miércoles, 26 de marzo de 2008

Gigantes y cabezudos


Tengo la maldita suerte de que mi farmacia esté situada cerca de la Mona de Pascua más grande del mundo, por lo que puedo comprobar diariamente la atracción que provoca a las hordas de turistas rojo-salmón que, ávidamente, la admiran y fotografían, aprovechando la escapada que adorna de un tenue barniz cultural su encierro soleado en la Costa Brava. Convivo con un mito de la arquitectura gaudiniana y, mientras esquivo a eléctricos japoneses, me doy cuenta de que mi ciudad sufre una metamorfosis que la transforma en un gigantesco escaparate.

Barcelona se ha abierto al mar, se ha modernizado, es la pasarela codiciada por las grandes vedettes de la arquitectura, el diseño supura por las alcantarillas…, motivos por los que debería sentirme orgulloso. Un orgullo que se resquebraja profundamente por el runrún del generador eléctrico que, de una manera precaria, me permite encender la cruz que señala intermitentemente donde estoy. Me pregunto si mi ciudad, Cap i Casal de Catalunya, ha digerido adecuadamente el sarampión de ilusión y de inversión del noventa y dos, y si es una digna heredera de esa amalgama de barrios y de antiguos pueblos que la configuran. Barcelona corre el peligro de quedarse en un bonito proyecto para presentarse a un concurso de escaparatismo, pero sin capacidad de generar ilusión a los barceloneses y, cada vez, con menos influencia en Catalunya.

El 24 de septiembre, día de la Mercè, se celebra la Fiesta Mayor de Barcelona. El programa de celebraciones es siempre amplio, cada vez más cosmopolita, como la ciudad. Conciertos multitudinarios, obras de teatro innovadoras, fiestas populares, completan un programa propio de una gran urbe que se ha situado en la cabecera, compartiendo cartel con las ciudades europeas.

No sé si la nostalgia se va apoderando de mí como las canas de mi barba, pero la verdad es que el recuerdo de las fiestas de la Mercè en el barrio de la Rambla de las Flores, en el que tengo mis raíces clavadas, aparece reiteradamente en mi memoria. Aquellos septiembres de la vuelta a la escuela que me apuñalaban ya desde el final del verano, también traían a los gigantes bailando por la calle Junta de Comercio, la más larga y ancha del crisol multiétnico en el que se ha transformado el actual barrio del Raval. Con la música de las grallas, corríamos para salir al balcón del principal que recorría las fachadas del número dieciocho, donde nací, y también la del veinte, donde vivían mis abuelos Francisco y Antonia. Un piso enorme y oscuro, un laberinto misterioso que olía a estufa y en el que mi abuelo, envuelto en un batín de lana y bufanda, bebía agua caliente para que no le afectara su debilitada garganta.

El desfile de los gigantes, el rey y la reina rodeados de una corte de cabezudos que revoloteaba a su alrededor, recorría alegremente la calle siguiendo el ritmo de los tambores, casi podíamos tocar la corona del rey que revoloteaba a la altura de nuestras narices. Era emocionante ver aquella imagen regia girar como una peonza. Sin embargo, aquellos momentos en los que la magia se apoderaba de nuestra calle, transformándola en un escenario adecuado para los ogros y princesas protagonistas de los cuentos que leíamos cuando nos envolvíamos en las sábanas de las literas, no superaban la admiración que sentía cuando el gran monarca paraba y de entre sus faldones aparecía, sudoroso, enrojecido por la fatiga, el fortachón bailarín que aguantaba aquella majestuosa escultura hecha de papel maché, telas de terciopelo y esqueleto de madera.

Aquel bello espectáculo de baile popular no era posible sin el verdadero protagonista. Sin él, aquella imagen llena de ligera majestuosidad se transformaba en un muñecote pesado y grotesco, sin alma.

Ni la anchura de la calle donde nací ni el aroma elaborado con las mezclas de los perfumes de los extractores de las cocinas y de los desperdicios de las tiendas del mercado de La Boqueria pueden competir con la amplitud señorial ni con la fragancia a lavanda inglesa del Passeig de Gràcia, por donde paseo a menudo y contemplo los elegantes escaparates de las mejores tiendas que han podido establecerse en ese kilómetro dorado. Una ceremonia que miles de turistas celebran simultáneamente en cualquiera de las grandes capitales del primer mundo.

Todos los detalles están cuidados hasta el límite de la perfección más acerada. Cada marca tiene su estrategia, y las personas que atienden a los clientes siguen escrupulosamente el manual de estilo que les impone su particular amo multinacional. No hay sitio ni para el error, ni mucho menos para la disidencia, todo está bajo control, te sientes protegido, un mundo sin ruidos ni distorsiones, pero en el que queda poco sitio para el alma.

Se me acaban las palabras de las que dispongo y mi desfile de gigantes y cabezudos no ha recorrido aún ningún rincón boticario, rebusco argumentos mientras paseo y un escaparate maravilloso lleno de colores conjuntados iluminados perfectamente por luces halógenas acapara mi atención, una intermitencia verde me indica que se trata de una farmacia.

Es estimulante comprobar la evolución que han realizado las farmacias en nuestro país: se han transformado en verdaderos espacios dedicados a la venta de productos relacionados con la salud y el autocuidado. No tienen nada que envidiar a las grandes tiendas de los grandes ejes comerciales de las grandes ciudades del gran mundo.

El farmacéutico propietario ha entendido que era preciso aprovechar tanto su espacio comercial, casi tan visitado como el de las panaderías –en las que, por cierto, cada vez es más difícil encontrar ni pan de verdad ni panadero–, como la imagen de su profesión, capaz de generar confianza en el cliente. El convencimiento del farmacéutico y el estímulo de una industria interesada en captar un sector de distribución con estas características están dando sus resultados.

El riesgo de una ciudad enfocada exclusivamente al turismo es que sus propios hijos se sientan extraños en su propia casa. El peligro de una profesión que apueste exclusivamente por el marketing es perder comba en la cadena asistencial. No perdamos el norte y no nos olvidemos de lo fundamental: sin el farmacéutico, sin su presencia y actuación responsable detrás del mostrador, a lo máximo que podremos aspirar es a ser uno de los cabezudos del desfile, pero no podremos hacer bailar al rey o a la reina.

Me intranquiliza un futuro de farmacias bonitas pero sin alma, no caigamos en la tentación.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Epílogo 2


No le conviene estar solo. Cuando llegue a Gibatella, escribirá un correo a Oriol. Hace más de dos meses que no habla con su hijo, que está de viaje de trabajo por el sudeste asiático, intentando encontrar un socio adecuado que le ayude a rebajar los costes de fabricación de alguno de los componentes claves de sus productos.

Al llegar a casa se descalza, los mocasines están aprisionando con crueldad sus pies y está deseando colocarlos lo más pronto posible en sus zapatillas viejas. Se las regaló María hace bastantes años, pero son en las que sus pies se sienten más cómodos. A David le gusta la ropa vieja, aquella que ya se ha amoldado a su cuerpo, detesta comprar ropa nueva porque es como poner a un extraño en su vida. Aún tiene nostalgia de alguna camiseta de algodón azul descolorido que María liquidó sin ninguna compasión y que él guardaba como se conserva un viejo amigo que tienes la confianza que estará donde y cuando lo necesitas.

La casa está caliente, enciende la luz de su desordenado despacho y conecta su ipod al portátil para que Chelsea Hotel nº 2 de Leonard Cohen se mezcle con su soledad: «…I need you, I don’t need you…». ¿Cuántas cosas y a cuántas personas necesita o no necesita? ¿Los ojos de María cuando escucha a Mahler? ¿A su hijo, a su lado, en el mostrador de la farmacia? ¿Los paseos con Clara? ¿A sus clientes, que confían en él? ¿Los cafés con Joan en la plaza de Gibatella? ¿A su padre, al recuerdo de su padre, siempre vigilando, pendiente de cada paso que daba? ¿A su madre siempre pendiente de su padre? ¿Encender la cruz de la farmacia cada mañana?...

oriolnurda@hotmail.com
Necesito contarte algunas cosas y necesito que me cuentes cómo te van las cosas en ese mundo en el que vives, tan lejos de Gibatella. Escríbeme o llámame cuando puedas. Me intranquiliza, no puedo evitarlo, que tu vida esté tan alejada de los días radiantes que aquí nos regala, tan a menudo, nuestro Mediterráneo. A mí me representaría un sufrimiento insoportable esa cúpula de nubes grises encima de París. ¿Lo soportas bien? Supongo que sí, mi sol es mío porque yo me lo he hecho mío, pero el sol no es de nadie. Yo lo necesito, pero seguramente tú no. Lo que realmente necesito es hablar contigo. Antes de que se me olvide, tu madre está bien, la vi en Barcelona hace tres semanas y me comentó que había estado en París, en vuestro apartamento, y que te había visto feliz; me alegro. Tengo dudas, Joan Vorraí me ha hecho una buena oferta por la farmacia, seguramente la pondrían a nombre de su mujer Pilar, hasta que su hija acabe la carrera. No sé si la voy a aceptar. Estoy cansado. Si al final decido vender, iré a vivir a Barcelona. Sin embargo, mis clientes, mis amigos, mis rincones, mis árboles, mis gorriones, todos están aquí. ¿Es eso mi vida? Lo que tengo, lo que he perdido y lo que me gustaría tener, está aquí. Desde hace unos meses, salgo a pasear con Clara y hablamos mucho de pintura. Es una mujer muy sensible que es capaz de descubrir matices delicados donde la mayoría sólo ve colores planos. ¿Cómo está Carla? Es una mujer muy inteligente y muy atractiva, espero que vuestra pareja funcione. Cuando una pareja se rompe queda un hueco que nunca se llena.

Siempre ha tenido una buena relación con su hijo Oriol, pero no está convencido de contarle sus paseos con Clara. ¿Con quién puede hablar de lo que siente?

Volviendo a la farmacia, creo que lo que realmente me haría ilusión es que Josep, mi adjunto, se quedara la farmacia. Es un buen profesional que ha sabido conectar con la clientela y que tiene las ideas muy claras. Pienso que sería capaz de hacer su propia farmacia manteniendo lo realmente sólido que con los años los Nurda, día a día, hemos edificado. No creas que te recrimino que no continuases con la tradición. Sabes que era sincero cuando te decía que estudiaras lo que te apasionaba. Lo que me ocurre es que la vida pasa y busco agarrarme a ella. No creo que yo sea un farmacéutico exitoso, pero ¿el éxito es la meta?; tengo muchos días en que recuerdo la satisfacción por haber solucionado problemas, ¿será ese el verdadero éxito? ¿Crees que es verdad lo que digo o piensas que tan sólo son excusas? Es misterioso esto de la vida, recuerdo claramente cuando me preguntabas por tu futuro y ahora soy yo quien te pregunta sobre mi pasado. Es difícil vivir en la duda, pero no sé o no quiero arriesgarme a vivir sobre falsas certidumbres.

La música ha dejado de sonar y el silencio de las noches tranquilas de Gibatella ayuda a pensar y a imaginar. Hablar con su hijo Oriol le gusta y le anima. Mañana hablará con Josep, le propondrá asociarse para ampliar la cartera de servicios de la farmacia; para David será un estímulo y para Josep, el inicio de una carrera profesional atractiva.

Tenemos que hablar más a menudo, tengo muchas ganas de que vengas con Carla. Me gustaría que conociera Gibatella. Mi mundo.