miércoles, 17 de noviembre de 2010

Historias en un taxi (y IV)

He acertado dejando la moto aparcada en el chaflán donde he iniciado el trayecto que según el taxímetro me va a costar más de doce euros; está cayendo un aguacero invernal, de esos que vierten el agua fría y pesada, no es el agua clara que parece flotar en el aire de los días de primavera, y también he tenido suerte, aunque resulte bastante más caro que la línea verde de metro, que es la que me acerca más al Camp Nou, con el coche que me ha tocado, y por qué no decirlo, con el taxista que lo conduce. Siempre me ha parecido una injusticia que pagues lo mismo por el servicio a un taxista que tenga el coche en condiciones, como en este caso, que a algunos que lo más positivo que podrían hacer es llevar su trasto al desguace.

El limpiaparabrisas ha acelerado hasta el límite máximo la velocidad de su vaivén. Me ha parecido que el taxista no ha accionado ninguna palanca ni botón para dar la orden adecuada, por lo que supongo que el modelo de automóvil dispone de uno de esos sensores de lluvia que incorporan algunos coches actuales que toman automáticamente la decisión y que, a los que hemos visto películas de ciencia ficción en los años setenta, nos hacen creer que conducimos artilugios casi mágicos.

– Me bajo en la próxima esquina.
– Va a quedar como un pingajo. Suerte que lleva el chubasquero. Yo llevo uno parecido, sin tantas cremalleras, en el maletero del coche, para los días como hoy. Nunca se sabe.
– Es muy práctico, aunque no queda muy elegante.
– Lo importante es no mojarse.

Lo dice a modo de resumen. La seguridad y la rotundidad con la que ha entonado el último comentario, dicho como si fuera una sentencia, ha tambaleado ligeramente el esbozo que me había hecho de él. ¿No era tan importante para él la presencia y la imagen de las personas?, ¿lo fue cuando fue niño y el tiempo le ha moldeado poco a poco y la vida le ha enseñado a destilar sus jugos?, ¿o lo que sucede es que él también se ha hecho un esbozo de mí y lo importante para él es la imagen elegante de las personas respetables y yo no encajo en esa categoría?

A finales de agosto, cuando las sombras de los peñascos de Cap Ras se intercalan con los rayos de sol inclinados, que calientan suavemente la roca en la que estoy leyendo la Trilogía de Deptford, de Robertson Davies, un cormorán extiende con elegancia sus alas negras para secarse al sol, ha parado de zambullirse en las aguas de un color azul oscuro y brillante, un azul preciso; me parece que me mira con un orgulloso descaro desde una roca próxima. Con las alas mojadas extendidas al sol y su pequeña y afilada cabeza mirando a su alrededor sólo está preocupado por evitar las salpicaduras que las olas le van enviando al chocar en su roca. Me ha visto, pero no le inquieta mi presencia. Me parece que sabe que no puedo volar.

No puedo resistir la tentación y antes de bajar, cuando estoy pagando la carrera, le pregunto:

– Me había parecido que a usted le gustaban los trajes y los coches elegantes, como los del boticario. En cambio, ahora parece una persona más preocupada por lo práctico que por la imagen.
– No se engañe, yo quería un «Haiga» porque creía que con él conseguiría la novia más guapa. Lo que no fue así. Me casé con mi mujer, a la que conocí mientras hacía cola un día que llovía, así, como hoy, para comprar entradas en un cine, le ofrecí guarecerse bajo mi paraguas, y no me hizo falta ningún coche para enamorarla. Después he mantenido esa ilusión, la del coche, seguramente por nostalgia. Si has tenido una infancia feliz, tienes nostalgia de esos años. Seguro.
– Pues del farmacéutico se acuerda perfectamente.
– Me acuerdo de muchas cosas de mi infancia. Ya le he dicho que fui un niño feliz, ahora que ya soy viejo es cuando me acuerdo a menudo de mi boticario. Es un chaval joven, muy espabilado y atento. Se acuerda de mi nombre cuando voy a buscar la receta de las pastillas de la tensión y me pregunta siempre por mi mujer. Parece un poco bohemio, pero es un tipo del que te puedes fiar.
– Por lo que me dice, no se parece en nada a don Fernando.
– El que realmente ha cambiado he sido yo. Don Fernando es sólo un recuerdo de mi infancia y el farmacéutico del barrio, me parece que se llama Antonio, en cambio abre cada día su farmacia que está en la esquina, lo tengo cerca. Me es útil. Lleva a reparar su coche al taller que yo le recomendé. Tiene un coche de una buena marca, pero mi mecánico es un figura y mucho más barato que esos talleres oficiales en los que todo el mundo va en bata blanca. Como en una farmacia.
– ¿Cuánto le debo?
– Trece cincuenta.

Siempre he sido muy sensible al precio de las carreras en taxi, y mi expresión no lo disimula.

– Más vale pagar un taxi que no gastárselo en antibióticos para el resfriado.

El chaparrón ha dejado el mar como una balsa, la brisa fresca ha despedazado las nubes oscuras y el sol va escondiéndose detrás de las montañas situadas enfrente del terrado en que estoy sentado para admirar una vez más la puesta de sol. Recuerdo la lluvia de ese día de primavera y mi carrera bajo la lluvia, desde la puerta del taxi hasta la del edificio donde está ubicado el CatSalut. La vida continúa, lo sé y no necesito ningún taco de diminutas hojitas numeradas para recordarlo.