jueves, 29 de mayo de 2008

La llave


Matarile, rile, rile
¿Dónde están las llaves?
Matarile, rile, ron!!!
En el fondo del mar...
Esas cancioncillas que animaban las meriendas de pan con chocolate en el patio de la guardería, situada en una casa del barrio de Les Tres Torres, se han diluido entre pantallas planas de plasma y chips que transportan a los niños a mundos aparentemente virtuales, pero que son mucho más tangibles que el misterioso fondo marino de la canción. Una notas que permanecen olvidadas en los recodos de la memoria de los que las cantaron. Olvidadas como las fronteras que separaban Sarrià de Sant Gervasi, allí donde ahora se encuentra la zona residencial de Les Tres Torres, viejos pueblos situados en las estribaciones de la Serra de Collserola y que durante el final del siglo XIX y principios del XX fueron engullidos por la gran urbe de Barcelona.

Donde estaba plantada aquella torre de veraneo que había pertenecido a alguna familia de la alta burguesía barcelonesa, ahora se erige un edificio acristalado de oficinas. Los niños, enfundados en batas a cuadros azules y blancos, que jugaban mientras comían membrillo tricolor se han transformado en atareados hombres y mujeres de negocios.

Siento una cierta nostalgia. Tenemos la tendencia de etiquetar la nostalgia como algo propio de los viejos, que miran más lo que ya ha sido, que lo que va a ser, porque ¡¡el futuro es de los jóvenes!!, nos embuchan desde los altavoces mediáticos que no paran de emitir anuncios. Una plaga de acné está diezmando los valores de los veteranos debido a esa obstinación por el recambio de cualquier objeto… o persona, que aparente algún signo de antiguo.

Y el misterio es antiguo, tan antiguo como las ganas de conocer y de saber, tan antiguo como nuestro principio, aquel principio que nos expulsó del paraíso por querer probar una simple manzana. Cuando bailábamos cogidos de las manos al ritmo del Matarile, rile… ya nos estábamos entrenando para ser hombres y mujeres, para preguntarnos dónde se encontraban las llaves de nuestra existencia que estábamos estrenando, con esa ilusión que revolotea cuando los niños juegan.

Las preguntas siempre son las mismas y nuestros días, nuestras horas, nuestros instantes son la búsqueda de las respuestas. Sin esas preguntas el tiempo no tiene sentido. Ni su paso, ni su fin. Buscar el origen es nuestro destino, la obligación de los que tienen credo y la devoción de los que no les importa no tenerlo.

En el fondo del mar, en ese fondo a veces inaccesible, deben estar esperándonos muchas llaves.
¿Dónde está el fondo, dónde se encuentra el fondo de la cuestión?, me pregunta Eugeni, en una de nuestras conversaciones telefónicas.

Eugeni es un amigo farmacéutico con el que de vez en cuando hablamos del lejano Mar de Andamán, en el lejano Golfo de Birmania, un paraíso para un enfermo de la pesca como él. Ha recorrido islas y mares buscando el latigazo adrenalínico del mítico giant trevally, un atleta de los mares, un pez musculoso y plateado, un torpedo asesino de los arrecifes, capaz de tensar el sedal hasta convertirlo en una navaja cortante. Eugeni es un apasionado pescador, pero esta vez no estamos hablando de peces, hablamos de farmacias. Me comenta que hace unos días, en una reunión de farmacéuticos, de los que siempre han apostado por la moderación, se mascaba un cierto sentimiento de rebeldía:

– A lo mejor ha llegado el momento de plantarnos…

– ¡Ese pactismo enfermizo causado por el miedo a que nos liberalicen el sector, esa claudicación por el peligro de males mayores debe terminarse! ¿De qué nos van a servir ahora todas las concesiones hechas?

Estas frases, que en otros momentos no hubieran sido habituales en esos círculos, ahora dibujaban un decorado de reivindicación.

En un momento en el que la rentabilidad de las farmacias disminuye de una forma clara y objetiva, es comprensible y justificada la preocupación y la queja, pero también es preocupante que la reflexión y las decisiones queden ensombrecidas por una cortina de terciopelo morado que dificulta mirar más allá.

– Frases bonitas, que no calman la preocupación, ni aportan soluciones…

Sería una equivocación no reconocer que el sector está en un momento delicado, que tenemos un problema importante. El reconocimiento colectivo de esta situación debería ser el paso imprescindible para tomar la decisión de zambullirnos en el incierto mar de nuestro futuro.

Seguramente la llave está en el fondo de lo que nosotros estemos dispuestos a buscar en el corazón de nuestra profesión y de lo que seamos capaces de contratar con nuestro mayor cliente, el sistema sanitario público, que realmente es el que necesita una red de establecimientos sanitarios como el nuestro. No busquemos en otros mares, éste es el que nos conviene. Sería de ilusos suponer que va a ser fácil y de irresponsables pactar a cualquier precio, pero el objetivo es ése y no otro. Necesitamos negociadores que sepan pescar en ese mar y que no pierdan el norte.

No se me ocurre un argumento más sólido que cimiente, que explique de una manera coherente, un modelo como el nuestro. Un simple paseo por el mundo más cercano nos refleja que la organización de un sector farmacéutico puede realizarse desde perspectivas distintas y los resultados pueden ser suficientemente satisfactorios para la ciudadanía. No nos sirve demasiado decir que lo nuestro es lo mejor, es imprescindible añadir más contenido a nuestra aportación a la cadena sanitaria.

Alguna de las llaves de nuestro futuro está en los contratos que firmemos con el sistema sanitario público. Todo parece indicar que las regulaciones sobre las que se ha construido nuestro sector van a sufrir cambios más o menos profundos, no podemos dejar de estar vigilantes a ellos, pero nuestro futuro también se empezará a construir con los acuerdos a los que lleguemos con quien compra la mayoría de nuestros servicios.

Matarile, rile, rile
¿Quién las irá a buscar?
Matarile, rile, ron

martes, 20 de mayo de 2008

Éxito


Salvador es un tipo con éxito. La elegancia –que nosotros, en una mezcla de admiración y menosprecio, adjetivábamos de pija– ya se intuía en la forma de vestir que tenía en los años setenta. Lo recuerdo con sus mocasines color burdeos, brillantes hasta el exceso, combinados con unos tejanos gastados en su justa medida –siempre con la etiqueta roja en el bolsillo trasero derecho–, su cinturón de piel ocre y un jersei verde esmeralda con un cocodrilo cerca del corazón.

La evolución de Salvador ha sido constante e imparable, ahora es un perfecto caballero que ha cultivado con esmero, constancia y con muchas cenas de kiwi y queso fresco, esa elegancia natural que algunos tienen grabada en algún rincón de su genética. Los trajes que viste actualmente se adaptan a su cuerpo con precisión italiana y esconde sus ojos –innecesariamente– detrás de unas pantallas negras, que acentúan un cierto aire de misteriosa superioridad, pero en lo que realmente destaca es en su habilidad especial para escoger la corbata que va a utilizar.

Esa elección es una parte fundamental de un ritual matinal que repite con la misma disciplina y vocación con las que Enriqueta –la vecina del piso de abajo de la casa de mis abuelos– se ponía la mantellina para acercarse a su misa diaria de las ocho. Me pregunto como es posible escoger la más adecuada, de las casi cien, que almacena cuidadosamente en el vestidor de su habitación, pero por difícil que parezca, él lo consigue siempre. ¿Será un premio divino a su devoción matutina?

Sinceramente, espero que Dios no dedique parte de su infinito tiempo repartiendo favores a quien tiene la virtud de la elegancia, pero con o sin intervención divina, lo cierto es que Salvador es un modelo para muchos y un ejemplo a seguir. Lo que más admiro de Salvador es su coherencia y su constancia. Ha sabido desarrollar unas aptitudes naturales y ha conseguido elaborar una imagen sólida.

La terraza en la que hemos quedado para ir al pabellón de deportes donde juega nuestro equipo favorito está iluminada y calentada por un sol de mayo. Mantenemos una buena relación desde que jugábamos en el equipo de la escuela. A mí me tocó fajarme durante diez años debajo de los tableros, donde aprendí todos los trucos y las triquiñuelas de los hombres grandes del básquet, sin las que era imposible tener éxito; Salvador, en cambio, era un tirador, un tipo con estilo y el máximo anotador del equipo. Nunca defendió demasiado, todos lo sabíamos, incluso él lo sabía, pero siempre metía más puntos que nadie y era, además, el que se ligaba a la más guapa. Lo dicho, un tipo con éxito.

Salvador se dedicó al marketing, en otra muestra más de su coherencia, y en estos momentos tiene una cartera repleta de clientes. Casi cada vez que nos encontramos acabamos hablando de la necesidad, de la urgencia, según él, de que elabore un buen plan estratégico para la farmacia.
Decido acercarme a nuestra cita, paseando tranquilamente. Es un día en el que se nota poco la polución y Barcelona parece limpia, como si la hubiesen barrido, fregado y abrillantado durante la noche. En mi paseo me voy deteniendo en las farmacias que se han renovado últimamente, que son muchas. Todo parece indicar que las reformas han sido rentables, los espacios están diseñados siguiendo directrices bien estudiadas. Las farmacias cada vez son más elegantes, me apunto las direcciones para preguntarle a Salvador si ha asesorado a alguna de ellas.

No me cabe la menor duda, Salvador, que es un profesional competente, es capaz de implantar soluciones de éxito para las farmacias, cada vez lo veo más claro. Este dinamismo del sector me parece un síntoma de buena salud, pero es preocupante que no existan modelos alternativos. En mi paseo no soy capaz de encontrar modelos exitosos centrados en parámetros distintos de los que Salvador resalta como fundamentales en sus informes.

«Espacio y más espacio para la exposición, para vender es preciso exponer adecuadamente y vender, no lo olvides, es lo que es rentable. Una lógica aplastante a la que es realmente necio substraerse ¿no crees?» –me habla, en un tono que desprende seguridad, el angelito vestido de Armani que revolotea cerca de mi oído izquierdo–. «Son farmacias en las que el farmacéutico vigila su espacio sin que se le note demasiado» –me susurra al oído derecho Pepito Grillo, ese romántico tocapelotas que no logro sacarme de encima–, «donde el farmacéutico se va convirtiendo poco a poco en un experto en logística, merchandising y gestión de equipos de ventas». «Lógico –insiste mi trajeado angelito–, para tener rentabilidad se tiene que aprender a gestionar. Una lógica contundente a la que es irresponsable negarse». «Son farmacias en las que el punto de encuentro entre paciente y farmacéutico se ha diluido en un bosque de expositores» –insiste, mi mosca cojonera particular. ¡Vaya jolgorio en mi cabeza!

Ya me he acostumbrado a vivir con este debate permanente en mi cabeza, no me preocupa. Lo que realmente me quita el sueño es que no he visto ninguna farmacia con un modelo exitoso basado en otros parámetros distintos a los que propugna Salvador. ¿No será que realmente no existe el éxito para los que no les atraen los trajes de Armani?

No queda mucho tiempo para poder demostrar que los farmacéuticos podemos edificar una farmacia con los cimientos basados en el paciente, en el medicamento y en su uso adecuado. No me parecen incorrectos los análisis y las propuestas de Salvador, pero me parece preocupante y arriesgado que el foco principal de la estrategia para conseguir el éxito deseado sea precisamente la salsa del filete y no la carne.

Si no somos capaces de establecer un modelo con recorrido y con ejemplos a imitar, me veo comprándole un proyecto a Salvador, de la misma forma que tengo que perder algunos centímetros de mi más que incipiente barriga, incluso seguramente tengo que comprarme unas gafas negras, muy negras y grandes, muy grandes. Y también dos o tres corbatas.

lunes, 5 de mayo de 2008

Bodas de plata


«Nos pasamos la vida celebrando cosas para convencernos de que la hemos vivido y corremos el riesgo de olvidarnos de vivirla realmente.» El presidente de la CCA (célula clandestina anticelebraciones) acabó con estas palabras uno de sus discursos enardecidos con los que siempre pone colofón a las reuniones de este grupúsculo, alineado en una de las corrientes menos radicalizadas de la misantropía.

En esas reuniones, los tres asambleístas que son la totalidad del censo de asociados ponemos en común la lista de celebraciones a las que no hemos asistido, lo que provoca un cierto ambiente competitivo para comprobar quien la tiene más larga. Son unas reuniones clandestinas a las que no acuden nunca nuestras respectivas mujeres, porque sólo se admite la entrada a los que presentan el carnet y, además, ellas, que no lo tienen, a menudo están en algún cumpleaños de algún sobrino, hermano, cuñada o amigo.

Soy militante también de un grupúsculo mucho más radicalizado, que actualmente está en un proceso de debate interno sobre la necesidad de asumir la lucha armada: el 3AI (avanzadilla anti amigo invisible); prefiero dejarlo claro por si alguno de mis lectores invisibles tiene un ligero atisbo de intención de regalarme alguna agenda electrónica con escáner y cámara de fotos submarina.

Veinticinco años de casado, veinticinco de colegiado, veinticinco «planeandos», veinticinco mil palabras ordenadas con la intención de contar historias para los que las quieran leer y no se aburran en el intento. No sé si las cifras son importantes en la vida, no creo que lo sean mucho, incluso pienso que son banales, aunque tengo la certeza de que los años que no se celebran también nos muescan la piel, ésos también nos marcan profundamente, tanto por todo lo que perdemos como por lo que ganamos con su paso.

Aunque parezca contradictorio –quién es capaz de mantener la coherencia en este mar de dudas–, voy a celebrar nuestras bodas de plata con una fiestaza con mis amigos del alma, un alma que, con los años, ya lo es de mi mujer también:

Perdut en el bosc humit
Perdido en el bosque húmedo
moro cada dia, esperant
muero cada día, esperando

Del llimoner
Del limonero
les llimones altives, ferint l’aire
los limones altivos, hiriendo el aire.

Del pomer
Del manzano
la poma dolça, ferint el teu cos.
la manzana dulce, hiriendo tu cuerpo.

Mi colegio me va a regalar una insignia de plata y voy a permitirme el lujo de celebrar particularmente mis veinticinco «planeandos».

De todas formas, en un intento de no abdicar de los postulados del CCA, voy a intentar que mis celebraciones se alineen formalmente con las estrategias aprobadas en su último congreso extraordinario. Voy a proponer a mi mujer que celebremos nuestras bodas de plata medio año antes de la fecha oficial y este «planeando» realmente es el veintiséis.

Creo que mi colegio será más estricto en los plazos, es comprensible, no es conveniente que las instituciones serias se apunten a los postulados antisistema. He decidido asistir al evento, aunque me dé una cierta pereza estar en la tarima delante de tantos colegas, y que éstos me vean como un veterano. Reconozco que recibir la insignia de plata va a remover lo que ya he vivido, porque aún el más escéptico de todos no puede negar que sus horas de profesión son horas de su vida y veinticinco años ya son un trozo de vida importante. No sé si seré un digno militante de la CCA, pero pienso comprarme una corbata para tal evento.

Aunque las palabras siempre han tenido un encanto especial para mí, la vida no me ha llevado a aprender el oficio de escritor, pero su atracción me ha hecho un osado usador de palabras. Un llenador de desiertos blancos, a imaginar historias que intenten explicar mi historia. A decir, sin oír ni ver lo que el otro te contesta. Escribir veintiséis «planeandos» ha sido una parte de mi vida emocionante porque he conocido a Berta, mi cliente favorita, al Sr. Domingo con su amiga la tensión, a la recauchutada de Port de Reig, a David Nurda y a Clara, que me entrena para sentir neutrinos, a Joan Borrai, a Carlitos, he reencontrado a mi viejo amigo Romà e, incluso, he viajado a Escocia y he ido a beber cerveza con Joe Cricket… ¡Un regalo! Por eso, quiero celebrarlo con mis amigos invisibles que quieran venir a mi fiesta quincenal.

No puedo no estar agradecido con quien me ha regalado esta oportunidad de recuperar las palabras escondidas, unas palabras que, con los años, con las obligaciones, con las ambiciones, han ido envejeciendo en esa pequeña recámara repleta de lo que queremos, escondida en la trastienda de lo que debemos.

Nos separa una generación, pero envidio su ilusión constante por una realidad –estas páginas en las que escribo–, la misma ilusión que tenía cuando éstas eran sólo un proyecto. Una ilusión fácil de sentir por lo que imaginamos, pero tan difícil de mantener por lo que tenemos. Una ilusión serena que se mantiene a pesar de las pequeñas o de las grandes dificultades. Con falsa modestia, rayando la coquetería, utiliza de vez en cuando la palabra provecto para adjetivarse; no sé si acierta en el adjetivo, de lo que estoy seguro es que espero poder mantener una ilusión parecida a la tuya cuando me toquen las bodas de oro. Gracias Josep M.ª Puigjaner.

Al repasar mi artículo he estado a punto de borrarlo de mi viejo portátil. ¿Cómo me he atrevido a mostrar, de una manera tan descarada, mis propias contradicciones? Estoy seguro que mis colegas de la CCA y de la 3Ai van a abrirme un expediente disciplinario e, incluso, corro el riesgo de la expulsión fulminante. Pero voy a asumir este riesgo. Ya me lo dice mi madre: «En el fondo eres un Robinson Crusoe de pacotilla.»