viernes, 28 de agosto de 2009

«Cucumis melo»


Me apetece menos que antes pasear por el barrio. Me preocupa porque lo quiero. Estoy acostumbrado al barrio, pero empiezo a sentirme raro, empieza a costarme reconocerlo. Mi ciudad es una, pero son muchas también. Seguramente para los que se han criado en un mundo de conquistadores y de horizontes imperiales es una ridiculez, pero yo me siento cómodo en mi barrio y en mi casa. No me siento pequeño por sentirme parte de él, porque veo más allá de mi barrio y me gusta ir a comer y a pasear por otros barrios y me gusta que vengan a casa para hablar de sus casas y así sentir el latido del mundo. Pero el barrio está cambiando.

Mi barrio tiene de todo, calles anchas y pulcras en las que los paseantes caminan ordenados y callejuelas pequeñas en las que las voces de los vecinos surgen de las ventanas para componer la música de fondo en las plazoletas escondidas. En mi barrio se puede comprar en tiendas elegantes, en las que tienes que llamar para que un vendedor antipático te abra la puerta después de echarte una mirada en la que asoma un cierto matiz inquisitorial y también en otras, en las que los tenderos desparraman su género y su simpatía por las aceras, como un vestigio de los tenderetes de los antiguos mercados. Las grandes cadenas de supermercados, en las que las verduras están envasadas en estuches perfectamente rotuladas con su correspondiente código de barras y precio, van ganado posiciones; pero el viejo mercado en el que puedes pasear zambulléndote en un mar de olores cambiantes continúa vivo, es como un corazón viejo de alguien que continúa sintiéndose joven.

En estos días mi barrio está más triste. Esta crisis injusta, una crisis que se está llevando por delante y por detrás a los inocentes nuevos ricos –nos creímos y nos hicieron creer que el país de Jauja realmente existía, nos convencieron del cuento los mismos apóstoles que ahora nos dicen con expresión grave que el país de Jauja es cosa de niños–, una crisis que está cerrando tiendas, supermercados y que incluso clausura las puertas de algunas agencias bancarias de las que, hasta hace muy poco, brollaban las fuentes de dinero.

La tienda de Rosa ha sido una de las víctimas de la escabechina que está vaciando las aceras. La esquina en la que colocaba con amor las alcachofas en bandejas de madera, junto a las ciruelas moradas, verdes, naranjas y amarillas, está ahora mucho más triste. Su tienda era un lienzo de abstracción geométrica en el que se escondía un abrazo del sol con la huerta. Me gustaba pasar por delante de las frutas y verduras que cada mañana tentaban mis sentidos. Las mañanas soleadas, en las que Rosa tenía melones y sandías, su tienda adquiría una exhuberancia tropical, el misterio escondido en el interior de esas cucurbitáceas despertaba mi curiosidad.

– ¿Cómo saldrán hoy los melones y las sandías?– preguntaba a Rosa, si la tentación me vencía.

Yo ya no era un novato, pero nunca he llegado a conocer las claves para descifrar el nivel de dulzor y la jugosidad de las frutas que deben poner colofón a cualquier comida veraniega que se precie. Siempre me ha parecido que una comida de verano no era lo mismo sin una buena rodaja refrescante de melón o de sandía.

Hace más de treinta años que Rosa ha despachado en la tienda, más de treinta veranos palpando melones y sandías; años que le han aportado experiencia. Rosa se atrevía a escoger, pero siempre me acababa diciendo que el melón y la sandía se conocen realmente cuando se abren. Abrir el melón tiene siempre el riesgo de encontrarte con un pepino. Rosa era, lo debe ser aún, una vendedora prudente y se curaba en salud, seguramente es lo más aconsejable en este caso.

La prudencia siempre ha sido también una actitud presente en cualquier reflexión sobre la necesidad de modificar algunos aspectos de la ordenación farmacéutica. El entramado legal que sustenta la legislación regulatoria del sector de oficinas de farmacia es un intrincado edificio en el que la propia norma y el procedimiento administrativo que la concreta mantienen un frágil equilibrio en el que cualquier movimiento puede suponer un desmoronamiento trágico. Un misterioso mundo de normas y procedimientos en el que, si te pones a retocarlo, puedes encontrarte con un pepino de mucho cuidado.

La constante evolución de la sociedad aconseja que las regulaciones se adapten a los nuevos escenarios, porque no es sostenible por mucho tiempo que la realidad y la norma caminen por caminos distintos. Los políticos que tienen la responsabilidad de legislar, y los dirigentes farmacéuticos que la tienen de conocer en profundidad el sector y de explicar con claridad a los que legislan el funcionamiento del mismo, son los que deben tomar la decisión de abrir el melón.

Siempre he intentado alejarme de cualquier fundamentalismo y creo en el valor de la duda como mecanismo incentivador de la reflexión. La duda favorece el conocimiento de ideas distintas de las que ahora defiendo. Algunos pueden pensar que es una manera incómoda de ver las cosas, verdaderamente, a veces lo es, pero tengo la esperanza de que sea un sistema que debería hacerme aspirar a conseguir algún retal de sabiduría.

Cuando navegamos por un mar de dudas, tenemos la tentación de frustrarnos si no encontramos las respuestas que esperamos. Pero antes de empezar con una retahíla de quejas y de reclamaciones por no poder oírlas, es aconsejable contar hasta tres y cuestionarse si las preguntas planteadas son las correctas. Hacer las preguntas adecuadas y en el orden correcto es el mejor método para no caer en la frustración y la autocomplacencia.

No es un ejercicio fácil ni cómodo, pero después de un mes de contemplación tranquila del Mediterráneo, me atrevo a intentarlo, porque pienso que es mucho peor un melón podrido que un pepino, con el que, al menos, puedes hacerte una ensalada. Algo es algo. j

P.D.: Continuará con algunas preguntas y dudas, muchas dudas. No sé si sobre cucurbitáceas, porque aquí hay mucho tomate.