martes, 15 de septiembre de 2009

«Solanum lycopersicum»


Ya de jovencito me gustaba meterme en las callejuelas del Raval. No he sido un aventurero, pero un poso antiguo de algún antepasado guerrero debo tener escondido. No existe callejón oscuro del barrio viejo barcelonés que se resistiera a mi curiosidad de aquellos años. Siguiendo uno de esos ecos debilitados por tantas repeticiones, que me llegan de vez en cuando desde el barrio donde nací, me encuentro inmerso en un laberinto de puestos de verduras y hortalizas verdes, lilas, blancas y rojas que pintan un estampado primaveral; de pescaderías en las que una cama de hielo sirve para que las merluzas de palangre se ofrezcan desnudas, con ese brillo viscoso que tienen los habitantes de los misteriosos fondos marinos, a las miradas de todos, y junto a ellas, una caja de almejas pudorosas, esperan impacientes que alguien quiera sucumbir a sus encantos más escondidos. Más allá, en el mármol frío de las carnicerías, los grandes trozos de carne roja, a los que la sangre ya sólo les proporciona el brillo de la carne fresca –pero muerta– reposan pesadamente, son como esculturas abstractas que los carniceros van moldeando siguiendo los pedidos de los clientes.

El mercado de la Boquería está vivo. Ya no es sólo el mercado central de Barcelona, muy a mi pesar, ya es también una atracción turística. Tiendas de zumos de frutas de países lejanos, envasados en vasos de plástico con una cañita incorporada, frutas troceadas y colocadas en bandejas de plástico, preparadas para ser comidas sin el esfuerzo que representa pelarlas, compiten por llamar la atención de los turistas. Ellos no tienen mis recuerdos para comparar, como yo hago con mi memoria. Mi otro barrio también cambia. ¿Soy yo el que no cambia? Esa es otra de mis dudas permanentes.

Me escabullo por los laterales hacia el carrer de les Cabres. Adosada al mercado, se abre un pedazo de la plaza de Sant Josep que no está ocupada por el edificio del mercado. En ese pedazo de plaza a cielo abierto se colocan cada mañana las payesas.

– Parece que los tomates están más verdes de lo que es habitual.

Le pregunto a la payesa que regenta el tenderete de la esquina más soleada, donde los frutos rojos exhiben su redondez como si fueran tersas pieles coloreadas por el sol. Le pregunto, mientras cometo la osadía de palparlos para valorar su grado de madurez, un atrevimiento que me comporta recibir el puñal de su mirada inquisitorial. El aviso silencioso sirve para que no me atreva a tocar nada más. Ella se da cuenta de que su advertencia ha surtido efecto y me responde casi sin mirarme.

– Esta semana es semana de luna nueva y las tomateras van más despacio.
– ¿La luna influye en el ritmo de maduración de los tomates?
– ¿Qué clase de tomate quiere?…Tomate Raf, Montserrat, Cor de Bou, Pometa.

Esta vez, simplemente la payesa ha despreciado mi pregunta. Tengo la sensación de que la pregunta, que ella me ha lanzado por respuesta, está hecha por un profesor que sabe perfectamente que el alumno desconoce la solución, pero deja aflorar el sadismo escondido que, los que saben, ejercen con los que ignoran.

Está claro que no le he caído en gracia, pero los tomates que tiene son preciosos y acabo asumiendo con humildad que no debo haber hecho lo adecuado, ni tampoco la pregunta correcta.
Me cuelo por el carrer de Xuclà, junto a los muros de la Iglesia de Betlem, en dirección a la Plaza de Catalunya, el paso fronterizo que me conectará con la ciudad nueva. Voy cavilando sobre si los tomates de Montserrat, que he pagado a precio de filete de ternera gallega, quedarán mejor con unas anchoas de l’Escala, con ventresca de bonito o con una mozzarella, que venden en una tienda regentada por una pareja de italianos que se ha instalado en el barrio de Gràcia, regados con un buen aceite y sembrados de orégano.

Al llegar a la altura de la Gran Vía, la ciudad ya ha logrado borrar todo el olor de calle vieja a base de perfumarse de grandes tiendas y de oficinas de negocios, recuerdo que tengo que escribir sobre las preguntas correctas y mis dudas. Os lo debo. Lo haré, aunque os confieso que preferiría contaros como acabó realmente mi visita a la payesa de los tomates.

¿Nuestro modelo de farmacia es el mejor modelo? Sinceramente, no lo sé. Más dudas aún. ¿No será que la pregunta no es la correcta? Menos mal que la payesa de la mirada asesina ya no está delante de mí para fulminarme. Realmente los tomates de Montserrat están en el cesto, pero el tomate que se me viene encima es de mucho cuidado. ¡Y todo este lío por haber empezado a contar lo mucho que me apetece comerme un melón después de la paella!

Si analizamos los resultados de los distintos modelos existentes en los países de nuestro entorno podemos concluir que todos cumplen con lo que debería ser el objetivo fundamental de cualquier modelo de prestación farmacéutica. En nuestro mundo –el primer mundo– los medicamentos llegan a quien los necesita y no existen diferencias importantes en los niveles de salud implicados en el uso de los medicamentos.
¿Por qué entonces nos empeñamos en establecer una lista de buenos y malos modelos? ¿No sería más conveniente reflexionar sobre lo que debemos retocar del nuestro para que aún sea más eficiente y que los costes de un cambio superen con creces los posibles beneficios?

Me parece mucho más conveniente conducir la reflexión por estos cauces que establecer una cruzada que no lleva a ninguna parte. Seamos prácticos, en una sociedad evolucionada como la nuestra no tiene mucho sentido hablar de valores absolutos. Absolutismo, por otra parte, que los que defendemos nuestro modelo criticamos cuando lo ejercen los otros.

Los modelos de farmacia existentes tienen mucho que ver con la historia económico-social de cada país y se han ido amoldando a los sistemas sanitarios implantados por los distintos estados. El nuestro tiene que ver con un modelo de comercio capilar en el que los gremios tuvieron un papel regulador importante. El resultado de todo ello es una distribución de farmacias muy provechosa para el usuario y una gestión privada de una prestación pública.

No creo que exista ningún gestor sanitario al que le interese variar estas bases; no obstante, tampoco es aconsejable no impulsar cambios que agilicen la instalación de nuevas farmacias acordes con las necesidades de la ciudadanía, ni mantener rigideces que no permitan un normal desarrollo de un establecimiento que debe tener herramientas para poder ofrecer un servicio óptimo. Lo dicho, abrir el melón tiene mucho tomate.