéticamente las razas lejanas con los hijos de los hijos de los nacidos allí y los turistas que pasean mirando sin ver el alma de ese mundo.

Hace dos meses que lo dejé en algún sitio, pero hoy soy incapaz de encontrarlo. No encuentro El Libro Negro de Orhan Pamuk. Mañana nos vamos cinco días a Estambul y me gustaría acompañar a Galip –el periodista turco protagonista de esas densas páginas– en la búsqueda de su esposa Ruya, que lo ha abandonado en ese magma osmótico de diecisiete millones de personas, en ese enclave único bañado por el Mar de Mármara, herido por el Cuerno de Oro y partido por el Bósforo.

Una urbe que tiene su origen en la colonización griega, que fundó en la costa oriental del mar Egeo enclaves como Éfeso, Pérgamo y Mileto. Ciudades que en mi niñez asociaba a las Cariátides y al Partenón, pero que estaban más allá de Atenas. Vecinas de lo que ahora conocemos como Asia, más allá de nuestras fronteras, cercanas al misterioso oriente, misterioso, al menos, para mí. Estambul, la frontera. Una capital imperial rebautizada por Constantino en un alarde de egolatría romana. Una membrana porosa que separa civilizaciones, formas distintas de entender una realidad a la que todos intentamos acercamos sin llegar a tocarla nunca. Un caleidoscopio en el que se esconden los cristales de colores que dibujan lo que somos.

Me zambullo en el barrio desde la Ronda de Sant Pau. En el bar que está situado enfrente de Can Lluís, uno de los pocos restaurantes en los que aún se pueden comer en Barcelona riñones de cordero a la brasa, en la calle de la Cera, un grupo de hombres del Magreb discute acaloradamente, en un idioma con la peculiar musicalidad de las lenguas de nuestro sur. La verdad es que no sé si se trata de una discusión como la entendemos nosotros o de una animada conversación.

Mis vacaciones en Estambul se han clavado profundamente en mi memoria, mi memoria que ya es un poco de allí, mi Raval también es las calles de Tiyatro, Balipasa, Mithapasa, donde grupos de hombres sentados en las aceras beben café turco mientras ven un partido de fútbol en televisores colocados en el exterior de los cafés, hermanos, todos ellos, del que está en la calle de la Cera. Son calles que descienden abruptamente desde el Gran Bazar. Una vez cruzada la avenida Yeniçeriler ocupada por el tranvía, bajan repletas de retales de cuero y bolsas de desechos de la frenética actividad comercial, hacia el mercado del pescado, en el barrio de Kumkapi bañado por el Mar de Mármara, donde esperan pacientemente los petroleros que se dirigen al Mar Negro.

Continúo por la calle del Hospital hasta la rambla del Raval y me desvío por la calle San Rafael para rendir homenaje a Casa Leopoldo, un merecido homenaje a su «cap y pota amb cigrons», que invade mi boca de siglos de abuelas cuidando las cocinas de nuestras casas. Los azulejos de las paredes del comedor fabricados en las orillas del Mediterráneo son herederos de las exquisitas piezas de Iznik que recubren de azul y de rojo armenio las paredes de Rüstem Pasha Camii, una delicada mezquita con un solitario minarete, cerca del mercado Egipcio de las especias. Un secreto bien guardado, al que se sube por una vieja escalera de piedra que nace en un portal escondido detrás de un bar con aspecto de churrería, en un barrio denso en el que es imprescindible sortear a vendedores ambulantes de melones y sandías, colocados en los carros con el esmero y el cariño del que sabe apreciar el milagro de la vida de la tierra y del sol.

Doblo por Robadors, antiguo templo de las meretrices del Barrio Chino, hasta Sant Pau, que me conduce a la Rambla de les Flors. La calle universal de mi Barcelona del alma, de mi alma de niño, el alma de mi historia.

La gente que pasea desde la plaza Catalunya hasta Colón, esa figura que nos señala perennemente hacia otra frontera más allá de los infiernos que anunciaban las columnas de Finisterre, alimenta el caudal de esa riera mediterránea que fluye tranquila, pero que está nerviosa por dentro.

Istiklal Caddesi es un caudal amazónico de gente que comparte sin preocupación el paseo con un tranvía rojo, que recorre esta calle desmesurada desde la Torre Gálata hasta la Plaza Taksim, el símbolo de la nueva Turquía de Ataturk. La que aún impide a las estudiantes entrar con pañuelo en las Universidades, la que quiere entrar, al menos la que creemos que quiere entrar, en la Comunidad Europea.

He dejado atrás la Plaça de Sant Jaume, nuestra pequeña Taksim, y me dirijo por la Via Laietana, la memoria asfáltica de la operación de oxigenación del barrio de la Ribera, hacia la Plaza Urquinaona. Me voy acercando al Eixample y tengo la sensación de acercarme a Europa, paso delante de un café idéntico al que vi en Roma y en Londres y en New York, al lado venden alitas de pollo con el mismo sabor que las que comí hace dos veranos en Boston, las mismas que comí en otoño, en un paseo fuera de horario en París. Tengo la sensación de entrar en nuestro club privado y que McCreevy, el portero, me saluda con una mueca de satisfacción.

martes, 15 de julio de 2008

Teufelkreise


Me gustan las cartas viejas, soy uno de esos enamorados de los sellos antiguos, filatélicos nos llaman. Tenemos fama de aburridos, de antiguos –cosa de viejos–, pero a mí me gustan los sellos y no sé si soy antiguo y aburrido; es cierto que algunos lo piensan, incluso algunos me lo dicen, pero yo no me considero ni lo uno ni lo otro. De viejo, prefiero no hablar. Estos días me está resultando difícil digerir que, al entrar en casa, me encuentre con un tipo más grande que yo, y que ése sea mi hijo. Acostumbrado a jugar de pívot y a ser el más alto de la clase, la cuestión de la vejez y de la merma la llevo a flor de piel.

Me gustan esos papelitos que guardan retales de historias; coleccionándolos, parece que puedas guardar un poco el tiempo, esa anguila escurridiza que se nos escapa entre las manos para perderse en el río de todos los tiempos.

Desde hace tres años, participo en un foro virtual de amigos de los sellos y me lo paso en grande. Las nuevas tecnologías me han acercado a amigos que, de otra manera, no serían ni amigos imaginarios. En mi rincón de casa, donde puedo vivir tranquilamente con mi desorden, me conecto con ellos.

No soy un forofo de las máquinas informáticas, ni me leo las revistas de novedades para estar a la última, pero tengo decidido cambiar todo mi equipo. La semana pasada estuve en casa de mi cuñada. A su marido no le gustan los sellos, pero, en cambio, él sí que compra todas las revistas de novedades informáticas. En una esquina del salón de su apartamento tenían un ordenador nuevo. Decidí que quería uno igual. Sin probarlo, sin saber nada de su tarjeta de vídeo, ni de su procesador, ni de la RAM, ni de la ROM, ni de nada, quiero uno igual, ¡sin cables!

Nunca, hasta hoy, me había atrevido a comentar con nadie mi odio profundo a los cables de los equipos informáticos, no me había atrevido porque pensaba que ese odio era una manía llevada al extremo de la irracionalidad. Pero, cuando salió el Sr. Roca de la farmacia, supe que declararía la guerra a los cables de ordenador.

Su calva brilla como el mármol pulido, barnizada por tantos días sin pelo. Ni uno. Un bigote oscuro, de esos que ya no se llevan, compensa, en parte, su calvicie. Siempre está risueño. Le acompaña una cartera de oficinista con la que va cada mañana al parquet de la Bolsa a seguir sus inversiones. Compra y vende después de analizar los gráficos y descubrir en ellos las tendencias que esconden. Es economista y abogado. Estudió Economía en su juventud y ganó unas oposiciones durante el franquismo para entrar en el Ministerio de Hacienda. El mes pasado, acabó la carrera de Derecho, con la que no ha disfrutado demasiado. Le gustan las normas, pero prefiere las leyes de los números a las de las persona. Después de su paso por la Administración, trabajó muchos años en una multinacional alemana, allí en Leverkusen. Una vez por semana viene a tomarse la tensión y hablamos de la bolsa y de política. Es un tipo peculiar, un germanófilo, republicano, nacionalista y conservador, pero sobre todo es un conversador. Le entusiasma hablar de lo que sea que le permita decir algo en alemán.

Cuando me ve salir del despacho, me saluda educadamente, acaba de tomarse la tensión, el tratamiento que le han indicado no acaba de regulársela. En su caso, obviamente, no se trata de incumplimiento, sencillamente no aciertan con la combinación de fármacos adecuada.

– Le veo malhumorado, Sr. Francesc. No se preocupe, ¡la bolsa volverá a subir!

– No es eso, Sr. Roca, no es eso. Estoy harto de los cables del ordenador. Si falla algún aparato y tienes que arrodillarte para desconectarlo, ese barullo infernal de cables entrelazados me saca de quicio, parece que los gusanos de plástico escojan siempre el camino más difícil. ¿Cómo es posible que se arme ese lío sin que nadie los toque? A veces, me pregunto si algún duende maléfico se dedica a embarullarlos sin otra intención que hacer la madeja lo más enmarañada posible.

– Yo tengo un ordenador sin cables, lo compré en mi último viaje a Alemania. De todas formas, esa tendencia al lío no es exclusiva de los cables de ordenador. En todos los conflictos y en las negociaciones para resolverlos aparecen duendes que se dedican a dificultarlas. Se confunde, a menudo, el debate abierto y ordenado con las declaraciones sin ton ni son. Se confunde el canto coral con el ruido y el ruido no amansa a las fieras. El ruido sólo es capaz de generar más ruido, como si se tratara de un círculo vicioso, diabólico. ¡Teufelkreise! Los alemanes tienen esa palabra para definirlo. Con una tienen bastante. Son eficientes incluso en el idioma.

Mientras el Sr. Roca se va, después de escuchar su larga receta para romper el círculo vicioso en el que ha caído la economía, intento memorizar: Toi…Toifelcr….Toifelcraise.

La informática ha encontrado la solución, la conexión sin cables. Algunos piensan que existe una solución igual de mágica para el conflicto en el que está inmerso el sector de las farmacias en Europa y que allí lo que sucede es que unos duendes maléficos son los que nos complican la vida. No es así, no.

Los modelos pueden organizarse desde concepciones distintas de los mercados, de las profesiones y de los intereses. No existen soluciones mágicas. Que nuestra concepción de la farmacia salga reforzada del debate que se ha generado requiere perseverancia, argumentación y apoyos. Las condiciones para intentar conseguir el éxito tienen que ser que exista un debate interno ordenado y transparente, unos objetivos claros y una voz que transmita sin interferencias lo que la mayoría de los farmacéuticos queremos y creemos. ¿De eso se trata, no? Lo que es imperdonable es que los duendes estén dentro del propio sector.

lunes, 30 de junio de 2008

Sueños


Cuando la luz tamizada entra por el patio interior son las siete de la mañana, pero no es una luz nueva. Es la misma de ayer y la de anteayer. Hace semanas que no sueño, las noches son un paréntesis sin palabras dentro. El tiempo es como una cadena sin fin de luces y de sombras que me tiene atrapado. Sin descanso, sin sorpresas.

No encuentro consuelo al pensar que millones de personas sienten lo mismo en estos momentos, en una especie de comunión monótona. Dentro de dos horas estaré con unos cuantos miles de ellas en el circuito matinal en el que se celebra la carrera que finaliza en el trabajo. Caras que están levemente impresas en la memoria van apareciendo, en la esquina, en el metro, como señales que me indican que voy por el camino correcto.

Puede ser que hoy mi día tenga algún destello. Cuando acabe la jornada, a las dos, me acercaré al Círculo Ecuestre, un club con señorío británico en el que han habilitado algunos salones para servir almuerzos y cenas. Estoy invitado a la proclamación de los premios que cada año organiza Ediciones Mayo.

Un portero uniformado de un gris verde impecable abre las puertas a unas señoras que descienden por la calle Balmes, unos pasos delante mío. Ya hace unos metros que he apostado conmigo mismo sobre la posibilidad de que entraran en el mismo lugar al que yo me dirijo. He ganado, aunque la apuesta se paga mal, era muy fácil acertar observando su forma de vestir y teniendo en cuenta la cercanía del edificio que hace esquina con la Diagonal.

Aprovecho la entrada de las damas, que son saludadas cortésmente, para entrar también. Pregunto a una azafata situada de manera estratégica dónde se celebra el almuerzo y subo por una escalinata que acaricia espiralmente las paredes mientras me ofrecen copas de vino blanco, que rechazo con amabilidad, porque corresponden a una fiesta distinta, que se está celebrando en el piso inferior al que me dirijo.

Al llegar al segundo piso, el vino ya ha sido retirado. La reunión-almuerzo, tan en boga actualmente, tiene lugar en uno de los cuatro saloncitos que están situados alrededor del distribuidor en el que desemboca la amplia escalinata. El centro está ocupado por cuatro sillones de piel marrón; no resisto la tentación de sentarme en uno de ellos y comprobar que la comodidad absoluta existe. Desde el sillón puedo ver una puerta semiabierta y, a través de la abertura indiscreta, uno de los saloncitos ocupado por una mesa de billar cubierta por un tapete verde. En la puerta contigua los invitados empiezan a sentarse en los sitios asignados mediante una elegante tarjeta con la que acabaré fabricando algún objeto inútil de papel, mientras degusto unos fresones, que me sirven como sucedáneo de las fresas que pido; son ya tantas veces, que me resigno sin advertir al camarero que un fresón no es una fresa grande.

La comida ha sido rápida. La ensalada, la carne enmascarada con una salsa difícil de describir, pero sabrosa, y el vino blanco –me comenta mi vecino de mesa que es el mismo que han servido en el aperitivo y que yo no había podido probar– se mezclan con las respuestas de los premiados, dos de los cuales son colegas de profesión: Flor Álvarez de Toledo y Manuel Pérez Fernández; éste, como presidente del Real Colegio Oficial de Farmacéuticos de Sevilla, premiado por su labor informativa al paciente.

La elección de Flor Álvarez de Toledo como farmacéutica del año me da la oportunidad de reencontrarla y escucharla. Hace algunos años que sólo he podido leer lo que escribe y lo que escriben de sus trabajos y de su trayectoria.

Hay personas que, con el paso de los años, pierden brillantez, es como si los días les bañaran con la luz monótona que me ha despertado esta mañana. Flor no es de ésas. Sus palabras tienen brillo, serenas pero incisivas, más incisivas en privado que en público porque le adorna la prudencia. Son respuestas convencidas y que convencen. En sus palabras se nota que sus sueños son parte de su vida. Le preguntan sobre la atención farmacéutica, sobre lo que piensan de ella –de la atención farmacéutica– los médicos y las razones de su lento desarrollo.

Sus respuestas son coherentes con su trayectoria, pero me sorprende su seguridad al afirmar que una de las características que definen a los farmacéuticos es que somos buenas personas. Yo no me hubiese atrevido a decir eso en público.

Ha sido un acto cordial que tendrá su continuación nocturna en el concierto en el Palau de la Música. Después de las despedidas de rigor, desciendo por el caracol blanco. Mientras bajo, puedo observar la luz que ilumina el Financial Times que un socio del club está leyendo en la pequeña biblioteca situada enfrente del bar; allí, frente a un barman inexperto que tiene dificultades para encontrar la botella de Talisker, voy realizando el examen de consciencia particular que las palabras de Flor me han provocado.

Empiezo mi paseo caminando en diagonal hacia el mar, en una procesión en la que el tótem fálico de Jean Nouvel me sirve de zanahoria para avanzar. Voy hacia la farmacia, dejando atrás el anonimato del centro. Me acerco a mi barrio, el antiguo «poblet». El señor Martí, que cuando va de compras al Corte Inglés aún dice que baja a Barcelona, me pregunta si el colirio para su maltrecho ojo está caducado después de diez días de uso. Me cruzo con Juan, el amo malcarado de la tienda de maletas, que me agradece las gestiones que le hice cuando su hijo no encontraba el antidepresivo que necesitaba. La Sra. Sánchez me da recuerdos para mi madre, a la que siempre agradecerá la inyección de Urbasón que una noche le puso a su hija, y la Sra Ulldemolins me comenta que su hija, gracias a la terapia que está siguiendo, ha aumentado un poco de peso; acerté al llamarla después de observar que Mireia venía a pesarse cada día y sugerirle que el comportamiento de su hija adolescente podía ser un síntoma de algún trastorno del comportamiento alimentario.

Tengo la sensación de llegar a casa y que mis vecinos confían en mí. Detrás de las palabras de Flor, seguramente, está el secreto de la solidez de nuestra posición en el mundo de la salud. ¿Dónde reside el verdadero prestigio del farmacéutico? En que tenemos una vocación científica, una buena formación sobre las bases del medicamento y en que la gente confía en nosotros porque estamos cerca de ellos. Somos buenas personas. Como dice Flor.


(A lo mejor, hoy sueño, ojalá.)

miércoles, 11 de junio de 2008

El salón de casa


Por las mañanas cierro la puerta y, al girarme, a veces, no aprieto el botón del ascensor. Bajo por las escaleras. Cuando vuelva por la noche las subiré. Tengo la sensación de que estoy engañándome. Hace un par de años que he descuidado mi estado de forma. Me he engordado. Mi mujer me repite insistentemente que me conviene volver a moverme un poco. Mañana empiezo. Tiene razón.

Voy descendiendo dando vueltas por la espiral de mármol en la que desembocan las viviendas de los vecinos del edificio, un desagüe de intimidades inodoras en el que, sólo de vez en cuando, se vierte algo de la privacidad escondida. Paso fugazmente por delante de las puertas cerradas sin notar nada de lo que esconden.

Me agacho para recoger el periódico, es cierto, me cuesta más que antes. Realmente, tiene razón. Empezaré poco a poco.

Mientras introduzco la llave en el contacto y me abrocho el casco, revivo el encuentro que hemos tenido con el vecino del primero. Justo al llegar al rellano, estaba cerrando la puerta y he tenido el tiempo suficiente para ver una pared de color beis, un color neutro, ni frío ni caliente, de esos que quieren conjugar personalidad e invisibilidad. Aunque cueste creer que sea posible esta dualidad, los decoradores son capaces de conseguirlo y, por eso, cobran lo que cobran.

Una lámpara sutil y una silla de cuero marrón me dan una pista fugaz sobre la casa de mi vecino del primero.

– ¡Pasa, pasa! Parece que vas justo de tiempo.

Se aparta amablemente para dejarme espacio en mi descenso hacia el mundo público que me espera.

– Eso de las motos es peligroso, te vas confiando y, al final, acabas creyendo que no necesitas tiempo para llegar con puntualidad a donde quieres ir. –le comento a modo de excusa por mi premura.

Mi vecino es periodista y trabaja en un periódico ilustre, con muchos años de historia en sus páginas, el periódico de toda la vida, el que me cuesta recoger cada mañana, un periódico con un cierto toque aristocrático apropiado para la condalidad de la ciudad. Es discreto, ni alto ni bajo, delgado, aunque nunca le he visto subir a pie por las escaleras. Su pelo es castaño claro, casi rubio, liso y peinado con una raya en la izquierda que le rejuvenece. Tiene dos hijos pequeños a los que veo estirarse con la sorpresa con la que se ve crecer a los hijos de los otros. Su mujer es pequeña, con unos tirabuzones rojizos que alegran su aspecto contenido en exceso.

Estas vecindades son tan asépticas porque los otros van pasando por delante de nuestros ojos como los personajes de una película, incluso pueden llegar a ser más irreales, porque las emociones de los personajes imaginados nos conmueven durante una buena sesión cinematográfica. Los vecinos son como los anuncios que pasan mientras esperas que las luces se apaguen. Algo que ni se escucha, ni siquiera se ve, porque en ese momento las palomitas de maíz son lo más importante. Sin embargo, una vida se cuece detrás de esas puertas que cierran su casa a las miradas extranjeras, barreras que protegen su intimidad. Los misterios que esconden esas barreras me provocan que me pregunte, mientras introduzco la llave en la reja que cierra la farmacia, ¿cómo debe tener organizado el salón de casa, y el dormitorio?

Aunque pueda parecer lo contrario, no estoy interesado en las artes decorativas, lo que me intriga es tener a un desconocido tan cerca; pienso que si pudiera ver su casa sabría algo más de él, algo más de lo que me dejan intuir las miradas furtivas a través de la puerta entreabierta. Cuando pones los pies en casa de alguien, la atmósfera del otro te envuelve, lo que te permite conocerle mejor.

¿Iluminará su casa con una luz cálida que pinta una atmósfera de matices de miel mientras el sol abdica de su reinado y empieza su destierro más allá de las terrazas de los edificios de enfrente o, en cambio, lo hará con una fría luz halógena, en un vano intento de apresar el brillante fuego real del día?

Voy encendiendo los fluorescentes que dan luz a las estanterías repletas de cajas de colores y los chorros de luz que fijan la vista en los expositores que invaden el espacio encima del mostrador.

¿Colgará desordenadamente de la pared las fotos de los viajes con sus hijos, construyendo un laberinto de recuerdos del que sólo conocen el camino de salida los que las han colgado, o colgará un espejo que reflejará fielmente la imagen de cualquiera que entre en su mundo particular?

Paso detrás del mostrador, a mi mundo particular que dentro de pocos minutos será una puerta abierta para cualquiera que entre en busca de algún remedio, para cualquiera que necesite de un consejo, un espacio en el que intento que no existan barreras. La farmacia no puede ni debe tener las puertas cerradas, las barreras no caben en el mundo de la farmacia, porque su accesibilidad es una de sus razones de ser.

La imagen de la silla marrón que he captado del mundo privado de mi vecino vuelve como una pista que me acerca al enigma del piso de abajo. Mientras voy detrás de la solución, entra mi primer cliente y me doy cuenta de que ha penetrado en mi mundo, de que está completamente abierto a su mirada y lo que en él ve le dará pistas de lo que yo hago y de cómo soy. Cuando marcha, me pregunto lo que pensará de mí. ¿Mi mundo, mi farmacia es un reflejo de lo que hago?

Puedo caer en la ilusión de pensar que exclusivamente lo que digo y hago es lo que mis clientes captan, también como tengo organizado y repartido el espacio de mi farmacia da pistas al que entra en ella. Mi farmacia es mi atmósfera. Tengo que reflexionar sobre cómo la tengo organizada y si lo que se ve es un reflejo de lo que digo y de lo que hago. Me parece que tocan algunos cambios.

jueves, 29 de mayo de 2008

La llave


Matarile, rile, rile
¿Dónde están las llaves?
Matarile, rile, ron!!!
En el fondo del mar...
Esas cancioncillas que animaban las meriendas de pan con chocolate en el patio de la guardería, situada en una casa del barrio de Les Tres Torres, se han diluido entre pantallas planas de plasma y chips que transportan a los niños a mundos aparentemente virtuales, pero que son mucho más tangibles que el misterioso fondo marino de la canción. Una notas que permanecen olvidadas en los recodos de la memoria de los que las cantaron. Olvidadas como las fronteras que separaban Sarrià de Sant Gervasi, allí donde ahora se encuentra la zona residencial de Les Tres Torres, viejos pueblos situados en las estribaciones de la Serra de Collserola y que durante el final del siglo XIX y principios del XX fueron engullidos por la gran urbe de Barcelona.

Donde estaba plantada aquella torre de veraneo que había pertenecido a alguna familia de la alta burguesía barcelonesa, ahora se erige un edificio acristalado de oficinas. Los niños, enfundados en batas a cuadros azules y blancos, que jugaban mientras comían membrillo tricolor se han transformado en atareados hombres y mujeres de negocios.

Siento una cierta nostalgia. Tenemos la tendencia de etiquetar la nostalgia como algo propio de los viejos, que miran más lo que ya ha sido, que lo que va a ser, porque ¡¡el futuro es de los jóvenes!!, nos embuchan desde los altavoces mediáticos que no paran de emitir anuncios. Una plaga de acné está diezmando los valores de los veteranos debido a esa obstinación por el recambio de cualquier objeto… o persona, que aparente algún signo de antiguo.

Y el misterio es antiguo, tan antiguo como las ganas de conocer y de saber, tan antiguo como nuestro principio, aquel principio que nos expulsó del paraíso por querer probar una simple manzana. Cuando bailábamos cogidos de las manos al ritmo del Matarile, rile… ya nos estábamos entrenando para ser hombres y mujeres, para preguntarnos dónde se encontraban las llaves de nuestra existencia que estábamos estrenando, con esa ilusión que revolotea cuando los niños juegan.

Las preguntas siempre son las mismas y nuestros días, nuestras horas, nuestros instantes son la búsqueda de las respuestas. Sin esas preguntas el tiempo no tiene sentido. Ni su paso, ni su fin. Buscar el origen es nuestro destino, la obligación de los que tienen credo y la devoción de los que no les importa no tenerlo.

En el fondo del mar, en ese fondo a veces inaccesible, deben estar esperándonos muchas llaves.
¿Dónde está el fondo, dónde se encuentra el fondo de la cuestión?, me pregunta Eugeni, en una de nuestras conversaciones telefónicas.

Eugeni es un amigo farmacéutico con el que de vez en cuando hablamos del lejano Mar de Andamán, en el lejano Golfo de Birmania, un paraíso para un enfermo de la pesca como él. Ha recorrido islas y mares buscando el latigazo adrenalínico del mítico giant trevally, un atleta de los mares, un pez musculoso y plateado, un torpedo asesino de los arrecifes, capaz de tensar el sedal hasta convertirlo en una navaja cortante. Eugeni es un apasionado pescador, pero esta vez no estamos hablando de peces, hablamos de farmacias. Me comenta que hace unos días, en una reunión de farmacéuticos, de los que siempre han apostado por la moderación, se mascaba un cierto sentimiento de rebeldía:

– A lo mejor ha llegado el momento de plantarnos…

– ¡Ese pactismo enfermizo causado por el miedo a que nos liberalicen el sector, esa claudicación por el peligro de males mayores debe terminarse! ¿De qué nos van a servir ahora todas las concesiones hechas?

Estas frases, que en otros momentos no hubieran sido habituales en esos círculos, ahora dibujaban un decorado de reivindicación.

En un momento en el que la rentabilidad de las farmacias disminuye de una forma clara y objetiva, es comprensible y justificada la preocupación y la queja, pero también es preocupante que la reflexión y las decisiones queden ensombrecidas por una cortina de terciopelo morado que dificulta mirar más allá.

– Frases bonitas, que no calman la preocupación, ni aportan soluciones…

Sería una equivocación no reconocer que el sector está en un momento delicado, que tenemos un problema importante. El reconocimiento colectivo de esta situación debería ser el paso imprescindible para tomar la decisión de zambullirnos en el incierto mar de nuestro futuro.

Seguramente la llave está en el fondo de lo que nosotros estemos dispuestos a buscar en el corazón de nuestra profesión y de lo que seamos capaces de contratar con nuestro mayor cliente, el sistema sanitario público, que realmente es el que necesita una red de establecimientos sanitarios como el nuestro. No busquemos en otros mares, éste es el que nos conviene. Sería de ilusos suponer que va a ser fácil y de irresponsables pactar a cualquier precio, pero el objetivo es ése y no otro. Necesitamos negociadores que sepan pescar en ese mar y que no pierdan el norte.

No se me ocurre un argumento más sólido que cimiente, que explique de una manera coherente, un modelo como el nuestro. Un simple paseo por el mundo más cercano nos refleja que la organización de un sector farmacéutico puede realizarse desde perspectivas distintas y los resultados pueden ser suficientemente satisfactorios para la ciudadanía. No nos sirve demasiado decir que lo nuestro es lo mejor, es imprescindible añadir más contenido a nuestra aportación a la cadena sanitaria.

Alguna de las llaves de nuestro futuro está en los contratos que firmemos con el sistema sanitario público. Todo parece indicar que las regulaciones sobre las que se ha construido nuestro sector van a sufrir cambios más o menos profundos, no podemos dejar de estar vigilantes a ellos, pero nuestro futuro también se empezará a construir con los acuerdos a los que lleguemos con quien compra la mayoría de nuestros servicios.

Matarile, rile, rile
¿Quién las irá a buscar?
Matarile, rile, ron

martes, 20 de mayo de 2008

Éxito


Salvador es un tipo con éxito. La elegancia –que nosotros, en una mezcla de admiración y menosprecio, adjetivábamos de pija– ya se intuía en la forma de vestir que tenía en los años setenta. Lo recuerdo con sus mocasines color burdeos, brillantes hasta el exceso, combinados con unos tejanos gastados en su justa medida –siempre con la etiqueta roja en el bolsillo trasero derecho–, su cinturón de piel ocre y un jersei verde esmeralda con un cocodrilo cerca del corazón.

La evolución de Salvador ha sido constante e imparable, ahora es un perfecto caballero que ha cultivado con esmero, constancia y con muchas cenas de kiwi y queso fresco, esa elegancia natural que algunos tienen grabada en algún rincón de su genética. Los trajes que viste actualmente se adaptan a su cuerpo con precisión italiana y esconde sus ojos –innecesariamente– detrás de unas pantallas negras, que acentúan un cierto aire de misteriosa superioridad, pero en lo que realmente destaca es en su habilidad especial para escoger la corbata que va a utilizar.

Esa elección es una parte fundamental de un ritual matinal que repite con la misma disciplina y vocación con las que Enriqueta –la vecina del piso de abajo de la casa de mis abuelos– se ponía la mantellina para acercarse a su misa diaria de las ocho. Me pregunto como es posible escoger la más adecuada, de las casi cien, que almacena cuidadosamente en el vestidor de su habitación, pero por difícil que parezca, él lo consigue siempre. ¿Será un premio divino a su devoción matutina?

Sinceramente, espero que Dios no dedique parte de su infinito tiempo repartiendo favores a quien tiene la virtud de la elegancia, pero con o sin intervención divina, lo cierto es que Salvador es un modelo para muchos y un ejemplo a seguir. Lo que más admiro de Salvador es su coherencia y su constancia. Ha sabido desarrollar unas aptitudes naturales y ha conseguido elaborar una imagen sólida.

La terraza en la que hemos quedado para ir al pabellón de deportes donde juega nuestro equipo favorito está iluminada y calentada por un sol de mayo. Mantenemos una buena relación desde que jugábamos en el equipo de la escuela. A mí me tocó fajarme durante diez años debajo de los tableros, donde aprendí todos los trucos y las triquiñuelas de los hombres grandes del básquet, sin las que era imposible tener éxito; Salvador, en cambio, era un tirador, un tipo con estilo y el máximo anotador del equipo. Nunca defendió demasiado, todos lo sabíamos, incluso él lo sabía, pero siempre metía más puntos que nadie y era, además, el que se ligaba a la más guapa. Lo dicho, un tipo con éxito.

Salvador se dedicó al marketing, en otra muestra más de su coherencia, y en estos momentos tiene una cartera repleta de clientes. Casi cada vez que nos encontramos acabamos hablando de la necesidad, de la urgencia, según él, de que elabore un buen plan estratégico para la farmacia.
Decido acercarme a nuestra cita, paseando tranquilamente. Es un día en el que se nota poco la polución y Barcelona parece limpia, como si la hubiesen barrido, fregado y abrillantado durante la noche. En mi paseo me voy deteniendo en las farmacias que se han renovado últimamente, que son muchas. Todo parece indicar que las reformas han sido rentables, los espacios están diseñados siguiendo directrices bien estudiadas. Las farmacias cada vez son más elegantes, me apunto las direcciones para preguntarle a Salvador si ha asesorado a alguna de ellas.

No me cabe la menor duda, Salvador, que es un profesional competente, es capaz de implantar soluciones de éxito para las farmacias, cada vez lo veo más claro. Este dinamismo del sector me parece un síntoma de buena salud, pero es preocupante que no existan modelos alternativos. En mi paseo no soy capaz de encontrar modelos exitosos centrados en parámetros distintos de los que Salvador resalta como fundamentales en sus informes.

«Espacio y más espacio para la exposición, para vender es preciso exponer adecuadamente y vender, no lo olvides, es lo que es rentable. Una lógica aplastante a la que es realmente necio substraerse ¿no crees?» –me habla, en un tono que desprende seguridad, el angelito vestido de Armani que revolotea cerca de mi oído izquierdo–. «Son farmacias en las que el farmacéutico vigila su espacio sin que se le note demasiado» –me susurra al oído derecho Pepito Grillo, ese romántico tocapelotas que no logro sacarme de encima–, «donde el farmacéutico se va convirtiendo poco a poco en un experto en logística, merchandising y gestión de equipos de ventas». «Lógico –insiste mi trajeado angelito–, para tener rentabilidad se tiene que aprender a gestionar. Una lógica contundente a la que es irresponsable negarse». «Son farmacias en las que el punto de encuentro entre paciente y farmacéutico se ha diluido en un bosque de expositores» –insiste, mi mosca cojonera particular. ¡Vaya jolgorio en mi cabeza!

Ya me he acostumbrado a vivir con este debate permanente en mi cabeza, no me preocupa. Lo que realmente me quita el sueño es que no he visto ninguna farmacia con un modelo exitoso basado en otros parámetros distintos a los que propugna Salvador. ¿No será que realmente no existe el éxito para los que no les atraen los trajes de Armani?

No queda mucho tiempo para poder demostrar que los farmacéuticos podemos edificar una farmacia con los cimientos basados en el paciente, en el medicamento y en su uso adecuado. No me parecen incorrectos los análisis y las propuestas de Salvador, pero me parece preocupante y arriesgado que el foco principal de la estrategia para conseguir el éxito deseado sea precisamente la salsa del filete y no la carne.

Si no somos capaces de establecer un modelo con recorrido y con ejemplos a imitar, me veo comprándole un proyecto a Salvador, de la misma forma que tengo que perder algunos centímetros de mi más que incipiente barriga, incluso seguramente tengo que comprarme unas gafas negras, muy negras y grandes, muy grandes. Y también dos o tres corbatas.

lunes, 5 de mayo de 2008

Bodas de plata


«Nos pasamos la vida celebrando cosas para convencernos de que la hemos vivido y corremos el riesgo de olvidarnos de vivirla realmente.» El presidente de la CCA (célula clandestina anticelebraciones) acabó con estas palabras uno de sus discursos enardecidos con los que siempre pone colofón a las reuniones de este grupúsculo, alineado en una de las corrientes menos radicalizadas de la misantropía.

En esas reuniones, los tres asambleístas que son la totalidad del censo de asociados ponemos en común la lista de celebraciones a las que no hemos asistido, lo que provoca un cierto ambiente competitivo para comprobar quien la tiene más larga. Son unas reuniones clandestinas a las que no acuden nunca nuestras respectivas mujeres, porque sólo se admite la entrada a los que presentan el carnet y, además, ellas, que no lo tienen, a menudo están en algún cumpleaños de algún sobrino, hermano, cuñada o amigo.

Soy militante también de un grupúsculo mucho más radicalizado, que actualmente está en un proceso de debate interno sobre la necesidad de asumir la lucha armada: el 3AI (avanzadilla anti amigo invisible); prefiero dejarlo claro por si alguno de mis lectores invisibles tiene un ligero atisbo de intención de regalarme alguna agenda electrónica con escáner y cámara de fotos submarina.

Veinticinco años de casado, veinticinco de colegiado, veinticinco «planeandos», veinticinco mil palabras ordenadas con la intención de contar historias para los que las quieran leer y no se aburran en el intento. No sé si las cifras son importantes en la vida, no creo que lo sean mucho, incluso pienso que son banales, aunque tengo la certeza de que los años que no se celebran también nos muescan la piel, ésos también nos marcan profundamente, tanto por todo lo que perdemos como por lo que ganamos con su paso.

Aunque parezca contradictorio –quién es capaz de mantener la coherencia en este mar de dudas–, voy a celebrar nuestras bodas de plata con una fiestaza con mis amigos del alma, un alma que, con los años, ya lo es de mi mujer también:

Perdut en el bosc humit
Perdido en el bosque húmedo
moro cada dia, esperant
muero cada día, esperando

Del llimoner
Del limonero
les llimones altives, ferint l’aire
los limones altivos, hiriendo el aire.

Del pomer
Del manzano
la poma dolça, ferint el teu cos.
la manzana dulce, hiriendo tu cuerpo.

Mi colegio me va a regalar una insignia de plata y voy a permitirme el lujo de celebrar particularmente mis veinticinco «planeandos».

De todas formas, en un intento de no abdicar de los postulados del CCA, voy a intentar que mis celebraciones se alineen formalmente con las estrategias aprobadas en su último congreso extraordinario. Voy a proponer a mi mujer que celebremos nuestras bodas de plata medio año antes de la fecha oficial y este «planeando» realmente es el veintiséis.

Creo que mi colegio será más estricto en los plazos, es comprensible, no es conveniente que las instituciones serias se apunten a los postulados antisistema. He decidido asistir al evento, aunque me dé una cierta pereza estar en la tarima delante de tantos colegas, y que éstos me vean como un veterano. Reconozco que recibir la insignia de plata va a remover lo que ya he vivido, porque aún el más escéptico de todos no puede negar que sus horas de profesión son horas de su vida y veinticinco años ya son un trozo de vida importante. No sé si seré un digno militante de la CCA, pero pienso comprarme una corbata para tal evento.

Aunque las palabras siempre han tenido un encanto especial para mí, la vida no me ha llevado a aprender el oficio de escritor, pero su atracción me ha hecho un osado usador de palabras. Un llenador de desiertos blancos, a imaginar historias que intenten explicar mi historia. A decir, sin oír ni ver lo que el otro te contesta. Escribir veintiséis «planeandos» ha sido una parte de mi vida emocionante porque he conocido a Berta, mi cliente favorita, al Sr. Domingo con su amiga la tensión, a la recauchutada de Port de Reig, a David Nurda y a Clara, que me entrena para sentir neutrinos, a Joan Borrai, a Carlitos, he reencontrado a mi viejo amigo Romà e, incluso, he viajado a Escocia y he ido a beber cerveza con Joe Cricket… ¡Un regalo! Por eso, quiero celebrarlo con mis amigos invisibles que quieran venir a mi fiesta quincenal.

No puedo no estar agradecido con quien me ha regalado esta oportunidad de recuperar las palabras escondidas, unas palabras que, con los años, con las obligaciones, con las ambiciones, han ido envejeciendo en esa pequeña recámara repleta de lo que queremos, escondida en la trastienda de lo que debemos.

Nos separa una generación, pero envidio su ilusión constante por una realidad –estas páginas en las que escribo–, la misma ilusión que tenía cuando éstas eran sólo un proyecto. Una ilusión fácil de sentir por lo que imaginamos, pero tan difícil de mantener por lo que tenemos. Una ilusión serena que se mantiene a pesar de las pequeñas o de las grandes dificultades. Con falsa modestia, rayando la coquetería, utiliza de vez en cuando la palabra provecto para adjetivarse; no sé si acierta en el adjetivo, de lo que estoy seguro es que espero poder mantener una ilusión parecida a la tuya cuando me toquen las bodas de oro. Gracias Josep M.ª Puigjaner.

Al repasar mi artículo he estado a punto de borrarlo de mi viejo portátil. ¿Cómo me he atrevido a mostrar, de una manera tan descarada, mis propias contradicciones? Estoy seguro que mis colegas de la CCA y de la 3Ai van a abrirme un expediente disciplinario e, incluso, corro el riesgo de la expulsión fulminante. Pero voy a asumir este riesgo. Ya me lo dice mi madre: «En el fondo eres un Robinson Crusoe de pacotilla.»

miércoles, 23 de abril de 2008

Los intocables


Los días soleados, cuando el viento hace ondear las sábanas tendidas y las enreda y desenreda como un gato que juega con un ovillo, me gusta mirar el baile de sombras en el suelo del patio y escuchar los sonidos que los trapos blancos lanzan al aire cuando los golpea sin piedad. En los momentos de pausa, cuando el aire se toma un respiro, antes de volver a ser viento, el aroma a limpio de la colada se esparce por el ambiente. Me gusta vestirme de ese perfume.

Esos momentos me sirven para ver las cosas con optimismo y limpiar, aunque sea temporalmente, recuerdos enquistados en las habitaciones oscuras de la memoria.

Cuando los días pasan machaconamente encapotados y los balcones de las estancias de la consciencia permanecen cerrados, una sensación de inmovilismo húmedo se apodera de todos los rincones. En esos días, es difícil desprenderme de la costra de pesimismo. Necesito abrir las ventanas para que el aire renovado se lleve los residuos de las horas ya vividas.

¡Son tan pocos los instantes que apuramos hasta el fondo!, que los retales del tiempo van dejando un poso con el que nos acabamos acostumbrando a convivir. Es recomendable, de vez en cuando, hacer limpieza. Limpieza a fondo.

Durante los veranos, en casa de mi abuela, dormíamos en el piso de arriba, en una habitación con un pequeño balcón desde el que podíamos ver las copas de seis pinos que daban sombra al jardín estampado de rosas agrupadas en parterres que mi abuelo vigilaba con esmero. Por la mañana, cuando mi abuela decidía que ya era hora de levantarse, entraba en nuestra habitación con una energía matinal desbordante. Lo primero que hacía era abrir el balcón y la luz derrotaba de una forma inapelable cualquier atisbo de penumbra.

Cuando era niño ya tenía la tendencia, que he mantenido con los años, de empezar el día con una cierta parsimonia. No acababa de acostumbrarme a esa vitalidad desbordante de mi abuela. Le daba un beso de buenos días, pero confieso que no se lo daba muy convencido. Mi mal humor duraba hasta que bajábamos a la cocina, donde nos esperaba el desayuno de pan tostado con aceite o con vino con una generosa capa de azúcar, y los domingos, chocolate suizo y melindros.

Mi abuela tenía claro que, para empezar el día, lo mejor era dejar entrar el sol y ventilar la habitación. Esa costumbre de mi abuela no está muy extendida en nuestras organizaciones corporativas, incluso en aquellas que están dirigidas por equipos que han sido capaces de impulsar proyectos innovadores. La tentación de mantener las ventanas del poder cerradas se va apoderando de los dirigentes, que llegan incluso a creer realmente que lo más conveniente para la profesión es la cerrazón. Por ese motivo, cada vez soy más partidario de limitar los mandatos, sencillamente para evitar esta tentación.

En organizaciones en las que la participación de los asociados en las asambleas y en las elecciones es muy escasa, la limitación de mandatos es una medida profiláctica imprescindible. No es conveniente que las renovaciones se produzcan sólo en momentos en los que las tensiones sean la espoleta necesaria para que se avive el debate y se incentive la reflexión del colectivo. Dejar paso a nuevas formas de dirección y a nuevas personas debe ser también una actitud conveniente para cualquier dirigente responsable.

Del mismo modo que los ambientes cerrados se van enrareciendo, las organizaciones cerradas van perdiendo la frescura de ideas y, lo que es más grave, van perdiendo la flexibilidad en el análisis, lo que comporta muchas veces actitudes basadas en falsas seguridades. El alejamiento de la realidad, la incapacidad de comprensión de las razones en las que se basan las opiniones distintas a las propias, la falta de transparencia en las argumentaciones en las que se fundamentan las decisiones tomadas son síntomas de una enfermedad llamada miedo, miedo al debate, miedo a la transparencia, en definitiva, miedo a los otros.

Nuestro ejercicio profesional en la oficina de farmacia está redefiniéndose permanentemente, pero como somos hijos de un periodo en el que las definiciones nos venían impuestas, ya sea por las normativas legales o por las normas corporativas, concedemos a los que nos representan una bula excesiva, les donamos la responsabilidad en la toma de decisiones en vez de arrendársela temporalmente. Los tiempos en que las normas nos protegían de la duda se han acabado. No podemos renunciar a la pregunta permanente y debemos exigir respuestas. Sería injusto reclamar el acierto como norma, pero no podemos permitir de ningún modo el silencio administrativo o la callada por respuesta. Estar en según que puestos debería ser aún mucho más incómodo de lo que ya es.

Me llegan rumores que evocan mi pasado en alguno de esos puestos y que me recuerdan el peso de la responsabilidad y que me recomiendan prudencia al valorar las decisiones que se toman. Sin embargo, debo decir que una vez abiertas las ventanas, la realidad se ve más clara e, incluso, la duda se afronta con más naturalidad y más democráticamente. Al menos, a mí me lo parece.
Hace años, un veterano colega alejado de mis posiciones ideológicas y con mucha experiencia en ocupar puestos de responsabilidad me dijo que los gobiernos de las profesiones no son lo mismo que los gobiernos de los países y que no era conveniente enzarzarse en luchas partidistas. Evidentemente, le discutí con firmeza, pero aunque no ha variado en casi nada nuestra discrepancia ideológica, reconozco que las profesiones deben estar representadas por directivas que mantengan una coherencia ideológica y que a la vez representen al sector con una clara voluntad de transversalidad. Se acercan tiempos en los que nos conviene tender las sábanas al sol.

miércoles, 9 de abril de 2008

Campos


Rojo tierra y azul, mucho azul. Un azul que no tiene límites. Me siento un poco perdido, habituado a los cielos recortados de mi pequeño país. Amarillo tierra y azul, más azul del que puedo contemplar. No intuyo ninguna frontera, el paisaje me sitúa en mi propia soledad. Es un paisaje severo.

Tierra de Campos, camino de Soria. Las aristas de luz hieren mis retinas adaptadas a la luz redonda de las olas. Un vacío que es capaz de abrumarte y al mismo tiempo empujarte a ser más grande, cuando estoy en ese paisaje me hago preguntas nuevas.

Tengo una sensación ilógicamente parecida a la que tuve al aterrizar en Canal Street en el corazón de Chinatown de Nueva York. ¿Qué resorte en mi memoria ha entrelazado la estepa española con la metrópolis americana? No tengo respuesta, pero en el misterio seguramente está el encanto.

Recorrí las quinientas millas que separan el barrio de Beacon Hill, cuna de los Kennedy, y donde, con un poco de suerte, te puedes cruzar con Uma Thurman, en un autobús de una compañía gestionada por chinos que vendía los billetes en una panadería a la que llegué por indicación de mi cuñada Elena que ya hacía años que vivía allí, en West Cedar St. Para un turista como yo, sin esta guía hubiera sido imposible encontrar esa exótica taquilla.

El barrio bostoniano –en el que su arquitectura georgiana te transmite el toque aristocrático británico que el imperio exportaba a sus colonias– contrasta con el desbordante bullicio del desenfrenado hormiguero neoyorquino.

Aquel viaje terminó abruptamente cuando nos avisaron, en un idioma absolutamente ininteligible, del final del trayecto, que hicimos en compañía de viajeros chinos que reían con los chistes de una película que yo no podía entender, mientras comían alegremente.

La llegada fue un sobresalto, nos descargaron en un laberinto de tiendas y de calles inundadas de personas que se movían con un ritmo distinto del que estoy acostumbrado; me sentí perdido, sólo. Tuve la sensación de estar totalmente perdido porque no encontraba las agarraderas que te proporciona tu geografía más cercana. Todo es más relativo, todo es más grande y yo más pequeño.

La enormidad de los campos castellanos y el remolino de la gente en un país lejano hacen plantearme lo pequeños que podemos ser y las realidades tan distintas en las que nos puede tocar vivir.

Saber de los otros, conocer otras realidades distintas a la que nos ha tocado en la lotería de la vida es un reto difícil de alcanzar. Pero es realmente imposible alcanzarlo sin una actitud abierta y sin la voluntad de mirar y escuchar.

Cada vez se me hace más cargante la gente que tiene la osadía de pontificar y que demuestra una pasmosa seguridad al asegurar que lo suyo es lo mejor. Esos que no dudan de nada.

Muchas dudas y muchas preguntas me aparecen estos días mientras leo y releo los estudios que van apareciendo para ilustrar el debate sobre los modelos de farmacia. En todos ellos, de una manera recurrente, se hace hincapié en la exhaustiva capilaridad de nuestro modelo y se resalta como uno de los rasgos más característicos del modelo implantado en nuestro país. Ése que algunos se entestan en llamar modelo mediterráneo de farmacia.

Camino de Soria, allí donde la redondez de las olas mediterráneas se ha transformado en dunas de espigas de trigo que se mueven al ritmo del viento seco, me encuentro con Javier, el boticario de un pueblo de la tierra de campos, un pueblo pequeño, uno de los tres mil ochocientos con menos de quinientos habitantes que salpican el mundo dentro de mis fronteras.

Siempre es reconfortante reencontrarme con Javier en su tierra y poder hablar de nuestras cosas, de nuestras cosas pequeñas que son las más grandes que tenemos. Sin embargo, no podemos evitar hablar de la situación del sector. Javier siempre pregunta, tiene la sensación de que los que vivimos en la ciudad, cerca de donde se cuecen las cosas –como acostumbra a decir– sabemos más. Le comento que a mí me pasa lo mismo respecto a lo que se cuece en Bruselas. Allí se cuece y en mi gran ciudad a lo sumo se huele el aroma del cocido.

Empiezo a desgranar los argumentos que me parecen más sólidos de toda la batería argumental desplegada y me refiero a la imposibilidad de que el mercado pueda configurar una red de farmacias capaz de llegar hasta dónde llega la nuestra.

Javier asiente, aunque un gesto sutil de su boca me indica que algo de lo que digo le incomoda. Siempre que he hablado de este tema con farmacéuticos me han respondido con un gesto de afirmación sin ningún matiz. ¿Qué resorte escondido he activado? Javier ejerce en ese pueblo desde hace cinco años. Instaló la farmacia porque no podía instalarla en un pueblo de la costa mediterránea, donde conoció a Julia, su mujer.

Volvemos a nuestras pequeñas cosas de cada día y mientras estamos en ello, le suena el teléfono. Una urgencia en su farmacia; parece ser que un cólico nefrítico tiene fastidiado al panadero y necesita con urgencia un antiespasmódico y un analgésico. La conversación con Julia continúa mientras tomamos el caldo caliente con el que pretendemos iniciar la cena y mandamos el plato de Javier a la cocina, para que se lo tome caliente cuando vuelva.

Escucho como un aprendiz lo que me cuenta Julia de su vida en esa tierra, en la que me gustaría dejar de ser un turista.

He hecho el firme propósito de no utilizar más el nombre de la pequeña farmacia rural en vano, nunca más voy a justificar ningún modelo utilizando su esfuerzo. La obligación del colectivo va más allá del homenaje. Es imprescindible encontrar mecanismos reales y factibles de promoción y de mejora profesional. Si me ponen en el brete de tener que escoger, no tengo dudas: antes el farmacéutico que el modelo.