jueves, 21 de mayo de 2009


Todos tenemos algún paraíso imaginado. Algunos tenemos la suerte de hacerlos realidad, aunque sea a medias. La posibilidad de hacer el turista nos acerca a ellos. Cuando hacemos el turista, somos como un niño aplastando la nariz en el cristal de un escaparate. Atenazados por tener el objeto de nuestro deseo tan cerca. Paralizados, con la cara pegada a la frontera transparente en un gesto que la distorsiona grotescamente. Una imagen que me recuerda mis paseos por el salón de espejos cóncavos y convexos, una de esas atracciones mágicas que tenían los parques antiguos.

Aún no he tenido oportunidad de acercarme a Racalmuto, un pueblo de Sicilia. La isla es uno de los paraísos que me gustaría conocer. Un trozo de tierra en el Mediterráneo. Una piedra seca jugando entre las olas del líquido amniótico en el que se han gestado mi mundo, mi lengua, mis cicatrices.

Cuando leo a Leonardo Sciascia me imagino la plaza de Rocalmuto, el pueblo donde nació, cerca de Agrigento, en la costa más meridional de la isla. Una plaza en la que, me imagino, se cruzan los gritos de los niños jugando en la calle con el médico y el abogado que van a trabajar a la oficina, cuando se dirigen a la farmacia de la esquina para comprar analgésicos y para hablar con el farmacéutico. A menudo la conversación continúa en el café, todos alrededor de la mesa en la que está leyendo el periódico el cartero que se toma el respiro matinal después del reparto de la correspondencia.

Mi amigo Miquel y su esposa Nené, que leen mis artículos, pero que no son farmacéuticos, me regalaron hace unas semanas A cadascú el que és seu (A cada uno lo que es suyo) una ligera novela de este escritor consagrado. ¡Cómo escribe! Mi imaginaria plaza se esconde en la atmósfera que envuelve las páginas de esa novela. Cuando me la regalaron, ya me avisaban en la dedicatoria que el autor también hablaba de farmacéuticos, como yo en mis artículos. Era cierto, la palabra sesenta y cuatro de la traducción catalana es «farmacèutic».

La presencia del farmacéutico en la historia es breve, después de diez páginas, el veintitrés de agosto de 1964 el farmacéutico Manno es asesinado. Pocos días después de haber recibido un anónimo misterioso. Manno no es asesinado sólo, cae abatido por un disparo; el mismo tratamiento que recibe el médico Roscio, con el que compartía su pasión por la cacería.

Con una ironía marcada por una cierta amargura, Sciascia va desenredando una madeja de relaciones sociales y políticas que están escondidas en las entrañas de lo que en principio parece un ajuste de cuentas provocado por un farmacéutico que ha cometido algún desliz con alguna joven clienta. Un crimen con el sello típico del país cuna de la mafia.

Un crimen que, por los primeros indicios, tiene como objetivo al farmacéutico y que alcanza por accidente al médico y a uno de los perros de los diez que les acompañan. Parece que ambos caen abatidos por estar junto al boticario Manno en su primera salida de la temporada de caza. Sin embargo, el desenlace de la trama otorga A cada uno lo que es suyo. La muerte del farmacéutico no es más que una tapadera del verdadero objetivo del arreglo, el médico.

¿Quería Sciascia decirme que en el casting de la película de la vida todo el mundo tiene su papel y que cuando se trata de la salud, el papel de protagonista siempre se lo lleva el médico? Esta pregunta va asomando con sigilo en mi pensamiento una vez ya he acabado de leer la novela. Cuando dejas un libro es como cuando acabas una copa de buen vino, todos los matices que ambos esconden van asomando y te acarician los sentidos o la mente.

El cosquilleo de la interrogación me incita a invitar a la lectura de la novela a varios amigos a los que cuando me devuelven el libro, una vez que me he interesado por si han disfrutado leyéndola, les pregunto también si les ha parecido que el autor envía algún mensaje sobre la relación entre médico y farmacéutico.

La verdad es que la mayoría me contempla y escucha con perplejidad.

– ¿Crees sinceramente que lo importante de la novela es la relación entre profesionales, no crees que se trata de una reflexión sobre los mecanismos de poder en una sociedad dominada por unos pocos en la que la mayoría juega un juego que ni conoce?

Seguramente tienen razón. Sin embargo, María, una farmacéutica ilusionada y apasionada me contesta que a ella le ha parecido, entre otras cosas, que Sciascia piensa que el vínculo entre médicos y farmacéuticos es muy fuerte y que debe continuar hasta las últimas consecuencias. En cambio, Pedro, que también es un farmacéutico ilusionado, aunque es difícil adivinar si también es apasionado, me comenta que está claro que para el escritor el farmacéutico está subordinado y condicionado por el médico.

La mayoría debe tener razón. La novela va más allá de este conflicto y el mundo también. Sin duda, el enfoque que hago sobre la asignación de papeles es una deformación profesional provocada por estos artículos. Debo esforzarme por paladear otras palabras, otras frases, otras ideas.

De todas maneras, como el cosquilleo continúa y a quien realmente la pregunta se le presenta como un eco interminable es a mí, no dejo de pensar en la necesidad de realizar una reflexión profunda sobre la relación entre médico y farmacéutico y en su imprescindible adecuación a las necesidades de las sociedades y a las exigencias de los ciudadanos que han evolucionado rápidamente y que ya ni siquiera son las mismas que existían cuando Sciascia escribió su libro.

Debe ser eso.

Voy a pasear por las paradas que las librerías han instalado por las calles de Barcelona. Es Sant Jordi. No sé si el libro que voy a empezar hablará de farmacéuticos. Seguramente, no. j

PD. A propósito de la novela de Sciascia –que aconsejo porque su lectura ha sido muy placentera– propongo que los lectores que quieran cuelguen en el blog «Planeando» novelas en las que aparezcan farmacéuticos. Un juego que nos puede proporcionar sorpresas. Cada libro es, al menos, una sorpresa.

jueves, 7 de mayo de 2009

El diccionario


La calle es estrecha y las aceras parecen de charol por el brillo del agua. La lluvia no ha dejado de mojar con parsimonia los adoquines desde la madrugada. La puerta de la librería de libros usados se abre hacia fuera. La luz en el interior es tenue, es de un amarillo paja que hace juego con el blanco envejecido de las hojas de los libros que ilumina sin desnudarlos. Es una luz pudorosa, respetuosa con los años y con las raspaduras de los libros viejos.

Un olor de polvo viejo me saluda cuando tiro del picaporte de la puerta de madera oscura y cristal translúcido. Un antiguo perfume de letras y palabras impresas, una fragancia llena de matices de tintas y de papel que se va diluyendo lentamente en el aire. Polvo de libros viejos.

Hace meses que estoy buscando La pell de brau, de Salvador Espriu, editado en 1960 por los Llibres de la Lletra d’Or, para regalársela a mi amigo Leopoldo cuando vaya a verlo a Vigo. Espero que le guste, que la añada a su colección de primeras ediciones de grandes autores y la saboree cerca de la ventana de su salón mientras cae la lluvia espesa de Galicia.

Parece que el abrigo gris del único cliente que se mueve entre las estanterías está completamente seco. Da la sensación de que el cliente no ha salido de los pasillos estrechos en todo el día. Está absorto, pasando lentamente las páginas de un libro grueso. De vez en cuando parece que levanta la vista del libro y la expresión de la cara refleja alegría con un brillo infantil en sus ojos. Parece la expresión que tiene un niño al abrir el regalo traído desde el lejano oriente por sus magos que pronto dejarán de serlo.

Tengo curiosidad por las historias que poco a poco van tejiendo la gran novela que supuestamente está leyendo, las descripciones minuciosas de paisajes misteriosos, los retratos de personajes que van mostrando facciones ocultas, las frases de ritmos redondos, y tengo envidia y curiosidad por saber más de la historia que debe estar disfrutando. Parece una persona afable y educada, lo que me incita a acercarme a él y preguntarle por el autor de su estimulante lectura.

– ¿De quién es este monumento de la literatura?–. Una estúpida manera de empezar una conversación, «monumento de la literatura» es un insulto a la inteligencia, una cursilada, un sacrilegio imperdonable en un santuario de palabras, pero a veces para iniciar una conversación se cae en esas estupideces. Me siento como un adolescente lanzando el anzuelo con el manido: ¿estudias o trabajas? Un rubor de vergüenza se encarama a mis mejillas, aunque la tenue iluminación de la cripta de papel lo disimula eficientemente.

El lector del abrigo gris me responde, con una elegancia exquisita, que el libro que está leyendo no tiene autor y no hace ningún comentario irónico sobre mi pregunta. Se lo agradezco. Me explica con sabiduría que los diccionarios son como cofres en los que se esconde un tesoro de palabras. Una urna que puedes vaciar lentamente mientras descubres piedras preciosas de colores imposibles.

Me quedo sin palabras en un mar de palabras. Debe ser esta mudez la que me impide presentarme como corresponde. No logro comprender del todo la fascinación que el diccionario provoca al lector del abrigo gris, que educadamente se presenta, él sí, como Fabián Badía Ensenada. También me cuenta que se dedica a la abogacía en un pequeño bufete, pero que su verdadera vocación es la de descubridor de palabras, por lo que, cuando tiene tiempo, lo que sucede a menudo, lee y relee un diccionario, saboreándolo como una copa de brandy antiguo, sin prisas.

El encuentro en la librería es un recuerdo que siempre está presente en todas las conversaciones que hemos tenido a partir de aquel día. Nos vemos y nos hablamos cada mes y Fabián me trae palabras, me enseña sus descubrimientos.

Hace ya algunos meses que Fabián parece menos apacible, como si algo le molestara lo suficiente como para romper esa serenidad que siempre refleja su fisonomía. Leo, como cada mes, su lista de palabras preciosas, pero hoy me interesa más saber lo que crispa las arrugas suaves que nacen en el extremo exterior de sus ojos.

Fabián me cuenta que cada día está más preocupado por la utilización indiscriminada de lo que él llama palabras paraguas. Palabras que sirven para parar el chaparrón. Escudos que impiden la utilización de las palabras realmente adecuadas.

¿La espectacularidad es la única característica de las buenas acciones de los jugadores de fútbol? ¿Dónde están la habilidad, la potencia, la inteligencia, la imaginación, el virtuosismo, la coordinación, la velocidad, la plasticidad, la belleza?

¿Cómo es posible que la transversalidad sea la solución mágica para todo, para la política, para las empresas, para las relaciones sociales, para las relaciones familiares? ¿Sirve la transversalidad para un barrido o para un fregado?

Me voy del encuentro preocupado y me olvido de la lista de palabras que me ha traído Fabián. Salgo de nuestro rincón en el Café del Centre, de la mesa redonda de mármol blanco situada en el fondo del local, detrás de un biombo de madera, pensando en las palabras paraguas.

Al llegar a la farmacia me encierro en mi rincón de lectura para descubrir algún espécimen de palabra paraguas en las publicaciones profesionales. Encuentro una. Realmente fea. Interoperabilidad. Tiene todos los síntomas de ser una de ellas. Se repite constantemente. La interoperabilidad parece ser el mayor motivo de preocupación en el despliegue de la receta electrónica, parece que todos los problemas se deban a la interoperabilidad perdida.
Pero, ¿como influirá la receta electrónica en los futuros conciertos con las consejerías de Sanidad? ¿Favorecerá la receta electrónica un mejor uso de los medicamentos? ¿Ayudará la receta electrónica a disminuir la carga burocrática que debemos soportar los médicos y los farmacéuticos? ¿Será un instrumento útil de coordinación efectiva de los profesionales sanitarios? ¿A nadie le preocupa la manera de financiar el proyecto? Parece que todo dependa de la interoperabilidad. A veces me pregunto por qué los diccionarios son tan gruesos si con una sola palabra podemos responder a tantas preguntas.