jueves, 27 de noviembre de 2008

La belleza (y II)


¿Qué probabilidad existe de que un televisor te mate mientras caminas por la calle? ¿Y de que, ese mismo día, un foxterrier muera aplastado por otro aparato venido del cielo? Creo que la casualidad es la causa escondida por la que suceden muchas cosas, pero es cierto que empiezo a tener una ligera sensación de inquietud, un temor casi imperceptible se va apoderando de mi boca del estómago por la posibilidad de que exista una causa, distinta de la casualidad, para las dos muertes provocadas por las pantallas voladoras.

El telediario de esta noche ha apretado un poco más el nudo que se estaba formando entre mi diafragma y mi corazón. La tele certifica que no se trata de hechos aislados. La pantalla plana de mi salón, el verdadero notario de lo que es real y de lo que no lo es, advierte del peligro de morir por el impacto de una pantalla. El presentador de las noticias de las nueve, que intenta aprovechar la oportunidad que le brinda el mes de vacaciones del titular, así lo confirma: «Desde el inicio de los Juegos Olímpicos se han contabilizados en todo el país ciento treinta y tres accidentes por impacto de televisor, catorce de los cuales han causado la muerte de personas que andaban tranquilamente por la acera». No menciona, por lo que me imagino que no debe disponer de datos, el número de animales domésticos afectados. Como Loly, el foxterrier de la Sra. Dolores.

Las portadas de los periódicos están llenas de titulares referidos al fenómeno de los televisores, que es el término con el que se describe la situación. No se utilizan aún palabras más contundentes como plaga o cadena de asesinatos, con la clara intención de no incentivar el pánico entre la ciudadanía: «TELEVISORES QUE MATAN», «LOS TELEVISORES CAEN DEL CIELO», frases que atrapan, pero que no sugieren que la situación sea caótica. Todo medido, muy medido.

Tengo que buscar en la sección de deportes para leer la crónica de la gesta de la selección de baloncesto que ha conseguido una victoria moral –¿compensa el trabajo bien hecho si no se logra el éxito?– sobre un grupo de jugadores de la mejor liga del mundo –como a ellos mismos les gusta proclamar–. Un cierto tufillo de fanfarronería envuelve a estos multimillonarios que juegan al juego del aro y la pelota con la ventaja de hacerlo medio metro por encima que el resto de mortales. Una ventaja, por otro lado significativa, en un juego apto para gigantes.

Poco a poco, este mes se está convirtiendo en un pequeño infierno. Empiezo a estar harto de tanto espárrago y loncha de pavo, y el desfile diario de cuerpos perfectos, que mi pantalla plana me muestra con minuciosidad quirúrgica, provoca que me sienta feo. Vivo en un conflicto permanente en el que el placer y la estética libran una batalla despiadada.

Esta tarde sólo he encendido el televisor para ver el lanzamiento de peso masculino y el de martillo femenino, más tranquilo he visto los concursos mientras me he bebido una cerveza strong lager helada con una cremosa capa de espuma. Mientras comparto mi copa, mi trofeo, con una especie de leñador polaco que luce una larga barba descuidada, subido a lo más alto del podio, la pantallita de marras me transporta, sin transición alguna, al cubo de agua en el que un tiburón de abdominales cincelados como los de una escultura miguelangeliana, surca las aguas de la piscina para pasar a la historia e ingresar en el olimpo de los dioses. Un sentimiento de culpa me invade, mi cerveza helada se atraganta en mi laringe y apago el televisor. No sé si el calor que noto en las sienes es ira, pero podría serlo.

Me he olvidado el jersey en casa y he pasado dos horas tiritando en el cine. Sólo quedaban entradas para primera fila, no he sido el único que ha tenido la idea de refugiarse en una sala oscura, como si de un refugio antiaéreo se tratara.

Al salir, ya ni me acuerdo del título de la película que se ha proyectado en la sala. Decido hacer caso de los consejos de mi amigo Joan. Joan es un amigo muy viajado que sabe medir muy bien los riesgos y prevenir los efectos indeseados. Ayer me comento en un mail que, desde que empezó el fenómeno –creo que ya sería correcto utilizar la palabra «plaga» y mantener en la reserva la palabra tabú «crisis», por si los acontecimientos se desmandan absolutamente– cuando aparca su moto y tiene que caminar por la ciudad no se quita el casco hasta que llega a su destino. Aunque no tengo moto, voy a comprarme un casco.

Me ha parecido ver a otro peatón con un casco negro, el mío, que era el único de mi talla que quedaba en la tienda; lleva estampado un muñeco de colores fosforescentes. Sólo al atravesar el portal de casa me lo quito. La sensación infernal se acentúa por el sudor y la estrechez que tiene que soportar mi cabeza.

Al abrir la nevera me doy cuenta que, con las prisas y la compra del casco, me he olvidado de pasar por la tienda de los pakistanís. Un resto de gazpacho en Tetra pack, y una lata de palmitos, que incluso son más aburridos que los espárragos, es todo lo que tengo en la nevera. No voy a volver a salir, prefiero el ayuno a ponerme otra vez el casco. Enciendo el televisor y aparece un danés de adopción, criado en las altiplanicies africanas, un atleta ligero, con sólo el ocho por ciento de grasa en su cuerpo, parece volar sobre la pista después de haber corrido dos vueltas al óvalo que esconde el gran nido que los chinos han construido para celebrar durante este maldito agosto el rito dedicado a los dioses de la belleza.

Vuelve el calor intenso que aprieta mis sienes, más intenso que la otra vez. Es un ataque de ira, sí, de ira, lo que me levanta del sofá. Arranco la pantalla y corro con ella a cuestas. Me dirijo como un poseso hacia el balcón que da al paseo. Con un gran trabajo de los músculos de los brazos, levanto el aparato sobre mi cabeza. No soy consciente del esfuerzo que realizan debido a la ofuscación en la que estoy envuelto. En este momento debo parecerme a la levantadora de pesos china que ha ganado la medalla de oro, aunque ella era mucho más grande que yo. Estoy decidido a lanzarlo al vacío.

Una canción de Fito & Fittipaldis suena en el bolsillo de mi camiseta. El teléfono móvil suena en ese preciso instante. Podría haberlo lanzado, pero dejo el televisor en el suelo del balcón ¿Será que mi Ángel de la Guarda estaba atento, o sencillamente se trata de una casualidad? ¿Existen las casualidades? Es José María, que ha regresado de vacaciones. Me invita a su casa. Mañana nos reuniremos todos los de la peña del club de escritura. Podremos contarnos los cuentos que hemos contado estas vacaciones. Vendrá Sandra, también. Ella siempre se ríe con mis historias irreales y siempre me pregunta si son historias reales. Me gusta que le interesen mis cuentos. Con un poco de suerte José María preparará un arroz caldoso con las langostas que habrá traído del Cap de Creus. Dejaremos que el sol se vaya a descansar mientras criticamos entre risas las historias que hemos escrito este verano, seguramente alguien habrá escrito una historia sobre los mejores Juegos de la historia y todos nos encontraremos los más guapos del mundo.

martes, 11 de noviembre de 2008

La belleza (I)


«Mañana empiezo a trabajar, han sido unas buenas vacaciones»

Ya es 20 de agosto, hace algunos días que no se puede salir a pasear tranquilamente, es peligroso. La nevera de casa está empezando a parecer una despensa de la posguerra. Estoy apurando las reservas de gazpacho en tetrapack y los paquetes de 130 gramos de lonchas finas de pavo envasadas al vacío. Una plaga de accidentes se ha apoderado de la ciudad durante este mes, un mes en el que, normalmente, no pasa nada o pasan cosas anormales.

Todo empezó el día 8, el día que se inauguraron los Juegos Olímpicos de Pekín, el día que empecé con mi dieta. Desde ese día, las portadas de los periódicos se han ido llenando de imágenes de héroes del deporte y, si la suerte nos era propicia, de héroes nacionales, aupados al pedestal que ocupan los símbolos patrios.

Después de cinco jornadas, el protagonista del día es un negro caribeño, un gigante de proporciones perfectas. Ha destrozado el récord de velocidad. Ha superado las barreras que, quienes saben, nos decían que eran insuperables y, además, lo ha hecho sin ese rictus de sufrimiento que esperamos ver en el rostro del que consigue una proeza. La belleza de sus deltoides voluminosos y brillantes por el sudor, moviéndose al ritmo de unas brazadas poderosas que compensan con una explosión de potencia armónica las inacabables zancadas que le hacen flotar sobre la pista en el lejano oriente, son la imagen de la perfección estética.

La cámara superlenta y la alta definición de mi pantalla plana me muestran con una impertinencia insultante la estética de un cuerpo perfecto en movimiento, mientras ceno medio envase de gazpacho, un paquete de pavo y dos kiwis, en un sacrificado intento de reducir un poco la tripa.

La noche ha sido calurosa, me he levantado a las cuatro, después de media hora de pelea con las sábanas pegajosas. En la pantalla de plasma he visto a un uzbeco ganar una medalla en lucha grecorromana, a un chino saltar en la cama elástica y a ocho sirenas, con los ojos pintados de verde chillón, mover acompasadamente las piernas con la cabeza metida en el agua –¡37 segundos de apnea!, me ilustra la comentarista–. He oído por primera vez el himno de Uzbekistán, y me he enterado del lugar que ocupamos en la clasificación por países –en el medallero– según la jerga que, durante estos días, utilizan los reporteros desplazados a China.

El café que me estoy tomando es un brebaje infame. La «Taberna o Xudas», donde desayuno habitualmente mi bocadillo de virutas de jabugo, está cerrada. Marcos –que por fin ha ganado las oposiciones a guardia urbano–, su hermana y su madre, se han ido de vacaciones a Galicia. Espero que traigan chorizos picantes para disfrutarlos cuando termine mi dieta sana si no ha acabado ella conmigo. Estoy en el único bar que está abierto –no recuerdo su nombre–, por lo menos tiene el detalle de que los periódicos del día están encima de la barra a disposición de los clientes. Hoy, las portadas de la mayoría se han decantado, unánimemente, por la foto de una rusa de piernas infinitas volando por encima de los cinco metros. Un ángel de alas invisibles. El éxtasis se aprecia en sus extremidades, en sus dedos, que parece que se vayan a separar de sus manos, y en su rostro, que se ilumina mientras vuela hacia el colchón donde el orgasmo se alarga con cabriolas y saltitos. Para desayunar toca un yogur con cero de todo y otro kiwi, que he bajado de casa, muy mal acompañados por el café.

Al acabar el frugal desayuno, entro en la única tienda que queda abierta en el barrio. Está regentada por una pareja de pakistaníes que trabajan a todas horas y que, además, tienen los precios más baratos. Compro dos kilos de kiwis, cuatro botes de cristal de espárragos, de los más gruesos, que hay en las estanterías, añado dos de palmitos, para variar, una docena de yogures desnatados y seis paquetes de lonchas de pavo. En la cola que se ha formado en la caja me entero, por los comentarios de los vecinos, que la señora Dolores está desolada. Alguien aclara que se trata de la antigua propietaria de la peluquería «Lolita». Desde que la cerró por jubilación, cada mañana y cada tarde paseaba a su fox-terrier por el barrio. No se quién acompañaba a quién. Ayer por la tarde, su única compañía sucumbió aplastada por un televisor que, no se sabe por qué, cayó del cielo. Alguien dice, sin asegurarlo, aportando datos pero evitando acusar a nadie, que el aparato despegó desde el ático del número 155 del paseo. Todos en la cola sabemos que, en el ático, vive Toni. Un tipo bajito y rechoncho al que no se le conoce pareja, ni oficio. Es una persona pulcra, siempre bien afeitado, con un poblado bigote en el que no hay un pelo que sobresalga ni un milímetro de los límites marcados. A mí, particularmente, me impresiona su precisión al conjuntar los colores de sus atuendos.

El accidente es realmente un suceso curioso. Quizá es porque era un perro que siempre me ladraba cuando nos cruzábamos por la calle, pero la verdad es que yo no lo he sentido demasiado. Además, no creo que sea necesario añadir a mi lista particular de precauciones al andar por la ciudad –como son, no leer el periódico para no tropezar con las papeleras, controlar siempre dos metros de acera para no pisar una caca de perro y no andar debajo de los balcones por si cae una maceta– estar atento a que un televisor caiga del cielo. Me toca pagar, entrego la tarjeta de crédito, pago y salgo despidiéndome educadamente de mis vecinos, con los que comparto las vacaciones ciudadanas.

Este agosto me ha tocado quedarme en la ciudad, en la que todo parece ir más despacio. La paga extra me la gasté en comprar una pantalla gigante de televisor, de esas que te sorben entero, similar a la que ha acabado con el fox-terrier de la señora Dolores.

Otro día más. Hoy el protagonismo lo acaparan dos hercúleos remeros de brazos de hierro metidos a presión en una diminuta embarcación. Son tan grandes que casi no caben ni en la foto. Han sido capaces de vencer a los invencibles alemanes en una exhibición de potencia explosiva.

Lo estoy leyendo en el periódico del mismo bar del otro día, el único que está abierto. Al entrar me he fijado en el rótulo: «El rincón de León», se llama. Mientras repaso lo que la prensa me cuenta que ha sucedido, resisto la tortura del agua caliente y negruzca. En la sección de sucesos, en un rincón casi escondido de las páginas salmón, leo, mientras sorbo la infusión maldita a la que finalmente añado leche desnatada para disimular, el relato de un accidente extraño: «Un hombre de cuarenta años, cuyas iniciales son J. T. F., ha muerto a causa del impacto de un televisor en la cabeza. El fallecido transitaba por una céntrica calle de la ciudad semivacía, cuando una pantalla plana de plasma de cuarenta y dos pulgadas le ha fracturado el parietal derecho. La muerte ha sido instantánea. El juez ha llegado para levantar el cadáver a las 10, tres horas después del incidente. Todo parece indicar que la víctima se dirigía a su trabajo en una oficina bancaria en la que ocupaba el cargo de subdirector, y en la que durante este mes asumía las responsabilidades del director, que se encontraba de vacaciones en un cámping de Sant Pere Pescador». No hay más, la noticia ocupa un dieciseisavo de página.

(Continuará…)