viernes, 25 de febrero de 2011

El llorón


Las lágrimas son saladas. Las mías también.

Con los años me he ido transformando en un tipo bastante voluminoso. Mis amigos, los amigos de verdad, me apodan el gran oso pardo, ós bru es el apodo que utilizan. Mi aspecto es un poco desmesurado, me dicen, y esa sensación de un cierto gigantismo se acentúa por mi vozarrón grave y potente.

Me siento cómodo siendo grande, aunque reconozco que también tiene sus desventajas. Parece que, cuando tu tamaño excede de lo considerado como normal, todo el mundo te etiqueta de hombre duro, sin lágrimas. ¡Con lo que me gusta derramar unas lágrimas de emoción o de nostalgia!; pero queda fatal, me dicen también. Supongo que esas lágrimas deberían derramarse de otros ojos, son como una frase mal construida en el centro de un discurso, como un pez en un tiesto en el que debería crecer un geranio, una nariz roja de payaso en un retrato de un caballero andante con armadura brillante. Algo que no encaja, ¿ridículo es la palabra?

No entiendo la razón por la que esas lágrimas amigas que me acompañan de vez en cuando no encajan con mi tamaño, ni con mi vozarrón. ¿Será que se interpretan como un símbolo de debilidad de alguien que se supone fuerte?

No recuerdo otras lágrimas que no sean saladas, no recuerdo el sabor amargo de esas lágrimas que se vierten en la derrota, la derrota después de no haberlo dado todo por la victoria. No las recuerdo porque los pecados se olvidan, me dice la conciencia. Ni recuerdo esas otras, las lágrimas dulzonas que como chorretones de miel caen por las mejillas de los débiles, esas lágrimas que buscan la compasión de los otros. De esas puedo asegurar que ni el olvido las ha borrado de la memoria. Nunca las ha habido. ¿Seguro?, me inquiere burlona la conciencia.

Sea o no sea cierto que no he llorado nunca para causar pena al que me ve llorar, lo que sí es cierto es que no creo que sea una buena estrategia, ni creo que valga la pena arriesgarse a que el otro no se compadezca de uno y lo que suceda, al final del cuento, sea que esas lágrimas lastimeras se interpreten como un signo de debilidad, y ese, al que intentamos reblandecer, se crezca y aproveche la ocasión para vencernos.

Hace ya algunos «Planeandos» que voy dando algún esquinazo al tema de la farmacia –perdonad esa licencia de alguien que dedica tiempo a pensar en su profesión, pero que cuando se pone delante de una hoja en blanco le apetece también contar los diferentes sabores que pueden tener la lágrimas–; hoy, cuando me he asomado al pozo sin fondo del papel en blanco –¿un pozo blanco y sin agujero?, entiendo que os pueda parecer que es forzar mucho la metáfora, pero os aseguro que el vértigo al asomarse a la virginidad del papel es parecido al de estar en el borde del abismo– me he prometido a mi mismo que voy a intentar contar alguna cosa de farmacia, algo de lo que está ocurriendo y de lo que creo que puede suceder y de las lágrimas que acabaremos vertiendo si pensamos que con verter unas cuantas lágrimas, de esas dulzonas, vamos a enternecer a quien está acostumbrado a no ceder a la tentación de la compasión, de la pena, de la ternura o simplemente de la blandura.

Las farmacias están en el límite y algunas de ellas seguramente ya lo han superado. Ese podría ser un buen titular para el último estudio publicado sobre el sector. Interpreto que es un estudio que pretende describir con objetividad una situación delicada que además va empeorando día a día. Lo consigue.

Dicho lo dicho, y aunque corro el riesgo de ir a contracorriente, no me gusta el estudio que tipifica una nueva categoría de farmacias, las farmacias «VEC» (viabilidad económica comprometida). No me gusta porque es un estudio llorón. Un buen análisis, pero una mala estrategia. No creo que sea conveniente ni convincente ir derramando lágrimas para lograr ternura en un momento en que el país entero es un mar de lágrimas. Yo apuesto más por el sufrimiento sin lágrimas, el entreno duro, el músculo y por dedicar las energías en construir una buena nave para poder flotar en ese mar salado en el que estaremos, espero que no inmersos, en los próximos años.

Estoy convencido que debemos afrontar una reconversión del sector. Hace años que pienso que es lo más conveniente (Creo que fue en el Infarma de 1997, ¡qué joven! cuando participé en la tímida presentación de un estudio que pretendía iniciar este proceso, un estudio que duerme plácidamente en algún cajón), pero es la primera vez que lo explicito de una manera tan clara. Seguramente he retrasado la publicación de esta opinión porque soy consciente de que reconversión es sinónimo de riesgo, de cambio y, en muchos casos, de efectos colaterales nocivos, pero con la que está cayendo creo que es preferible que el sector participe activamente en una reconversión desde dentro, que dejarlo todo en manos de quien en estos momentos sólo piensa en cuadrar las cuentas para que, los que realmente mandan, no coloquen al país en la lista de los malos de la clase.

¿Qué propongo? Algo muy sencillo y, precisamente por eso, muy difícil.

Propongo un análisis sin prejuicios de los puntos fuertes y de los débiles del sector. No un ejercicio voluntarioso de refuerzo, aunque sea por machaconería, de los aspectos que más nos interesa mantener.

Propongo la creación de un punto de encuentro intelectual donde se puedan exponer todos los criterios sin cortapisas, con el objetivo de elaborar un plan con el fin de hacer sostenible un negocio de 20.000 millones de € en manos farmacéuticas.

Propongo la búsqueda de un liderazgo fuerte capaz de impulsar las reformas necesarias.

Propongo la evolución de las corporaciones –las herramientas actuales más poderosas en manos de los farmacéuticos de oficina de farmacia– en asociaciones capaces de aglutinar intereses colectivos y de aportar instrumentos que ayuden a aumentar la competitividad de sus asociados.

Propuestas sencillas que requieren algo más que lágrimas… sudor, por ejemplo.

martes, 22 de febrero de 2011

Tic-tac


La gran diferencia entre los jóvenes y los que ya no lo somos es que los primeros no se creen que puedan morir. Esa es la gran diferencia. Si reviso mi historia puedo recordar los años en los que sufría un cierto temor a la muerte, debía tener unos dieciséis. Pero ese temor era como el miedo infantil a los fantasmas, nos aterrorizan sólo cuando se va la luz y se desvanecen entre los brazos de la luz del día y los besos de los que nos protegen. Cuando te haces viejo la muerte se hace cotidiana. No sé lo que prefiero, el horror de lo que no está o la cercanía aterradora de lo que podemos tocar.

Aunque esa sea la diferencia fundamental, es cierto también que los días que pasan van dejando una pátina más o menos gruesa que nos va cubriendo, los años nos van deteriorando a la vez que nos van definiendo. Ese barniz es el que da brillo a los años o los ensombrece. Una vejez brillante es posible si las capas de barniz han sido aplicadas con sabiduría; por el contrario, si el artesano no ha aprendido su oficio, la pintura se agrieta, se estropea. Entonces, nos ajamos sin ninguna gloria.

Podemos pensar sobre el tiempo –a sentirlo, sería más acertado decir– , incluso podemos escribir historias en las que nos imaginamos que navegamos por él, pero ese sueño siempre se acaba abruptamente y nos damos cuenta que nos lleva en su grupa sin ninguna rienda agarrada. A veces me parece que puedo incluso parar el viento, pero, de pronto, los sobresaltos de la memoria me hacen sentir que galopa sin control. El tiempo, de una manera u otra, pasa.

Una de las obsesiones de los humanos es contar el tiempo. El reloj y el calendario son elementos emblemáticos de lo que denominamos civilización, pero esas máquinas diseñadas para intentar domesticarlo y a las que rendimos culto son absolutamente incapaces de dominar ni la velocidad con la que aparece el sol por la línea en la que se acarician los azules, ni el ritmo con el que el amarillo se apodera del verde de las hojas de los plátanos que adornan el paseo al que se asoman los balcones de mi piso, en Barcelona. A lo máximo que pueden aspirar es a intentar explicarlo, son como los álbumes de fotos en los que algunos piensan que se explica una vida. Páginas muertas que se clavan como espinas en los ojos.

El paseo amarillento, casi desnudo por el invierno, me recibe como un cementerio frío en el que los esqueletos de ramas aún aguantan alguna hoja muerta y con el suelo resbaladizo por la lluvia caída esta madrugada. Es tiempo de invierno, pero no por la hoja del calendario que cuelga de mi despacho, aunque me hubiera olvidado de girar la página correspondiente al mes de junio, el paseo no sería el paseo verde y luminoso de esos días.

Ya hace muchos inviernos que no me encuentro al señor Joan uniformado con su bata de color azul desgastado, ordenando la fruta en su colmado que ya hacía años que funcionaba en la esquina cuando nos trasladamos a vivir al barrio en el que aún vivimos. Murió hace cinco años, diez años después de jubilarse y traspasar el local a los dos socios que se establecieron en el viejo local. Lo remodelaron con un estilo moderno y abrieron al público un negocio de reformas de cocinas y baños, que hoy, castigado por la oscura crisis inmobiliaria, está vacío, frío y oscuro, con sobres cerrados por el suelo que nadie abrirá, porque ya nadie tiene interés en saber nada en un negocio que también ha muerto.

Hoy el establecimiento contiguo al negocio en traspaso, la taberna gallega donde los primeros lunes de mes cenamos con una pareja amiga, unos tacos de tortilla de patatas y unas tapas de pulpo cocinados con mucho oficio por Carmen, está cambiado. El color de las paredes es distinto al que tenía hace unas semanas y una pizarra nueva anuncia en el exterior café con leche y pasta por dos con setenta y cinco. Un chico joven está detrás del mostrador. Carmen ya no habita la vivienda habilitada en la rebotica que, desde hacía unos cinco años, ocupaban ella y sus dos hijos, ellos tres desde que murió su marido Perfecto, y ha traspasado la taberna a este joven con el que aún no he hablado. Parece un tipo simpático, pero no parece un buen cocedor de pulpo.

Todo cambia aunque los inviernos se repitan, los sitios en los que he vivido ya son otros sitios y las personas que están en los sitios en los que he vivido marchan a otros sitios o simplemente marchan a ningún sitio. Eso es el tiempo.

Acertar con el ritmo adecuado para pasear en ese laberinto de instantes consecutivos es importante para no acabar perdido. Con este pensamiento voy cruzando calles y llego a la farmacia que está a oscuras. Por un momento, con el local en penumbra y con las hojas caídas de los árboles arremolinadas en el rincón de la entrada, la imagen, aún fresca, de abandono del negocio de reformas de baños y cocinas me sobresalta. El sentimiento de desolación que me produce lo que ha terminado definitivamente me ha provocado un escalofrío. Una vez superado ese primer momento y recuperada la calma, intento aprovechar el meneo psicológico e intento reflexionar sobre las modificaciones que tengo pendientes, a la vez que me cuestiono las limitaciones que coartan mi capacidad para ampliar o diversificar mi actividad, me inquieta la dificultad para encontrar mecanismos que aumenten la rentabilidad y la eficiencia, me subleva la disminución de la facturación impuesta por las restricciones presupuestarias y mi limitada capacidad de maniobra.

¿Es posible que no exista una opción distinta a desear fervientemente que el tiempo cambie de dirección? Me niego a aceptarlo y, como no soy muy devoto, ni me queda el recurso de rezar a esa virgencita que es capaz de hacer que me quede como estoy. El tiempo pasa y no sólo porque el reloj se mueva. Necesitamos movernos.

Todo eso me sería absolutamente indiferente si fuese eterno. Pero no.

lunes, 7 de febrero de 2011

Pioneros


Los caminos viejos, esos caminos dibujados por los burros cargados de leña o de los frutos de la vendimia de los viñedos verde claro que se encaraman por las laderas soleadas cerca del mar, guardan en la memoria de sus piedras, bruñidas por los pasos de antiguos caminantes y marcadas por las muescas de las pesadas ruedas de los carros que son como cicatrices del tiempo en las rocas, las historias de las aventuras y las desventuras de los viejos pioneros que los abrieron.

Las últimas casas de Selva de Mar resiguen el cauce, casi seco los meses de verano, del tramo de la riera de Selva que penetra en el núcleo urbano. Es una zona de vegetación más frondosa que el seco entorno, en la que es agradable sentarse a la sombra, en las mesas de piedra instaladas alrededor de la Font dels Lladoners. Una vez abandonado este rincón, el riachuelo rodea el pueblo y se desliza por el pequeño valle hasta las arenas de la playa, para acabar difuminándose en el mar.

Mientras recorres, protegido por la sombra de la ladera del macizo de Sant Pere de Rodes, donde está situado el cementerio de Sant Sebastià en el que descansan los muertos ordenados mirando hacia la bahía de Port de La Selva, la calle antigua que resigue el tramo final del tajo abierto por las estacionales aguas que descienden, entre las viñas recuperadas del Mas Estela, desde la Muntanya de Verdera coronada por el Puig de Queralbs, tienes la sensación de seguir una senda escondida que te llevará hacia un rincón en el que podría acabarse el mundo. Es como un pequeño viaje hacia el fondo de un pozo o hacia el lado oscuro de la luna.

No es un trayecto ni largo ni peligroso, no es ninguna aventura por algún recóndito y exótico país, pero las mañanas de agosto, cuando lo recorro, sólo, en mi bicicleta, sin otro compañero que el viento volando entre las rocas y las hojas, pienso en los antiguos transportistas que iniciaban aquí el viaje hacia la Bahía de Roses.

Los imagino trajinando con sus animales cargados de mercancías hacia el puerto de Empúries, encaramándose por esos caminos, serpenteando entre terrazas repletas de unas viñas aún a salvo de la plaga de filoxera que unas décadas después arrasaría las cepas viejas, introducidas en el Ampurdà por los griegos, y que en tan sólo 15 años fueron diezmadas por la eficacia letal de las moscas de la especie Dactylosphaera vitifoliae que antes ya habían arrasado las viñas plantadas más allá de los Pirineos. Una plaga transnacional que se inició en 1863 en el departamento de Gard, en el Languedoc, que tiene el triste honor de ser la puerta de entrada del Viejo Continente de la mosca originaria del este de Estados Unidos. Los imagino, después de una lenta ascensión, fatigados por el viaje y con la ilusión de la comida caliente, mientras descienden por el camino de la vertiente sur del macizo, que en su trayecto final pasa entre las fortificaciones de Palau-Savardera y del Castell Bufalaranya.

Los días que la pereza, el estado espiritual que me atenaza en agosto, no lo hace con suficiente intensidad, recorro esos caminos polvorientos, resecos por el sol y, en el tramo en el que ya diviso la llanura azul del Golfo de Rosas, me acerco a las paredes toscas de pizarra negra del viejo castillo, caídas por el paso del tiempo y por el peso del olvido, pero que aún conservan algún trazo ornamentado con piedras colocadas en opus spicatum que son como antiguos recuerdos materiales de los años de esplendor que tuvo el viejo castillo a principios de la Alta Edad Media. Me gusta estar cerca de esas piedras milenarias de las que tenemos noticias escritas desde hace más de mil años, cuando aparece documentado con el nombre de castillo de Pinna Negre en los papeles relativos a la donación que el conde Gausfred I d’Empúries-Rosselló realizó en el año 974 al cenobio cisterciense.

Me gusta sentarme en el centro de lo que fue la torre del homenaje, y desde esa privilegiada situación dejar que la vista atraviese la abertura que tiene el muro orientado hacia el este y se expanda hasta la cima del Peni, un antiguo punto de vigía sobre el golfo y que ya en épocas modernas fue ocupado por el ejército de EE.UU. para usos estratégicos con una edificación con una forma característica que recuerda, así me lo cuentan los ampurdaneses con socarronería, a las gónadas hipertrofiadas de Nixon.

Aquí, en este punto, en esta tierra, en este tiempo, ahora, rodeado de las piedras que son testimonio de mi historia tengo envidia de los que construyeron este castillo, de los que levantaron las terrazas en las que las viejas cepas dieron los frutos codiciados por nuestros vecinos del norte, que después supieron otorgarse la categoría de maestros en el arte del cultivo de las vides. Imagino a los héroes que defendieron su posición dentro de estas gruesas paredes de los ataques de los sarracenos y de los piratas, y los honores que recibieron por su valentía y sacrificio.

Aquí, a pleno sol, acompañado por la música adormecedora de las cigarras, en este momento perfumado por el tomillo coloreado por el hinojo, me doy cuenta que esos tiempos de antiguos héroes ya pasaron y que ya nadie va a reconstruir estas ruinas, que a lo que más que pueden aspirar es a recordarme épocas perdidas.

Siempre que supero mi pereza veraniega me acerco hasta aquí. Tengo la absoluta certeza de que voy a vivir una especie de esquizofrenia que me sitúa en el centro de la historia derruida. Es la llamada de la nostalgia, es una espiral que profundiza en el útero de la historia en el que me siento protegido, es el bálsamo que calma el intenso escozor que me provoca lo que me queda por vivir, el reto que todos los pioneros tienen la obligación de superar, lo que la vista logra sin aparente esfuerzo al traspasar la vieja ventana y que, en cambio, tantas lágrimas nos cuesta. El reto de ganar el futuro.
Pero, ¿Y la farmacia?

Pues eso, también.