jueves, 30 de septiembre de 2010

Historias en un taxi (I)


No sé si las estadísticas sobre la meteorología de esta primavera confirmarán mi percepción, pero tengo la sensación de que ha sido un invierno lluvioso, frío y tan pertinaz que la borrasca se ha quedado pegada encima del rincón del mapa donde vivo como un chicle en el asfalto. Como mis cuñadas, que no acaban de irse nunca, aunque hayan dicho adiós tres veces. Yo soy más drástico, si digo que me voy, me voy. Con las estaciones prefiero, si pudiera lo exigiría, que suceda lo mismo, debe de ser por la influencia de la televisión; ya desde niño, cuando en la tele se anunciaba que había llegado la primavera, yo me lo creía a pies juntillas y, aunque me costara algún resfriado que otro, desde aquel mismo día ya no quería ponerme ningún jersey de lana.

Cuando paseo por la playa –¡qué lejos quedan esos días fríos y lluviosos!– con los pies mojados, descalzo, vestido con un bañador y una buena camiseta de algodón –uno de los placeres del verano son las camisetas de algodón gastado, esas que parece que tengan memoria, y que se adaptan a tus características morfológicas; a menudo la vocecilla que tengo colgada de mi oreja derecha me recuerda que las convenciones sociales obligan a estrenar algo en verano, pero la del izquierdo no para de gritarme que no hay nada como las viejas camisetas de algodón para sentirse el tío más feliz del mundo–, tengo la dormida certeza de que esos días fríos volverán, pero escribiendo ahora de ellos aún disfruto más de estos días calurosos de verano.

La amenaza de lluvia es evidente, un día más, pero mi agenda marca un día complicado, por lo que he preferido utilizar la moto (he escogido la palabra moto para no escribir scooter, aunque esta palabreja que habita en el limbo de los anglicismos describe mejor ese bidé con ruedas que tan de moda se ha puesto en la ciudad) para desplazarme con más rapidez por Barcelona. A primera hora, tengo concertada una visita con el director de una agencia bancaria, me lo ha recomendado un amigo, para un asunto referente a un crédito. En estos tiempos de tacañería bancaria, el recurso olvidado de la recomendación vuelve a estar al orden del día, aunque a diferencia de etapas anteriores, en las que los guardianes del dinero eran menos quisquillosos, no tiene la eficacia de antes. La visita ha sido formalmente exquisita, Gerard Izquierdo Gómez, según indica su tarjeta, es un tipo tan estándar que casi no tiene ninguna característica especial a la que pueda recurrir para describirlo; ha sido capaz de ser amablemente inútil, una virtud que debe de haber sido decisiva para lograr su puesto. No parece que la recomendación me vaya a servir para lograr mi objetivo.

Mientras los peces se mueven con su zigzag sincopado entre mis manos y mis pies, me olvido, aunque sea por unos momentos, de los despachos escuetos y funcionales de los directores de banco, y disfruto de mi olvido observando cómo el mar se pierde en el norte, por detrás del Cap Norfeu.

Al salir del banco, ya caen las gotas con la suficiente frecuencia para decir que llueve. Mi próximo destino está en el barrio de Les Corts, cerca del Camp Nou. Por suerte, llevo en el maletín de la moto el chubasquero plegable… arrugable, sería más exacto. Es de un color azul impreciso, está cosido de cremalleras de plástico gris. Tiene un aspecto un poco vulgar, pero es uno de los mejores inventos para los que nos movemos en moto (realmente debo de tener un problema con las formalidades de la vestimenta, me gusta sentirme cómodo). La lluvia es cada vez más fuerte y el chubasquero no es lo suficientemente amplio para cubrir los pantalones, que empiezan a estar mojados. La prenda de plástico tiene unos bolsillos ubicados en la zona lumbar, y en ellos se esconden unas perneras impermeables, pero es demasiado laborioso, en plena Plaza de Catalunya, detenerse para colocártelas. Al llegar a la Gran Vía, asqueado de la lluvia, decido aparcar la moto en uno de esos triángulos reservados para ese fin que están pintados en los extremos de los chaflanes. Después de sacarme el casco, de bloquear el manillar y de colocar el candado en la rueda trasera, oteo el mar de vehículos para cazar alguna luz verde circulando. Cuando veo una acercarse hacia mí, levanto el brazo y agito levemente la mano. Me parece que grito lo suficientemente alto para hacer el ridículo: ¡Taxi! Ese gritito es un vicio inútil que repito con asiduidad; su inu-tilidad es manifiesta, ya que el taxista no puede oírme, ni por la potencia que imprimo a mi voz (podría gritar más alto para aumentar las posibilidades de que me oyera, pero no sé si me sentiría cómodo siendo observado, como si fuera un bicho raro, por los peatones que pasan a mi lado parapetados bajo los paraguas o guarecidos por los balcones. El ridículo aún sería mayor), ni por el ruido ambiental reinante en la ciudad.

El interior del vehículo amarillo y negro que me ha tocado en suerte es bastante espacioso y limpio. Su interior es de un tejido de color gris mucho más agradable que las imitaciones de piel. No me siento cómodo en los asientos forrados de esa variedad del plástico pegajoso que imita la piel, curtida por el roce de innumerables y desconocidas posaderas. El ambientador es de notas herbales, perfuma sin ofender. Justo enfrente del lugar que ocupo, en diagonal al conductor, cerca del taxímetro, el taxista ha pegado un calendario diminuto con un número impreso: en negro los días laborables y en rojo los festivos. El número que indica el día del mes está situado entre el día de la semana y el santo del día; es uno de esos almanaques de los que cada día se va arrancando el primer papelito con el objetivo, absurdo según mi opinión, de saber durante toda la jornada en que día se está viviendo. No entiendo esa afición por controlar la merma imparable del taco de hojitas numeradas, ni tampoco que el primer gesto matinal sea tirar a la basura una hojita más. Es una muestra palpable, en tus mismas narices, de cómo se te va vaciando la vida.

Siempre me fijo en esos diminutos contadores de días; lo hago desde que un taxista me contó que los compraba cada año para ver si alguna mañana tenía la sorpresa de que apareciera, otra vez, el mismo número que el que iba a tirar a la basura. Sin embargo, me confesó que durante todos los años de profesión –ya era un conductor veterano– nunca se había repetido, ni el número ni el día. El fabricante de calendarios tenía un buen control de calidad. (Continuará)

lunes, 13 de septiembre de 2010

El unicornio


Wild Horses, Couldn’t drag me away,
Wild, wild horses, We’ll ride them someday
(The Rolling Stones)

Parece un caballo. Tiene cuatro patas acabadas en pezuñas afiladas, con las que puntea el suelo, justo después de esos tobillos fuertes y delicados, de bailarín, que no acaban de corresponderse con unas ancas voluminosas.

Le gusta mirar a los caballos galopar y ver como los músculos grandes se contraen y sus movimientos hacen brillar el pelo corto mojado de sudor, y los cabellos de la crin enredados como caracoles negros acaban desenroscándose en tirabuzones en los que el viento y el sol se sumergen y salpican el aire de chispas brillantes.

Parece un caballo, pero no lo es. Todo él es menos poderoso, parece más un dibujo de un caballo. Su galopar no tiene la fuerza de un caballo, es armonioso, pero sin fuerza, amanerado. Parece que no toque el suelo. Sus patas se mueven sin que sus músculos se contraigan, no parece tener músculos poderosos. Aunque lo intente, no puede oír la música que sus pezuñas deberían componer al romper la tierra, una canción de tambores lejanos que recuerdan las películas de Tarzán en el cine de barrio. El pelo de la cola es largo y dorado, como el de la crin, y brilla, pero no por el sudor que los empapa por su esfuerzo, tiene un brillo de estrellas y de purpurina, como el brillo de los escaparates de las tiendas por Navidad. ¿Hacia dónde va ese caballo sin ser un caballo? ¿Dónde está ese prado verde por donde la imagen de dibujos animados pasea mientras deja tras de sí un rastro de estrellas doradas? Se pregunta Bernat.

Ni sabe dónde está el prado de césped infinito, ni sabe dónde está él. Parece que esté sentado solo en una grada vacía de espectadores y repleta de recuerdos de grandes gestas olímpicas. Está en un estadio suspendido en el aire, un estadio en el que se exhibe, con un aire parecido al que envuelve a los reyes mientras saludan a sus súbditos moviendo con un ritmo acompasado sus reales manos, un caballo blanco coronado por un cuerno retorcido como una columna salomónica de un retablo barroco. Está sumergido en un cuento de hadas.

Si está completamente despierto, tiene la plena consciencia de que los unicornios son animales mitológicos, lo sabe. Puede leer libros sobre los mitos y mirar las innumerables páginas sobre los animales mitológicos que puede encontrar en la red. Puede disfrutar de la tranquilidad y la seguridad de lo que es normal. Está despierto y está recordando un sueño que no sabe cuándo ha empezado, como todos los sueños.

Cuando estaba inmerso en la visión onírica, el unicornio podía ser la imagen de un caballo, un caballo blanco con un cuerno retorcido que galopaba dejando tras de sí un estela de purpurina. Pero, en la frontera sinuosa que limita la vigilia del sueño, es el lugar donde la incertidumbre de lo que no encaja en el mundo que conocemos nos estremece. En esos momentos sentimos la extraña intranquilidad que aparece cuando los fantasmas nos invaden al abandonar el ensueño. Bernat a menudo vive en esa frontera.

(Podría haber escrito simplemente: el unicornio provoca –a Bernat, y a mí también– intranquilidad, porque es un caballo raro, pero tengo que llenar el espacio que ocupan mil palabras, y además, por qué no decirlo claramente, la manera de decir las cosas es lo que realmente me gusta. ¿Soy raro?)

Bernat Rebernat i Tabern contesta el teléfono que tiene en su despacho con un escueto monosílabo, un simple «sí» con un ligero matiz interrogativo, cuelga sin decir nada más, se trata de una llamada de las múltiples que recibe para ofrecer una línea telefónica, pero ya se ha cansado de esperar la oferta que le garantice poder hablar con los personajes de sus sueños y ya no espera que intenten engañarlo para colgar. Está pegado a la pantalla del ordenador. Su ventana particular a los múltiples foros en los que se debate sobre cualquier tema sanitario. Participa en ellos con el seudónimo de «Osito Panda» que le encaja bastante bien. Su cara es afable, redonda y con esa expresión de dulce tristeza que reconforta a quien la observa. Tiene una panza bastante prominente y, aunque no le gusta la caña de bambú, no para de comer, como el tragón bicolor del bambú, galletitas saladas. Ésas que van envueltas en papel amarillo.

No es un huraño, pero tampoco ha necesitado adquirir ese barniz de amabilidad impostada que los muchos años de contacto con los vecinos del barrio le deberían haber proporcionado. Conoce a bastantes de sus clientes por su nombre. Muchos de ellos le han visto corretear por la farmacia en pantalón corto. Está convencido de que su extraña aversión a vender le ha proporcionado una posición de confianza con sus vecinos. Aunque a veces, ahora menos que antes –en parte porque ya tiene la hipoteca pagada– tiene la tentación de vender una dieta milagrosa a Teresa, la jefa de la tienda de fotocopias que está situada veinte metros más adelante, en la misma acera, y que cada verano quiere perder cinco kilitos de más, que dice muy seriamente que le sobran. Bernat no es un gran galán con las mujeres, pero cada verano la convence de que no le hace falta, y éste también la acabará convenciendo.

Bernat se ha pasado su vida aconsejando y vigilando discretamente la salud de su clientela, ha conseguido ser un referente, discreto, pero un referente de la seguridad del barrio. Ése es Bernat, ése que nunca lleva la bata puesta porque le ha quedado pequeña, ése que quiere notar que el barrio le quiere, pero que regatea las frases bonitas, no porque no sepa decirlas, es porque no quiere que le quieran por decirlas.

Bernat es uno de esos tipos raros que se imaginan un mundo mejor, pero que intentan vivir en el mundo de la mejor manera que pueden, porque lo que realmente le gusta a Bernat es la vida. Los tipos así son como caballos salvajes a los que todo el mundo quiere domesticar, pero como no pueden acaban por convenir que son unos caballos raros con cuernos retorcidos.