viernes, 27 de febrero de 2009

Il capo Olivetti


Era como una especie de excursión. Cogido de la mano de mi abuelo, bajaba a la estación del metro de la línea roja, la línea 1, en la plaza Catalunya. Un laberinto de pasadizos a modo de modernas catacumbas recorría el subsuelo del antiguo centro de Barcelona. Una situación geométrica privilegiada que ese espacio continúa ostentando en el imaginario de los que rondamos los cincuenta y nacimos en el barrio viejo.

En el andén esperábamos al convoy de vagones anchos. La línea 1 la recorrían trenes más anchos que los que habitualmente lo hacían por la línea 3, la verde, que era la que yo tomaba cada mañana para llegar a tiempo a los Escolapios de Diputación. Cada mañana salía del Raval para ir al centro del Ensanche. Era mi trayecto habitual de cada mañana y un símbolo de los anhelos de mis padres, que trabajaban para mejorar la posición de la familia en una sociedad en la que las fronteras de los barrios eran como peldaños de la escalera social. La estación de Liceo era mucho más pequeña y humilde, por lo que, cuando acompañaba a mi abuelo a la gran estación central, tenía la sensación de partir de viaje.

El destino de la excursión era la estación de España. Un destino que, por mucho que algunos sostuvieran que era el destino universal, era tan sólo el final de la primera etapa de nuestro viaje. Al llegar a la estación, subíamos por las escaleras de cantos romos por la erosión de las incesantes pisadas de los viajeros que subían y bajaban por ellas, para salir a la plaza o para sumergirse desde ella hasta el fondo del agujero metropolitano. Es una de esas plazas que ostentan ese noble título, pero que no lo merecen. ¿Puede existir una plaza en la que no se pueda comer pan y chocolate mientras estás jugando un partidillo de fútbol al salir de la escuela?

Era como un tiovivo en el que los caballitos estaban sustituidos por automóviles que desembocaban en el carrusel desde las calles afluentes. Los caballitos mecánicos giraban incesantemente alrededor de una escultura-fuente realizada por el arquitecto Josep Maria Jujol. Una amalgama de alegorías de mares y de ríos patrios y de las virtudes que representaba que España defendía en esa época. Un monumento coronado por un pebetero de bronce de Tomás Llovet, representativo de la estética de la etapa de la dictadura de Primo de Rivera.

Cuando se urbanizó la zona más allá de la antigua muralla que protegía a la ciudad, el monumento sustituyó la cruz cubierta que presidía la puerta de entrada a la ciudad medieval. Por allí llegaban los viajeros que venían por el camino de Madrid, y en el montículo sobre el que se situaba la cruz se dejaban colgando los ajusticiados a modo de aviso para los que llegaban.

En ese escenario empezaba la segunda etapa de nuestro viaje. De una parada situada cerca de la salida del metro, partía el autobús que nos acercaría a la fábrica Godó i Trías dedicada a la confección de sacos de yute (Corchorus capsularis, familia de las Malváceas). Mi destino.

Carles y Bartolomeu Godó i Pié fueron los fundadores de la empresa textil situada en el barrio de Hostafranchs. Se proveía del yute de los territorios coloniales y fue el germen de un gran imperio mediático controlado por la familia que acabaría engrosando la aristocracia con el estatus de condal. La primera piedra de su imperio fue La Vanguardia, que tuvo originariamente la misión de difundir el ideario del Partido Liberal de Práxedes Mateo Sagasti, en el que los hermanos participaban activamente.

El edificio fabril era de ladrillo rojo y recuerdo una chimenea que se erigía orgullosa marcando territorio. El recinto modernista del arquitecto Ferran Junoy estaba ubicado en la zona industrial de les sangoneres. La puerta por la que entrábamos a las oficinas estaba cerca de la verja., tenía un cristal grabado con el anagrama de la firma realizado con letras adornadas y debajo estaba colocado el rótulo en el que se indicaba que tras ella estaban las oficinas.

Recuerdo la estancia, pero sobre todo recuerdo el sonido de las máquinas de escribir Remington. Sus teclados qwerty eran acariciados con dulce sadismo por dos secretarias con las uñas pintadas de rojo. Con enérgicos movimientos, hacían ir los carros de derecha a izquierda para que los albaranes, las facturas y las cartas comerciales aparecieran sin parar como conejillos blancos de las chisteras negras.

Allí seguramente se engendró mi atracción por las máquinas de escribir. Nunca pude tener una de aquellas máquinas negras. Mi primera máquina fue una Olivetti de un color que recordaba el de los azulejos de un retrete de hospital y después compré otra Olivetti lettera 45 de un color verde azulado que situaba la ese medio milímetro por debajo de todas sus compañeras de palabras. Mi relación con las máquinas Olivetti continuó con mi primera máquina eléctrica, que ya nunca supe utilizar correctamente. Era demasiado complicada para mí.

Sin conocerlo, fui amasando un sentimiento de admiración y de cariño con el señor Olivetti. Me lo imaginaba como a un jefe bondadoso, alguien que dirigía una gran empresa hábilmente y que ponía en el mercado herramientas de escritura, cada vez más modernas. Me lo imaginaba con el pelo blanco y con un traje italiano de corte perfecto, adornado con una corbata de seda de color paja dorado. Mis amigos tenían máquinas Olivetti, todo el mundo usaba máquinas Olivetti. ¡Qué bueno era «Il Capo Olivetti»!

Cuando oí por primera vez la expresión «procesador de textos» imaginé que mi admirado «Capo Olivetti» estaría preparando una máquina de escribir para procesar textos, pero la realidad no fue esa. Mi admirado empresario se empecinó en inventar algo que ya era sólo historia, puso mucho empeño en ello, pero el problema no era que no fabricara las mejores máquinas de escribir, lo que estaba sucediendo era que la era de la informática empezaba y ya no había sitio para las herederas de mis queridas Remington de mi niñez.

Post data:
Nunca supe si «Il Capo Olivetti» realmente existió.
La fábrica Olivetti estaba situada en el extremo opuesto de la ciudad que la fábrica de Godó i Trias, en el barrio de El Clot. Ahora es un centro comercial, de esos a los que yo mismo me he prohibido acercarme.
Estoy muy agradecido a «Il capo Olivetti», exista o no, porque su error ha sido una lección importante para mí. Me ha servido para saber que los farmacéuticos no debemos imitarlo.

martes, 10 de febrero de 2009

La importancia de llamarse Silvestra


No sabía que en Francia elaboraban vodka. Ya son las tres de la mañana y el bar aún está repleto. Mis amigos han acabado su gin tonic preparado con Hendrick’s, la ginebra de Girvan, con su correspondiente rodaja de pepino que brilla, como un sol verde, sumergida en la transparencia burbujeante de la tónica entre el hielo. Es una bebida estética, siempre y cuando el barman sea un buen profesional y la coloque en una copa redonda, donde resalta su frescura con todo esplendor. Es como una fiesta de jóvenes bulliciosos en un jardín con césped, en una mañana de primavera. Yo me he tenido que conformar con un vodka francés que me ha recomendado el camarero y que me ha parecido mejor que el finlandés que he pedido en la primera ronda. Me he tenido que conformar estoicamente con la espartana bebida porque el bar no dispone de tónica light y mi hemoglobina glucosilada se rebela si la tónica no está edulcorada con aspartamo.

Hoy estamos contentos, somos tres farmacéuticos que celebramos que un tal Bot, un señor abogado influyente en la Comisión Europea, parece que ha sido sensible a las razones que machaconamente los farmacéuticos le hemos ido contando desde hace dos años. Nos reunimos con regularidad el primer y el tercer viernes de cada mes en este clásico de la vida nocturna barcelonesa situado en un chaflán del Ensanche –«una cantonada de l’Eixample esquerra», para entendernos– y dos veces al año cenamos en el restaurante semioculto que tiene en la trastienda.

Los últimos encuentros no habían sido tan optimistas como el que hoy hemos disfrutado. Parece que, después de algunos meses de incertidumbre, el horizonte se va despejando y nuestros planes de reforma de las farmacias tienen más visos de concretarse. Lo que decida el señor Bot y sus colegas nos afectará, por lo que la incertidumbre ha reinado en nuestras últimas fiestas nocturnas.

El sábado se ha levantado con dolor de cabeza. Encapotado, plúmbeo. Gotas frías se entretejen en un tapiz húmedo, que te penetra insidiosamente por cualquier resquicio de la gabardina, para construir un decorado poco adecuado para mi optimismo. Me he levantado con suficiente tiempo para llegar con tiempo al bar Neutral. Podré leer el periódico mientras desayuno el bocadillo de tortilla a la francesa que Jordi prepara en su punto justo. Lo sorprendente del caso es que ya hace quince años que desayuno los sábados allí, y la tortilla siempre está en el punto justo, ese que te permite saborear el huevo cocido por fuera y jugoso por dentro. Es sorprendente que en el barrio casi todo ha cambiado excepto la tortilla de Jordi. Pocas cosas duran tanto como quince años. Una vez más, la tortilla inventada por los mismos que elaboran el vodka de ayer por la noche estaba en su punto justo.

Mientras abro la reja de la farmacia pienso que la próxima la instalaré automática, la actual es más cómoda de abrir que la vieja reja enrollable, pero aún se puede mejorar. Pongo en marcha el ordenador, que ya necesita una adecuación a las necesidades que implicará la receta electrónica, enciendo las luces que debo cambiar por otras de bajo consumo y que aporten más brillo a los productos expuestos y, por último, inauguro la jornada laboral encendiendo la cruz, lo único que no deberé cambiar puesto que el Ayuntamiento me ha obligado a cambiarla para adecuarla a las ordenanzas municipales. Me gustaba más la que tenía antes porque me la había diseñado expresamente mi hermana, que se dedica a eso del diseño, pero los funcionarios municipales no atienden a razones estéticas, ni mucho menos sentimentales ¡Qué le vamos a hacer!

Saco el proyecto de reforma de la farmacia de la carpeta amarilla y repaso los recorridos comerciales que los especialistas han diseñado para aumentar la rentabilidad del espacio del que dispongo. Si levanto la vista puedo observar la puerta y contemplar el día, que continúa triste.

Me levanto, porque Silvestra Ubach casi no puede con la puerta, demasiado pesada para ella. Llego justo a tiempo para acabar de facilitarle la entrada. Con el bastón aún le cuesta más abrir la puerta de cristal. Quizás el cristal semiblindado es demasiado pesado para Silvestra, con sus noventa y cuatro años a cuestas.

Es primero de mes y viene a por sus cremas. Un mes más, a por sus cremas de las que no sabe el nombre. No necesita saberlo porque yo ya me acuerdo por ella. Silvestra ya era cliente de mi madre, ella continúa viniendo cada mes, en estos quince años ha perdido a su marido y a un hijo. Le ha quedado grabada una tristeza honda, una tristeza perpleja. Durante el mes vendrá una vez más con sus recetas de paciente crónico. Su cadera le fastidia, pero el traumatólogo no ve necesario ponerle una nueva, una de esas de titanio.

Le doy sus dos cremitas y me reclama –¡cómo no!– algún regalito; ella sabe que es una buena clienta y yo también lo sé.

Cuando perdió a su hijo, pasó unos meses muy triste, una tristeza que le ha dejado una cicatriz eterna. ¡No sé por qué he tenido que vivir tantos años, para tener que perder a mi hijo!, me decía. En esos meses, cuando venía se quedaba unos minutos más, hablábamos un ratito y la acompañaba hasta la puerta para abrirle la puerta pesada y para pasarle la mano por los hombros. No sé, creo que a ella le gustaba.

El señor Bot no conoce a Silvestra, ni yo iría a contarle a ese funcionario europeo que no liberalice la farmacia porque Silvestra podría quedarse sin su farmacéutico de barrio. Me parecería una insensatez por mi parte. Silvestra quiere que esté allí cuando necesita sus recetas y cuando quiere sus cremas, no sabe nada del señor Bot; lo que quiere es que su farmacéutico la cuide, la escuche y la aconseje. Y quiere los regalitos cuando me compra las cremas. No puedo fallarle a Silvestra.

La diferencia entre el Sr. Bot y Silvestra es que lo que diga el abogado me afecta y lo que necesita Silvestra me importa.