lunes, 30 de junio de 2008

Sueños


Cuando la luz tamizada entra por el patio interior son las siete de la mañana, pero no es una luz nueva. Es la misma de ayer y la de anteayer. Hace semanas que no sueño, las noches son un paréntesis sin palabras dentro. El tiempo es como una cadena sin fin de luces y de sombras que me tiene atrapado. Sin descanso, sin sorpresas.

No encuentro consuelo al pensar que millones de personas sienten lo mismo en estos momentos, en una especie de comunión monótona. Dentro de dos horas estaré con unos cuantos miles de ellas en el circuito matinal en el que se celebra la carrera que finaliza en el trabajo. Caras que están levemente impresas en la memoria van apareciendo, en la esquina, en el metro, como señales que me indican que voy por el camino correcto.

Puede ser que hoy mi día tenga algún destello. Cuando acabe la jornada, a las dos, me acercaré al Círculo Ecuestre, un club con señorío británico en el que han habilitado algunos salones para servir almuerzos y cenas. Estoy invitado a la proclamación de los premios que cada año organiza Ediciones Mayo.

Un portero uniformado de un gris verde impecable abre las puertas a unas señoras que descienden por la calle Balmes, unos pasos delante mío. Ya hace unos metros que he apostado conmigo mismo sobre la posibilidad de que entraran en el mismo lugar al que yo me dirijo. He ganado, aunque la apuesta se paga mal, era muy fácil acertar observando su forma de vestir y teniendo en cuenta la cercanía del edificio que hace esquina con la Diagonal.

Aprovecho la entrada de las damas, que son saludadas cortésmente, para entrar también. Pregunto a una azafata situada de manera estratégica dónde se celebra el almuerzo y subo por una escalinata que acaricia espiralmente las paredes mientras me ofrecen copas de vino blanco, que rechazo con amabilidad, porque corresponden a una fiesta distinta, que se está celebrando en el piso inferior al que me dirijo.

Al llegar al segundo piso, el vino ya ha sido retirado. La reunión-almuerzo, tan en boga actualmente, tiene lugar en uno de los cuatro saloncitos que están situados alrededor del distribuidor en el que desemboca la amplia escalinata. El centro está ocupado por cuatro sillones de piel marrón; no resisto la tentación de sentarme en uno de ellos y comprobar que la comodidad absoluta existe. Desde el sillón puedo ver una puerta semiabierta y, a través de la abertura indiscreta, uno de los saloncitos ocupado por una mesa de billar cubierta por un tapete verde. En la puerta contigua los invitados empiezan a sentarse en los sitios asignados mediante una elegante tarjeta con la que acabaré fabricando algún objeto inútil de papel, mientras degusto unos fresones, que me sirven como sucedáneo de las fresas que pido; son ya tantas veces, que me resigno sin advertir al camarero que un fresón no es una fresa grande.

La comida ha sido rápida. La ensalada, la carne enmascarada con una salsa difícil de describir, pero sabrosa, y el vino blanco –me comenta mi vecino de mesa que es el mismo que han servido en el aperitivo y que yo no había podido probar– se mezclan con las respuestas de los premiados, dos de los cuales son colegas de profesión: Flor Álvarez de Toledo y Manuel Pérez Fernández; éste, como presidente del Real Colegio Oficial de Farmacéuticos de Sevilla, premiado por su labor informativa al paciente.

La elección de Flor Álvarez de Toledo como farmacéutica del año me da la oportunidad de reencontrarla y escucharla. Hace algunos años que sólo he podido leer lo que escribe y lo que escriben de sus trabajos y de su trayectoria.

Hay personas que, con el paso de los años, pierden brillantez, es como si los días les bañaran con la luz monótona que me ha despertado esta mañana. Flor no es de ésas. Sus palabras tienen brillo, serenas pero incisivas, más incisivas en privado que en público porque le adorna la prudencia. Son respuestas convencidas y que convencen. En sus palabras se nota que sus sueños son parte de su vida. Le preguntan sobre la atención farmacéutica, sobre lo que piensan de ella –de la atención farmacéutica– los médicos y las razones de su lento desarrollo.

Sus respuestas son coherentes con su trayectoria, pero me sorprende su seguridad al afirmar que una de las características que definen a los farmacéuticos es que somos buenas personas. Yo no me hubiese atrevido a decir eso en público.

Ha sido un acto cordial que tendrá su continuación nocturna en el concierto en el Palau de la Música. Después de las despedidas de rigor, desciendo por el caracol blanco. Mientras bajo, puedo observar la luz que ilumina el Financial Times que un socio del club está leyendo en la pequeña biblioteca situada enfrente del bar; allí, frente a un barman inexperto que tiene dificultades para encontrar la botella de Talisker, voy realizando el examen de consciencia particular que las palabras de Flor me han provocado.

Empiezo mi paseo caminando en diagonal hacia el mar, en una procesión en la que el tótem fálico de Jean Nouvel me sirve de zanahoria para avanzar. Voy hacia la farmacia, dejando atrás el anonimato del centro. Me acerco a mi barrio, el antiguo «poblet». El señor Martí, que cuando va de compras al Corte Inglés aún dice que baja a Barcelona, me pregunta si el colirio para su maltrecho ojo está caducado después de diez días de uso. Me cruzo con Juan, el amo malcarado de la tienda de maletas, que me agradece las gestiones que le hice cuando su hijo no encontraba el antidepresivo que necesitaba. La Sra. Sánchez me da recuerdos para mi madre, a la que siempre agradecerá la inyección de Urbasón que una noche le puso a su hija, y la Sra Ulldemolins me comenta que su hija, gracias a la terapia que está siguiendo, ha aumentado un poco de peso; acerté al llamarla después de observar que Mireia venía a pesarse cada día y sugerirle que el comportamiento de su hija adolescente podía ser un síntoma de algún trastorno del comportamiento alimentario.

Tengo la sensación de llegar a casa y que mis vecinos confían en mí. Detrás de las palabras de Flor, seguramente, está el secreto de la solidez de nuestra posición en el mundo de la salud. ¿Dónde reside el verdadero prestigio del farmacéutico? En que tenemos una vocación científica, una buena formación sobre las bases del medicamento y en que la gente confía en nosotros porque estamos cerca de ellos. Somos buenas personas. Como dice Flor.


(A lo mejor, hoy sueño, ojalá.)

miércoles, 11 de junio de 2008

El salón de casa


Por las mañanas cierro la puerta y, al girarme, a veces, no aprieto el botón del ascensor. Bajo por las escaleras. Cuando vuelva por la noche las subiré. Tengo la sensación de que estoy engañándome. Hace un par de años que he descuidado mi estado de forma. Me he engordado. Mi mujer me repite insistentemente que me conviene volver a moverme un poco. Mañana empiezo. Tiene razón.

Voy descendiendo dando vueltas por la espiral de mármol en la que desembocan las viviendas de los vecinos del edificio, un desagüe de intimidades inodoras en el que, sólo de vez en cuando, se vierte algo de la privacidad escondida. Paso fugazmente por delante de las puertas cerradas sin notar nada de lo que esconden.

Me agacho para recoger el periódico, es cierto, me cuesta más que antes. Realmente, tiene razón. Empezaré poco a poco.

Mientras introduzco la llave en el contacto y me abrocho el casco, revivo el encuentro que hemos tenido con el vecino del primero. Justo al llegar al rellano, estaba cerrando la puerta y he tenido el tiempo suficiente para ver una pared de color beis, un color neutro, ni frío ni caliente, de esos que quieren conjugar personalidad e invisibilidad. Aunque cueste creer que sea posible esta dualidad, los decoradores son capaces de conseguirlo y, por eso, cobran lo que cobran.

Una lámpara sutil y una silla de cuero marrón me dan una pista fugaz sobre la casa de mi vecino del primero.

– ¡Pasa, pasa! Parece que vas justo de tiempo.

Se aparta amablemente para dejarme espacio en mi descenso hacia el mundo público que me espera.

– Eso de las motos es peligroso, te vas confiando y, al final, acabas creyendo que no necesitas tiempo para llegar con puntualidad a donde quieres ir. –le comento a modo de excusa por mi premura.

Mi vecino es periodista y trabaja en un periódico ilustre, con muchos años de historia en sus páginas, el periódico de toda la vida, el que me cuesta recoger cada mañana, un periódico con un cierto toque aristocrático apropiado para la condalidad de la ciudad. Es discreto, ni alto ni bajo, delgado, aunque nunca le he visto subir a pie por las escaleras. Su pelo es castaño claro, casi rubio, liso y peinado con una raya en la izquierda que le rejuvenece. Tiene dos hijos pequeños a los que veo estirarse con la sorpresa con la que se ve crecer a los hijos de los otros. Su mujer es pequeña, con unos tirabuzones rojizos que alegran su aspecto contenido en exceso.

Estas vecindades son tan asépticas porque los otros van pasando por delante de nuestros ojos como los personajes de una película, incluso pueden llegar a ser más irreales, porque las emociones de los personajes imaginados nos conmueven durante una buena sesión cinematográfica. Los vecinos son como los anuncios que pasan mientras esperas que las luces se apaguen. Algo que ni se escucha, ni siquiera se ve, porque en ese momento las palomitas de maíz son lo más importante. Sin embargo, una vida se cuece detrás de esas puertas que cierran su casa a las miradas extranjeras, barreras que protegen su intimidad. Los misterios que esconden esas barreras me provocan que me pregunte, mientras introduzco la llave en la reja que cierra la farmacia, ¿cómo debe tener organizado el salón de casa, y el dormitorio?

Aunque pueda parecer lo contrario, no estoy interesado en las artes decorativas, lo que me intriga es tener a un desconocido tan cerca; pienso que si pudiera ver su casa sabría algo más de él, algo más de lo que me dejan intuir las miradas furtivas a través de la puerta entreabierta. Cuando pones los pies en casa de alguien, la atmósfera del otro te envuelve, lo que te permite conocerle mejor.

¿Iluminará su casa con una luz cálida que pinta una atmósfera de matices de miel mientras el sol abdica de su reinado y empieza su destierro más allá de las terrazas de los edificios de enfrente o, en cambio, lo hará con una fría luz halógena, en un vano intento de apresar el brillante fuego real del día?

Voy encendiendo los fluorescentes que dan luz a las estanterías repletas de cajas de colores y los chorros de luz que fijan la vista en los expositores que invaden el espacio encima del mostrador.

¿Colgará desordenadamente de la pared las fotos de los viajes con sus hijos, construyendo un laberinto de recuerdos del que sólo conocen el camino de salida los que las han colgado, o colgará un espejo que reflejará fielmente la imagen de cualquiera que entre en su mundo particular?

Paso detrás del mostrador, a mi mundo particular que dentro de pocos minutos será una puerta abierta para cualquiera que entre en busca de algún remedio, para cualquiera que necesite de un consejo, un espacio en el que intento que no existan barreras. La farmacia no puede ni debe tener las puertas cerradas, las barreras no caben en el mundo de la farmacia, porque su accesibilidad es una de sus razones de ser.

La imagen de la silla marrón que he captado del mundo privado de mi vecino vuelve como una pista que me acerca al enigma del piso de abajo. Mientras voy detrás de la solución, entra mi primer cliente y me doy cuenta de que ha penetrado en mi mundo, de que está completamente abierto a su mirada y lo que en él ve le dará pistas de lo que yo hago y de cómo soy. Cuando marcha, me pregunto lo que pensará de mí. ¿Mi mundo, mi farmacia es un reflejo de lo que hago?

Puedo caer en la ilusión de pensar que exclusivamente lo que digo y hago es lo que mis clientes captan, también como tengo organizado y repartido el espacio de mi farmacia da pistas al que entra en ella. Mi farmacia es mi atmósfera. Tengo que reflexionar sobre cómo la tengo organizada y si lo que se ve es un reflejo de lo que digo y de lo que hago. Me parece que tocan algunos cambios.