lunes, 26 de enero de 2009

El olor del dinero


Se lo debía. No era justo que me negara otra vez a ir de compras. Me he esforzado para poder superar la aversión que me produce el roce con ese mar de lava multicolor y murmurante de los paseantes en busca de alguna cosa en que gastar el dinero. Nunca me han gustado las ceremonias y tengo la sensación de estar en una enorme ceremonia de reparto de premios al mejor comprador sabatino, formo parte, sin quererlo, de una fila ordenada que lentamente se acerca al premio deseado. Tengo la tentación de sentarme en el último banco, de esconderme en el que siempre está vacío y observar callado el espectáculo. Me gustaría convertirme en un observador lejano, sólo en eso. Pero se lo debo. Intento observar el paisaje sin tener que participar demasiado de él. Así me siento mejor. Me siento, es cierto, navegando por ese caudal magmático, sin participar de él. Una sensación, por otra parte, absurda y presuntuosa, ya que seguramente, mientras yo me siento fuera de ese río, algún otro me ve a mí como una pieza más de esa fila ordenada y dirigida.

En las orillas, las tiendas son reclamos fosforescentes. Una al lado de la otra. Cada una mantiene una lucha feroz con las vecinas para captar la atención de alguno de nosotros. Yo resisto bien las embestidas de los neones intermitentes y de los colores brillantes, incluso de la música que surge de alguna de ellas. No sé como alguien puede aguantar los decibelios que inundan el interior de una tienda que asegura tener el calzado indicado para cada pie. Me duelen un poco los míos, pero el martirio que supondría entrar en ese garito de ruido infernal es una barrera infranqueable. Un enjambre de jóvenes inmunes al ruido, que están vigilados por jóvenes vestidos a rayas negras y blancas, han osado entrar y chocan caóticamente entre ellos mientras buscan y rebuscan el calzado ideal para sus pies. Al menos, eso creen.

Nadie se para en el escaparate débilmente iluminado por una luz mortecina, parece una luz antigua, fuera del tiempo. Una vela en un festival. El local es de otro tiempo, decorado con muebles de madera oscura, el suelo es de un parqué lamido por el tiempo. Guarda el recuerdo de los pasos de muchos antiguos coleccionistas. Es una de las filatelias y numismáticas más antiguas de la ciudad. Tres sillones vacíos, forrados de cuero verde, esperan con nostalgia a algún cliente. Detrás del mostrador nadie espera a nadie.

Uno de los pocos clientes habituales de esa isla antigua que aún resiste el acoso del mar moderno es Rafael Bey. Cuando va de compras, abre la puerta que activa el timbre que avisa al veterano vendedor y toma asiento en el sillón más alejado de la puerta de entrada. Es químico y se ha especializado en restaurar billetes antiguos para colección. Es capaz de transformar un billete usado en uno que parezca acabado de salir de la imprenta. Con suma paciencia, consigue aportar ese apresto que tienen los billetes que aún no han sido usados. Son billetes planchados e inodoros. Han perdido la pátina que los cambios de mano en los que han sido protagonistas han dejado en su piel. Han perdido también el olor característico del dinero usado, el olor que, poco a poco, tantas manos han ido impregnando con su roce.

Rafael colecciona billetes, los restaura y los coloca en unas fundas de plástico transparente que permiten observarlos por ambas caras. En su colección tiene algunos ejemplares preciosos y valiosos, generalmente en el anverso se puede observar a algún personaje famoso del mundo de las artes o de la política y en el reverso alguna imagen alegórica. Son pequeñas obras de arte, creaciones que reflejan el virtuosismo de algún maestro grabador, pero están muertos, no huelen.

Los billetes de su colección carecen de ese rastro de ambiciones y de esfuerzos que impregna los billetes que corren de mano en mano. Los billetes que usamos cada día no son simples instrumentos para conseguir cosas y para hacer cosas, esos billetes vienen de alguna mano y van a alguna mano y esa historia también importa, y a veces importa mucho.

A menudo se tiene la sensación de que el mundo gira alrededor de uno –una sensación parecida a la que tengo cuando voy de compras–. Es una sensación peligrosa, porque lo que realmente pasa es que el mundo avanza, mientras uno continúa creyendo que todo está bajo control. Sin darte cuenta, alguien que crees un simple personaje de la película te ha usurpado el sitio en el patio de butacas. No se puede ser un simple observador, es peligroso si no quieres quedarte sin sitio. En la época que nos ha tocado vivir, a los farmacéuticos, nos debería importar la consolidación de los cimientos en los que se apoya un modelo de ejercicio profesional basado en la independencia, y saber que esta independencia no es algo gratuito, cuesta esfuerzo, necesita voluntad, cuesta dinero.

En el fondo, lo que en estos momentos se está dirimiendo en los despachos de Bruselas es si un modelo basado en esa independencia profesional y económica tiene futuro, o si sencillamente es un residuo de la historia. (No me gusta hacer demagogia, al menos en estos «planeandos», pero tiene narices que alguien se atreva a decidir sobre el rumbo de la historia sin sopesar la propia historia. ¡Pobre Europa si cae en manos de esos despachos!).

Es cierto que se han realizado estudios teóricos que aportan solidez a los argumentos de los que defendemos este futuro, que existe una labor de lobby intensa y estructurada, pero no es menos cierto que las decisiones de compra de cada uno de los farmacéuticos tienen una repercusión que va más allá del rendimiento inmediato que éstas le proporcionan.

No es coherente ni conveniente planificar una batalla por el mantenimiento de un modelo y olvidar todos los objetivos estratégicos cuando se trata de dinero, porque el dinero tiene olor. Sea perfume o tufillo.