lunes, 13 de diciembre de 2010

Bilbo


Una capa de polvo negruzco la cubría cuando me acerqué a ella por primera vez. Hace más de veinte años. Conocí antes a la brillante San Sebastián y paseé antes por la arena húmeda y compacta de su playa de La Concha que por la ría del Nervión o del Ibaizabal. Lo más probable hubiese sido que, después de conocer el esplendor y la elegancia de Donostia y de haber disfrutado de la panorámica de la ciudad que me había proporcionado el primer paseo en la Montaña Suiza del parque de atracciones del Monte Igueldo (Abro un paréntesis – Ya no quedan parques de atracciones que me atraigan. Ahora están de moda los parques temáticos, pero a mi me provocan una reacción alérgica que en algún caso puede llegar al shock anafiláctico. Ni siquiera mi Tibidabo me tienta ya, como no logró tentar el diablo a Jesús en el pasaje, contado por Lucas en su Evangelio, en el que se inspira el nombre de la cumbre más alta de la Serra de Collserola «…et ait ei tibi dabo potestatem hanc universam et gloriam illorum quia mihi tradita sunt et cui volo do illa». Desde que los nuevos artefactos digitalizados han arrinconado como reliquias olvidadas la sala de los espejos cóncavos y convexos, y desde que el viejo avión, que sobrevolaba Barcelona con pequeños círculos dibujados por el brazo metálico que no le dejaba marchar más allá, ya no es la estrella del parque, éste ha ganado en espectacularidad, pero esa montaña que vigila atenta mi ciudad y que se empezó a urbanizar por el impulso de Salvador Andreu y Grau creador de la pasta Pectoral, que con los años se han convertido en las Pastillas del Dr. Andreu que aún vendemos en nuestras farmacias, ha perdido su infantil magia que me emocionaba. Ese medicamento noucentista tan longevo se empezó a fabricar en el laboratorio de su botica situada en el número 6 de la Baixada de la Presó. Me gusta creer que ese laboratorio era heredero de un local que ya existía en 1360, en la antigua calle Especiers, un obrador propiedad del boticari Guillem Metge, padre de Bernat Metge, autor de Lo Somni, uno de los máximos exponentes del humanismo escrito en catalán – lo cierro), mi reacción de simple turista hubiese sido la de una cierta desazón, pero no fue así. Bilbao me atrajo nada más verla por primera vez al llegar por carretera, en un viaje anual organizado por el grupo de motoristas del que formaba parte hace unos años. Desde ese día oscuro, me atrajo esa mezcla de industria pesada resiguiendo el margen izquierdo de la ría, metida con calzador en medio de suaves colinas verdes, y el señorío que rezumaba su Gran Vía y el olor de las viejas piedras mojadas de las calles del barrio viejo. Ese día tuve la impresión de entrar en una ciudad real en la que la vida, el trabajo y la tierra se fundían en una amalgama de metal ardiente.

No acaban de ponerse de acuerdo los escritos que he leído sobre cual de las dos corrientes que alimentan la ría de Bilbao es la principal, la que merecería dar el nombre a la ría, y cual de las dos es la que vierte sus aguas en la otra, la secundaria. Aunque no tengo información sobre el grado de enconamiento del debate teórico sobre la primacía de un río sobre otro, no creo que las aguas que bañan como lametones lentos Bilbao reivindiquen, a su paso por la ciudad, la exclusividad de la nobleza de su origen y por tanto la propiedad del nombre. Son aguas vascas.

El Ibaizabal nace en el valle del mismo nombre, cerca de Elorrio, alimentado por las aguas salvajes de los arroyos de los montes Amboto y Udalaitz atraviesa el Duranguesado, y en Basauri su cauce empieza a caminar hacia el Cantábrico paralelo al del Nervión, un río que recoge las aguas que bajan de los Altos del Corral, Bagate y Urkabustaiz y de la sierra de Gorobel, una muralla rocosa que cae abruptamente hacia Euskadi y que desciende suavemente hacia Castilla. Todas esas aguas de los montes vascos que bajan briosas por los valles llegan calmadas, señoriales, para dar un último beso a las láminas titánicas del Gugghenheim. En esa moderna basílica del arte, empotrada, como si se tratase de un meteorito metálico caído del espacio interestelar, en la orilla de la ría, he podido pasear, estos días del Congreso Nacional de Farmacia, por el interior de las estructuras de hierros espirales con las que Richard Serra quiere explicarnos de lo que está hecho el tiempo.

Bilbao parece un sitio adecuado para debatir sobre los temas que realmente importan, o deberían importar a la profesión, es una ciudad real, bien puesta, para hablar de problemas reales.

Sin embargo, tengo que reconocer que, después de asistir al evento farmacéutico que se celebra cada dos años, me ha quedado la sensación de que el Congreso no ha acabado de estar a la altura del momento que vive la profesión o que la profesión no sabe salir de la espiral, como las de hierro de Richard Serra, en la que se encuentra instalada. He tenido la sensación de que se intuye la necesidad de tomar decisiones, pero que en el fondo se está esperando un milagro que nos libere de la necesidad de tomarlas.

Ha quedado claro en este congreso que nuestros colegas europeos también sufren recortes similares a los que nosotros estamos sufriendo, todo parece indicar que las administraciones sanitarias no están dispuestas a pagar por la prestación farmacéutica lo que pagaban antes de la crisis, ha quedado claro también que la profundidad de los recortes ha abierto heridas que llegan al hueso, ha quedado también patente que nuestro sistema ha generado un elevado número de farmacias (mini-farmacias me gusta decir, mejor que farmacias rurales ) con dificultades reales de subsistencia, todo eso ha quedado muy claro. Y en este contexto, se ha apuntado la necesidad de elegir un camino de futuro basado en aumentar el catálogo de servicios profesionales prestados por las farmacias que serían contratables por la administración sanitaria, pero tengo la sensación de que el nivel de precaución y de prejuicio sobrepasa excesivamente lo aconsejable en una situación que requiere explorar con rigurosidad y realismo una situación de crisis tan profunda.

PD: Ya nos lo relató, hace unos miles de años, Plutarco en el capítulo de su obra Vidas Paralelas dedicado a Licurgo. Elegir es difícil, pero necesario.