martes, 13 de julio de 2010

Meandros


No sé si es por esas tapas de cartulina con publicidad que forran las revistas caducadas que cubren desordenadamente las mesas bajas de las salas de espera de los médicos y de los administradores de fincas o por el silencio incómodo que envuelve a la congregación de desconocidos que, paciente o impacientemente, espera que la secretaria entre por la puerta y diga en voz alta su apellido –es un equipo esperando la alineación para el partido, un equipo de egoístas que esperan sólo ser el primero de la lista–, o por las láminas impersonales que decoran las paredes de esas salitas impersonales. Sea por lo que sea, el tiempo espeso que he perdido en las interminables esperas ha desequilibrado mi organismo. Aunque mis neuronas intentan enviar mensajes en los que se repite que hacer cola y esperar es un ejercicio de estoicismo y de educación, esos periodos interminables de lentos segundos han sensibilizado mi sistema inmunitario. Soy alérgico a las esperas.

Esta sensibilización ha llegado a tal extremo que me he visto obligado a desarrollar un método que me ha permitido paliar los efectos nocivos que me provoca la simple expectativa de espera. Cada vez me sienta peor esperar para que me visiten, para que me atiendan o para que mi compañero llegue al restaurante en el que hemos decidido compartir mesa. El tratamiento profiláctico que me estoy administrando consiste en intentar hacer el cálculo exacto del tiempo preciso –objetivo harto difícil para los que debemos trasladarnos en la jungla del tráfico de una ciudad grande– para recorrer el camino que une la partida y la llegada, un ejercicio de cálculo que ahora ya aplico casi inconscientemente antes de salir hacia la cita prevista. Con los años he llegado a un nivel de precisión elevado. No me ha resultado sencillo, pero soy exigente, y aprovecho cualquier oportunidad para entrenar duramente. No pierdo ninguna ocasión para calcular con precisión el tiempo que espero consumir para llegar a cualquier sitio, aunque nadie me espere. Mi ambición es llegar a ser un virtuoso en el arte de resolver una ecuación con múltiples variables: distancia, meteorología, vehículo utilizado, horario, recorrido a seguir y otras incógnitas muy específicas que intentan ajustar la hora de llegada al minuto.

Últimamente, he introducido en mi sistema de cálculo algunas ecuaciones con números irracionales para que mi predicción pueda ir aún más allá. Pretendo calcular, incluso, el posible retraso en el que va a incurrir mi futuro interlocutor. Evidentemente, el riesgo de error es grande y en mi caso, que pretendo disminuir al máximo la probabilidad de llegar antes del momento justo en que se concrete el encuentro, es realmente enorme. Estoy en ello.

Por otra parte, reconozco que la profundidad de la obsesión que he desarrollado, insisto, generada por la incomodidad de la reacción alérgica y, sobre todo, por el intenso miedo que sufro ante la posibilidad de padecer un choque anafiláctico mientras leo cualquier ajada revista de economía después de llevar hojeadas las de coches, las de motos y las de cotilleos, en la salita de cualquier despacho, en el que sólo podré disfrutar de la triste visión de una imitación de una pintura que intenta decorar un pared sin otra pretensión que la de evitar la sensación de abandono que previsiblemente van a sufrir los visitantes (en algún caso he tenido la suerte de que la imagen sea una litografía, aunque por lo que la estadística me indica esta posibilidad no depende de la sensibilidad artística del propietario del despacho, sino de la tarifa-hora que aplique el profesional que me está haciendo esperar), me ha generado muchas dudas que estoy intentando despejar. Me he visto obligado a hacer análisis introspectivo para averiguar la verdadera naturaleza de mi aversión a esperar.

¿Cómo es posible que haya somatizado de esta manera tan violenta mi rebeldía frente a la espera cuando quiero alguna cosa? ¿Cómo es posible que aún no sea efectivo el tratamiento de paciencia que los años te van administrando como si fuera un gota a gota de experiencias, una vía abierta en las venas por donde discurre mi vida? ¿Cómo es posible que después de tantas lecciones dictadas por las olas durante los paseos por las rocas de espuma de piedra negra no haya aprendido más de su labor incansable, de su casi eterno ir y venir, de su caricia, de su presencia inagotable?

¿No será, el origen del desorden de mi histamina, un aviso que me envía mi propio cuerpo sobre los peligros de llegar demasiado pronto, de la tristeza y la soledad que puedo sentir en una mesa vacía, del aburrimiento de esos minutos interminables en los que las copas esperan con su fría transparencia?

Cada vez estoy más convencido de que mi cuerpo me quiere avisar de los peligros de los excesos de velocidad. No es la espera el peligro que debo evitar, sino el anhelo excesivo.

¿Cómo es posible que después de descender entre las rocas y los saltos de agua aún me cueste apreciar la navegación por los meandros río abajo, lentamente hacia el delta, donde el agua verde se mezclará con las olas que tanto me ha costado escuchar?

Me comprometo a aprovechar mis paseos junto a mis maestras, peinadas de espuma. Voy a estar atento a sus consejos. Intentaré no contar más el tiempo que el sol va a acompañarme en mis sueños en la cala Tamariua, intentaré gozar con el recuerdo de su visita en mi piel mientras el azul del Mediterráneo va disfrazándose de verde oscuro. Intentaré escrutar los huecos escondidos de las rocas, ahí está el secreto de la paciencia, el misterio que me permitirá fluir hasta el delta para poder volver a acariciar estas rocas y esconderme en sus rincones. Buenas vacaciones.