viernes, 24 de octubre de 2008

La muerte


(Continúo de vacaciones)


No llegué a preguntarle nunca si le molestaba el ácido fórmico. Sentado en un rincón del jardín, mi abuelo Antonio, generalmente por la tarde, cuando el sol de agosto dulcificaba su dictadura, se pasaba horas aplastando con su dedo índice, sin saña pero sin pausa, las hormigas que iban y venían del nido, ajenas a su fatal destino. Algunas veces eran rojas pequeñitas y otras negras con la cabeza grande. No se necesitaba una estrategia sofisticada para ejecutar la tarea, sencillamente era cuestión de aprovechar la diferencia de tamaño, resguardarse la calva de las radiaciones ultravioletas debilitadas, pero aún así dañinas para una piel carente de protección capilar, y de tener mucha paciencia. Mi abuelo cumplía las tres condiciones: era un hombre pequeño, pero muchísimo mayor que una hormiga, le recuerdo siempre con sombrero y era una persona muy paciente. Mi abuelo tenía el perfil adecuado para ser un perfecto exterminador de hormigas digital.

Debe ser que empiezo a ser mayor, porque mi abuelo me ha encargado que vaya sólo al bar de Benanci para comprar un helado de corte. Como a mi abuela le gusta el pompadour, el helado tricolor de vainilla, chocolate y fresa, y a los demás el popular de vainilla y chocolate, mi abuelo, que prefiere un final de fiesta sin discusiones, me dice que traiga uno de cada. Mi abuela busca en su rincón privado del escote, del que finalmente aparece, como si fuera la chistera de un mago, un manojo de llaves y después la billetera de la que me da el dinero que necesitaré para pagar. Me pongo el billete azul con la imagen de Zuloaga en el bolsillo y lo aprieto con fuerza.

El bar de Benanci está justo delante de casa de mis abuelos, junto a un descampado donde paran los autobuses que realizan el trayecto entre Barcelona y Sant Boi. Son unos autobuses con un motor diésel que produce un molesto ruido vibrante. Algunas mañanas la vibración que transmite a los cristales de las ventanas de las habitaciones es tan molesta que saca de las casillas a una persona tan paciente como mi abuelo que, iracundo, agarra la manguera y riega al pobre conductor. Los dos se enfrascan en una discusión a grito limpio, con mi abuelo abalanzado sobre la baranda con camiseta imperio y el conductor que acaba girando la llave de contacto del enorme vibrador, gritando que él es un empleado que sólo cumple órdenes.

Con las dos barras de helado en una bolsa de plástico y la calderilla mezclada con dos billetes marrones con la esfinge Falla en los bolsillos, y después de asegurarme que no se acerca ningún vehículo, cruzo rápido la carretera. Entro por la puerta principal del jardín, una verja de rombos metálicos, con la sensación de haber superado la prueba. Subo por las escaleras situadas junto a un albaricoquero cargado de dulces frutos aterciopelados. El suelo está sembrado de los que los pájaros han atacado antes de que mis hermanos y yo nos los merendemos.

Voy rápido para que las barras heladas lleguen en perfecto estado a la mesa, pero aún así, me parece ver una procesión ordenada de hormigas que se concentra tumultuosamente sobre lo que deduzco es, aunque no lo puedo asegurar, un albaricoque caído.

Mientras la vainilla y el chocolate se mezclan formando formas psicodélicas que descienden lentamente por mi barbilla, voy corriendo para ver esa multitud de insectos nerviosos que se están zampando lo que pensaba que era un albaricoque, pero que en realidad es un caracol.

Me quedo de pie, quieto, bien peinado. Antes de comer mi abuelo me ha repasado la raya y me ha bañado en colonia. Estoy inmóvil mirando, admirando el espectáculo, con el helado resbalando entre mis dedos. Nunca antes había visto un cadáver devorado minuciosamente. Me arrodillo para observar el acontecimiento con más detalle, mientras noto la caricia fría y suave del chocolate mezclado con la vainilla que desciende por mi antebrazo y que cae sobre mi muslo, justo antes de la rodilla. Son hormigas rojas, de las pequeñitas. Se introducen por todas las grietas del caparazón roto y con una sobrecogedora efectividad colectiva van eliminando lo que, tan sólo hace unas horas, era un caracol. Me he olvidado del helado que ya embadurna mi brazo y mi pierna. El espectáculo de la muerte me absorbe y me sobrecoge. Ajenas, las hormigas continúan con absoluta normalidad con su ir y venir, la muerte del caracol no significa más que las gotas de vainilla y chocolate que han llegado al suelo y que ya atraen a alguna de ellas.

Sin darme cuenta, restriego la mano por mi camisa azul claro. De repente, me imagino la reprimenda de mi madre y la burbuja mágica en la que estoy sumergido, que me aísla de todo lo que está sucediendo más allá del espectáculo que la naturaleza me está brindando, se resquebraja. Me levanto rápidamente y con mi sandalia de tiras marrones aplasto la carnicería en un acto reflejo que intenta impedir que la realidad de la muerte se grabe en mi memoria. La brusquedad del final de la escena me impide saber, de momento, si lo he conseguido.

Camino rápido entre el aroma de los limoneros y la hierba luisa. Con un cierto temor por la mancha de mi camisa azul claro me voy acercando a la reunión de sobremesa familiar que tiene lugar en el centro del jardín, a la sombra que proporcionan cuatro plátanos. Mi abuela se adelanta a mi madre, y a todos los demás, y me reprocha airosamente el desastre que he hecho en mi camisa azul que ella me había regalado el día de mi aniversario, en primavera.

Recibo una tormenta de gritos, incluso de mi abuelo; soy el protagonista involuntario de un juicio sumarísimo, pero no me preocupa demasiado. Las hormigas entre las babas de caracol me tienen apresado. No he podido olvidar. Hoy he sembrado en mi consciencia la semilla del miedo al final.
No entiendo la admiración que despiertan esos insectos en la mayoría de la gente, debe ser por su fama de laboriosas, supongo. Yo prefiero el carraspeo perezoso de las cigarras durante el mes de agosto, cerca del mar. Disfruto con su música, mientras en la esquina de la terraza, me siento tranquilamente, con mi gorra puesta y con paciencia, voy aplastando con el dedo índice las hormigas que vienen y van de su nido en fila india. Hace años que intento pulir mi técnica para llegar a la eficiencia que tenía mi abuelo, pero ni él logró, ni yo lograré acabar con ellas. Ya estoy convencido, son demasiadas.

jueves, 9 de octubre de 2008

El orgullo


(Cerrado por vacaciones)
Desde la terraza observo la luz que se va adormeciendo y se retira con lentitud majestuosa por detrás de las montañas. Es una despedida sin ningún atisbo de discreción. Un desfile de colores rosas, amarillos y rojos anuncian la marcha del sol como los fuegos artificiales de una ceremonia de clausura. Siempre me ha parecido una paradoja la timidez con la que empieza a mostrarse cuando entra por la puerta oscura de la noche y la soberbia con la que se despide después de su diurno reinado. No acabo de entender esa obsesión por marcharse con ese derroche de lujo y de fanfarrias.

Durante la cena, en la que estamos disfrutando del espectacular colofón del día, Francesc nos cuenta la visita a su amigo Pedro Guerrero Izaguirre, un antiguo compañero de juventud con el que estudió la carrera de marino. Un personaje peculiar que ha decidido imitar al sol. Se ha hecho confeccionar un uniforme blanco con los galones dorados adornando los puños y los hombros para ponérselo –mejor dicho, para que se lo pongan– el día de su entierro.

Mi suegro nos cuenta, con una cara que conserva aún los rasgos de la sorpresa y de la incredulidad causados por el nostálgico reencuentro, los paseos por Girona del marino de secano, engalanado con su uniforme blanco. Sale a pasear cada dieciséis de julio, día de la Virgen del Carmen, y lo repite dos días después. El ritual ridículo y nostálgico es una especie de ensayo general, un ensayo de una obra que él nunca verá. A pesar de las miradas de extrañeza que le dedican los paseantes, no tiene ningún reparo en salir de esa guisa por una ciudad que no tiene mar y en la que hace años ni la Guardia Civil pasea uniformada por sus calles. Más que peculiar, Pedro Guerrero Izaguirre es un tipo raro.

Después de comentar entre risas y mejillones el cuento del marino presumido, salimos a saborear un buen café. El tul refrescante de la marinada nocturna nos envuelve en la terraza, desde la que ahora ya sólo podemos ver la luz intermitente del faro de Sarnilla –que cada cinco segundos nos envía un destello– y el perfil de la costa contorneada por multitud de lucecitas que anuncian que otros como nosotros están disfrutando de la noche. La oscuridad en la que nos ha sumergido el desfile solar sólo nos permite intuir que el mar azul y vigoroso continúa ahí, permanente, como si estuviese escondido esperando la vuelta del emperador del cielo. El mar no necesita grandes ceremonias para demostrar toda su elegancia, cuando los destellos del nuevo día aparezcan con timidez, él continuará en su sitio de siempre, eterno, nunca se despide. El mar está siempre.

Me voy a dormir pensando en el marino ridículo y en cómo, con los años, no se le ha pegado nada de toda la sabiduría que el mar atesora. Ese mar que debería haber sido su maestro. Estoy convencido de que lo intentó, como lo intentan siempre los buenos maestros, pero la impermeabilidad del alumno no lo hizo posible.

La ceremonia está oficiada por un predicador negro. Su cara se esconde detrás de unas grandes gafas oscuras de montura dorada. La sotana de satén fucsia está adornada con un peto de bisutería de vivos colores mezclada con lentejuelas doradas, que no desentonan con la montura de las gafas. Los gestos eléctricos del oficiante activan como un resorte los cánticos del coro que tiene situado detrás. Los componentes del grupo de voces negras levantan los brazos para incitar a los feligreses, que nos vamos sumiendo en un estado de euforia creciente, a que rindamos un homenaje festivo al protagonista inmóvil del festejo.

Estoy inmerso en una ceremonia absolutamente embriagada por las notas de góspel, en una especie de baile alrededor de un ataúd blanco en el que reposa, con rostro alegre, el amigo de mi suegro enfundado en un uniforme también blanco. El féretro es el tótem en el que todas las miradas confluyen. Los galones que adornan las mangas y hombros del difunto son de neón rojo y verde, se iluminan intermitentemente, como un faro, como una cruz de farmacia, transformando la sala en una especie de discoteca en la que los haces de luz multicolor surgen desde dentro del ataúd, como si se tratara de un cofre mágico en el que un genio estuviera dormido y una tribu de enfervorizados danzarines bailara a su alrededor para despertarlo.

De repente, cuando el ritmo acelerado, impuesto por el maestro de ceremonias, lleva a la congregación a un éxtasis colectivo, la figura del marino iluminado con neones se eleva desde su refugio como un muñeco de feria impulsado por un muelle en el interior de una caja de sorpresas y mira estupefacto el jolgorio en el que está inmerso.

No se imaginaba poder participar en la ceremonia de su propio funeral, pero aunque nunca lo hubiese imaginado, así era. Al darse cuenta de cómo estaba transcurriendo el evento, su rostro dibuja una mueca desencajada. No tenía previstos ni los cánticos ni los neones, esperaba una ceremonia más protocolaria, con elegías sobre su persona y llantos sentidos o al menos comprados. Esperaba una ceremonia con algo más de espíritu castrense.

Mientras «Pedro el Ceremonioso» pega un salto y sale corriendo despavorido, envuelto en luces de colores entre los cantantes del coro, que ni siquiera se dan cuenta de la huida del teórico protagonista de la fiesta, la limpia claridad del joven día que empieza a desperezarse, me devuelve a la realidad del mar con su vaivén de olas. Continúa indiferente a los sueños de todos los que, a su orilla, durante la noche, nos hemos sumergido en ellos.

Las calles estrechas de paredes blancas, que aún conservan la frescura de la noche, durante la que la brisa que me acompañó a la cama se ha transformado en tramuntaneta, están casi vacías. Desciendo por las calles escalonadas hacia la playa. Recojo el periódico en el quiosco que está más cerca de la arena del paseo y le pregunto a su paciente amante que no cesa de acariciarla:

¿Escondes algún tesoro en tus profundidades, cuál es el secreto oculto de tu elegancia, me enseñarás a partir sin estridencias? No podría soportar hacer el ridículo como Pedro.

No puedo adivinar si ha escuchado mi demanda, no hay respuesta, casi seguro que seguiré soñando, deberé asumir el riesgo de acabar haciendo el ridículo.