viernes, 26 de febrero de 2010

Pepito Grillo


Hace cincuenta y tres planeandos os conté cómo supe de Joe Cricket (http://planeandoelfarmaceutico.blogspot.com/2007_06_01_archive.html) y ya entonces dejé constancia escrita de mi intención de ir a visitarle personalmente.

El relato de sus peripecias en el sanedrín de la profesión, que había colgado en su blog –no sé si voy a acostumbrarme a colgar palabras en vez de escribirlas– me había interesado mucho en aquellos días en los que estaba preocupado por un futuro en el que se empezaba a vislumbrar la necesidad de establecer normas que facilitaran la convivencia de las nuevas tecnologías y las boticas. También es cierto que las tierras lejanas del norte de la gran isla británica, donde vive Joe, siempre han sido una tentación para mí. Son un lugar mágico en el que aún puede notarse el espíritu de los magos, escuchar el eco de los gritos de sus héroes, y en el que los antiguos clanes aún conservan sus colores en las faldas que visten con orgullo.

El kilt o falda escocesa –descendiente simplificado del vestido tradicional feileadh mor de los clanes de las Highlands– ha sido una prenda de vestir que me ha gustado desde los años de mi juventud; siempre he creído que realza –debe ser por contraste– el físico rudo de los descendientes de los defensores de la independencia escocesa que lucharon contra los ingleses durante los conflictos armados que mantuvieron enfrentados a los dos países entre finales del siglo XIII y mediados del XIV. No he escondido nunca mi admiración por los seguidores de William Wallace, que el once de setiembre de 1297 pasaron por encima del ejército inglés comandado por el Conde de Surrey en la batalla de Stirling Bridge; pero lo cierto es que las faldas escocesas empezaron a interesarme porque le quedaban muy bien a mi vecina Isabel. Muy a menudo los dos nos encontrábamos –hace ya tantos años– camino de las respectivas escuelas en las que cursábamos el bachillerato, y en esos encuentros matutinos me di cuenta de lo bien que podía quedar ese pedazo de tela.

El uniforme de su escuela, en su porción inferior, era una falda plisada de cuadros escoceses en la que dominaban el rojo y el verde; esa falda, que Isabel llevaba con tanta gracia hasta la línea del menisco superior, es la verdadera causa de mi querencia por esa prenda. De la parte superior de su uniforme no me acuerdo, posiblemente se ha desvanecido ese recuerdo por la dificultad que tenía en esos felices días para poder observarla. La carpeta forrada con la foto de un actor norteamericano que mi vecina trajinaba apretada fuertemente contra sus pechos era una barrera infranqueable para mi mirada.

Me costó unas cuantas noches averiguar dónde ejercía Joe, porque su blog no daba ninguna pista sobre su localización, pero esto de Internet es como tener un Terrier adiestrado para encontrar un buen ejemplar de hongo ascomiceto de la especie Tuber magnatum con el que podemos aromatizar unos buenos huevos fritos para convertirlos en un delicado plato de alta gastronomía. La red es un invento casual –como casi todos los grandes inventos– que, sin pretenderlo su inventor, se ha convertido en un sabueso implacable a la vez que un incordio muy molesto, sobre todo si no quieres que te encuentren.

Husmeando por la red llegué a la página de la organización corporativa escocesa, y en el anuario, donde podían consultarse los nombres de sus asociados, encontré el de Joe.

Joe salía referenciado como un farmacéutico que ejercía su profesión en una farmacia de la ciudad de Kirkwall (una mala traducción inglesa de la palabra nórdica Kirkjuvagr). Unos 7.000 habitantes viven en la que puede considerarse la capital de las islas Orkney. Las 67 islas que fueron habitadas originariamente por los pictos, conquistadas posteriormente, en el 875, por los noruegos, cuya cultura e idioma caló hondo durante más de quinientos años para acabar finalmente cedidas a la Corona Escocesa en el 1472 por una cuestión de impago de la dote del matrimonio entre Margarita de Dinamarca y Jacobo III de Escocia, forman un archipiélago situado al norte de las costas de Caithness.

Después de cruzarnos unos cuantos mails en los que nos presentamos mutuamente, quedamos de acuerdo para fijar unas fechas idóneas para mi visita. La etapa final de mi viaje tiene final en el aeropuerto de Kirkwall partiendo de Edimburgo. Después de dejar el equipaje en el hotel, disfruto de un breve paseo por la zona de la ciudad en la que está situada la catedral de San Magnus antes de entrar en la farmacia de Joe.

Me esperaba encontrar a un personaje inquieto con los ojos brillantes, acostumbrado a lidiar con el inmovilismo de los guardianes de las esencias de la profesión. Esa era la impresión que destilaban sus relatos, al menos a mi me dieron esa impresión sus palabras, pero el brillo de sus ojos no es tan vivo como esperaba. Joe es un farmacéutico realmente hospitalario que ya tiene preparado un programa de visitas que incluye el monumento neolítico de Ring of Brodgar, un lugar mágico del que yo le había comentado en mis correos que deseaba conocer, pero tengo la sensación de que sus propuestas no han tenido todo el éxito que él esperaba. No está exultante.

Mientras saboreamos un vaso de Scapa, un whisky de malta, destilado en las islas, que tiene un carácter complejo, con un toque ligeramente ahumado que le confiere el agua con sabor a turba que se utiliza en su elaboración, le pregunto si ha logrado convencer a las altas instancias de la necesidad de incorporar las nuevas tecnologías en los procesos administrativos de las farmacias. Me responde serenamente que, aunque el proceso fue largo y repleto de debates largos y de sesudas sesiones, el proceso se inició hace unos meses.

–No te noto muy ilusionado. ¿No era éste tu objetivo?
–Sí, lo era. Reconozco que mis argumentos han convencido a los grandes gurús de la profesión, pero muchos compañeros están desconcertados y me señalan como el causante de sus problemas con la tecnología. He aprendido que es una carga más pesada liderar un cambio que ser el Pepito Grillo de la profesión.


Por suerte, ahora las diferencias de criterio se solucionan más civilizadamente que en los tiempos de William Wallace, que acabó ahorcado, destripado, descuartizado y decapitado.

viernes, 12 de febrero de 2010

Paco


Paco casi nunca habla. Los que no le conocen demasiado le tienen por un tipo un poco huraño.

Es muy grande y ocupa siempre más espacio del que la prudencia le tiene asignado. Yo, que le conozco bastante, siempre procuro sentarme a una distancia prudente, porque aunque Paco hable poco, cuando la conversación le interesa habla, grita, gesticula y se mueve casi sin control.

Nunca a su lado, pero si la ocasión se presenta, no pierdo la oportunidad de cenar con él. Disfruta con desmesura en la mesa y se divierte conversando con los que le acompañan, en lo que para él es una fiesta de los sentidos. Nunca a su lado, por si uno de sus gestos desmedidos tropieza con mi cara.

Su cabeza es grande y redonda. Va perdiendo cabello poco a poco y la alopecia, que ya no puede disimular, va mostrando un contorno craneal más puntiagudo de lo que parecía hace veinte años, cuando aún tenía cabello. Su esqueleto es grande y sus músculos, duros. Con los años de comidas con sus amigos, su cuerpo se ha redondeado por lo que ahora parece más grande de lo que es.

Cuando se le conoce, Paco es como un niño grande. Lo que más le gusta es que le quieran.

Desde hace unos meses ha dejado crecer su barba poblada. Es una barba en la que las canas desempeñan un papel importante. No puedo evitar que me recuerde al capitán Haddock emitiendo exabruptos mientras acompaña a su amigo reportero, tan educado él. Hoy, mientras tomábamos el segundo café, le he confesado que me recordaba al marino cascarrabias y mi comentario nos ha servido para recordar entre risas y palabras recuperadas los años en los que ambos éramos niños y revivíamos con nuestros juegos en el bosque de la Font del Ferro los viajes de Tintín que leíamos en los álbumes de cómics que aún conservamos con veneración.

El bosquecillo de pinos que servía de escenario de nuestras aventuras era una zona sin casas al otro lado del camino que lindaba con el jardín de la Torre María, donde pasábamos los veranos. El caserón de cuatro pisos estaba situado en la orilla de la carretera que subía el puerto de la Pullosa para llegar a Collsuspina; el jardín de nuestros veranos infantiles estaba justo enfrente del balneario de aguas sulfurosas Codina. Había días que los árboles del pequeño bosque eran para nosotros las setas gigantes de la Isla Misteriosa y otros en los que los helechos eran la vegetación selvática que debíamos traspasar en nuestra búsqueda de un fetiche arumbaya desaparecido, como en La Oreja Rota.

Aunque junto a Paco puedo recorrer el reloj en sentido contrario, lo cierto es que el tiempo ha seguido su curso habitual y ahora Paco se viste de blanco cada día. Paco estudió farmacia. Durante unos años estuvo realizando una tesina en el departamento de Bioquímica que versaba sobre la regulación por fosforilación de la enzima HMG-CoA, reductasa, un trabajo que le comportó utilizar las estatinas cuando estos medicamentos aún no habían llegado a las estanterías de las farmacias; las usaba para aumentar la concentración hepática de la enzima en ratas de las que, después de pasarlas por la guillotina, aprovechaba su hígado. Esas matanzas le complicaban las citas con su novia de toda la vida, que no soportaba el olor a sangre que quedaba impregnada en él. Ahora se dedica a dispensarlas –la mayoría ya son medicamentos genéricos– a sus clientes que quieren tener sus arterias lo más sanas posible.

Los dos hemos hablado muchas veces de lo que significó para él un cambio tan radical y de las motivaciones y de los condicionantes económicos que influyeron en su decisión. Recuerdo perfectamente los años posteriores a su elección, en los que un sentimiento de añoranza por la investigación barnizaba muchas de sus palabras, pero ahora disfruta de su trabajo con sus pacientes. Cuando escrutas con atención el brillo de sus ojos, puedes detectar la satisfacción por su trabajo con el que ha podido ganarse la vida y su familia ha podido conseguir un estatus social confortable.

(En el mundo de las palabras habladas si el interlocutor es un amigo es difícil sustraerte de esa condición y no puedes transformarlo en un personaje, pero esto de escribir te permite utilizar a un amigo como personaje de una historia e incluso puedes inventarte a un amigo para poder contar una historia, o retratarte a ti mismo, recreando a un supuesto amigo, para contar algo que nunca te ha sucedido ni a ti ni a tu amigo. Alguna de estas posibilidades estoy utilizando para intentar contar lo que piensa un farmacéutico medio de oficina de farmacia al analizar lo que está sucediendo con la economía de su botica.)

Paco está preocupado, una preocupación que expresa a su manera, con gestos teatrales, pero que en el fondo no tiene ni un ápice de estridente.

La suma de las medidas adoptadas durante los últimos diez años por los diferentes gobiernos para atajar el crecimiento de la factura farmacéutica (realmente debería escribir: la factura de medicamentos financiados con el presupuesto público y que se dispensan en las oficinas de farmacia) está provocando una disminución de la rentabilidad bruta de su farmacia a un ritmo realmente acelerado.

Paco es consciente de que las características especiales del sector de las oficinas de farmacia obligan a un análisis económico distinto al de cualquier otro sector: La regulación existente, la pequeña dimensión de las farmacias que en bastantes casos pueden considerarse microempresa y en algunos incluso nanoempresas, la doble condición –de cliente y de regulador– que ostenta la Administración sanitaria, dibujan un escenario complejo que requiere una pausa antes de tomar cualquier determinación, pero aunque es consciente de estas consideraciones Paco insiste en la necesidad de adecuar los parámetros actuales que recortan el precio medio de los medicamentos y el margen de las oficinas de farmacia. Conjugar la sostenibilidad de un sector que ofrece un servicio tan bien valorado como el que ofrecen las farmacias con la del sistema sanitario tiene que ser un objetivo prioritario, pero llevar al sector a una situación de precariedad es un método infalible para torpedear las propuestas que van en esa dirección.