jueves, 15 de diciembre de 2011

Las apariencias engañan

–Soy el farmacéutico con el que desayunaste tortilla el sábado pasado.

– Ah!... ¿Cómo va todo?

Tengo la misma sensación que tiene el pescador cuando nota la vibración de de la boya incrustada en la superficie del agua, desapercibida para cualquiera que no sea un pescador experto, un movimiento que dibuja tenues círculos concéntricos y que transmite un temblor a la caña parecido al imperceptible escalofrío de la voz del mentiroso. Ya son muchos años pescando para saber que un sardo, o una dorada o un buen besugo está merodeando el anzuelo. Ahora todo es cuestión de paciencia y de determinación en el momento oportuno.

– Esta semana he ido siguiendo las noticias de vuestro sector que han aparecido en los medios. De ellas, no se desprende optimismo, que digamos…

– La situación económica creada por esa crisis, ignorada demasiados años, está llegando ahora con toda su crudeza a las farmacias, y además, no parece que las perspectivas de los próximos meses sean tranquilizadoras. De momento, la situación es de inquietud, pero existe la posibilidad de que se transforme en crispación.

– Te noto preocupado.

– Sí, lo estoy. A veces me pregunto si estamos dedicando suficientes esfuerzos y recursos en construir un modelo nuevo capaz de resistir esta difícil situación.

– ¿Por qué hablas de un nuevo modelo? ¿Tan convencido estás que el actual no es el adecuado? ¿No lo ha sido durante los últimos cuarenta años?

– Tengo muchas dudas. Seguramente por eso te he llamado, tengo curiosidad por saber tu opinión, aunque tomar la decisión de llamarte ha sido un proceso largo. El desayuno del sábado fue agradable, pero a nadie le gusta que le pinchen, y algún puyazo me mandaste entre bocado y bocado de tortilla.

– Ningún puyazo, tan sólo hice reflexiones muy generales sobre los procesos de cambio y las fuerzas que los mueven o los impiden. No pensé que te sintieras incómodo con mis comentarios. Los farmacéuticos no sois distintos a los demás sectores. Tenéis vuestras peculiaridades, pero os movéis por incentivos similares a los de los demás, aunque te parezca lo contrario, los vuestros son problemas comunes.

Me parece que estoy yendo demasiado deprisa otra vez. Francesc parece un buen fajador, pero no conviene llevar las cosas excesivamente lejos. Si se tira de la caña antes de que la boya se hunda, las probabilidades de perder la presa son enormes.

– ¿Por qué dudabas en llamarme? ¿No te gusta el salmorejo?

Unas palabras que son un intento sutil de aliviar la tensión del sedal, una sutileza que nada tiene que ver con el aleteo de una mariposa, es una sutileza parecida a la del movimiento del engranaje de un reloj de pulsera, tiene la precisión de una maquinaria construida con paciencia por unas manos delicadamente implacables. Toda la experiencia y la sabiduría precisas para evitar que el pez se escape porque el cebo aún no se ha introducido en su garganta.

– A mí, de la mesa, me gusta casi todo.

– ¿Tienes libre mañana para comer juntos?

– Mañana, puedo.

– ¿A las dos y cuarto en la puerta del bar de las tortillas?

– Allí estaré

– Hasta mañana.

El bochorno es el protagonista de la mañana, un bote de cola pegajosa parece que se haya vaciado entre mi piel y el cuello de la camisa. He estado incómodo desde que he salido de casa enfundado en el traje de verano. Tan sólo el aire acondicionado del despacho en el que he pasado la mañana ha aliviado la pesadez del baño turco en el que me ha tocado moverme. He tomado un taxi para cruzar la ciudad, un taxi con un buen aparato climatizador, lo que me ha permitido llegar fresco al encuentro con Francesc. Ya está esperando. Observo que está leyendo un libro. Me sorprenden las personas que son capaces de aprovechar esos tiempos muertos del día a día para leer. No me imaginaba que Francesc fuera uno de esos.

– ¿Lees algo sobre farmacia?

– No. No acostumbro a hacerlo fuera de la farmacia. Leo una novela.

– En cambio escribes a menudo. He leído algo de lo que escribes.

Detecto un instante de duda, ese momento antes de dar el tirón necesario para que un nudo se desenrede.

– No son míos los artículos que has leído.

¿Pretende engañarme?

– Nunca se ha publicado nada de lo que yo escribo. El día de nuestro encuentro no te dije que ese Pla que escribe artículos de farmacia no era yo. Leíste mi apellido en esa carta que me cayó y que era de un laboratorio farmacéutico y ligaste cabos con demasiada agilidad, seguramente estar metido en el ambiente sanitario te hizo llegar a falsas conclusiones. Quien te imaginaste que yo era es un colega de profesión que tiene mi mismo nombre y apellido, incluso se me parece físicamente, pero no soy yo. Yo leo también esos artículos y coincido con muchas de sus opiniones, pero yo sólo me dedico a mi farmacia. A mi también me gusta escribir pero lo hago sobre el mar, sobre mis recuerdos y mis sueños. Historias de mi vida. No puedes negarme que nuestra historia hasta ahora es un cúmulo de casualidades y de suposiciones, el argumento de una comedia de enredo. Un divertimento que no quise romper en el primer momento, quizá porque no pensé que nos volviéramos a encontrar. En ese momento pensé que no valía la pena explicar mi historia verdadera. Yo también he imaginado tu niñez en Iznalloz…

¿Quién será este Francesc? Todos mis planes se derrumban. Voy a tener que improvisar, algo que detesto. La sorpresa me ha dejado sin capacidad de reacción, no tengo otro remedio que contarle también algo de mí. Contarle a mi nuevo interlocutor que quien creía que yo era tampoco es como él se había imaginado que era.

– Nunca he estado en el pueblo de mis abuelos. El salmorejo lo preparaba mi madre y ella era la que me decía que lo aprendió a preparar en la cocina de su madre. La verdad de las cosas, está más escondida de lo que parece. Nuestro encuentro es una muestra evidente, ¿No te parece?

– ¿Por qué no vamos a comer y a conversar? Un médico y un farmacéutico pueden tener muchas cosas que contarse de sus respectivas profesiones.

jueves, 1 de diciembre de 2011

La llamada

Los lunes de verano que aún debo trabajar son unos días extraños. Los fines de semana acaban siendo como escarceos amorosos que no acaban de culminar. Paréntesis demasiado cortos. Besos y caricias que se interrumpen súbitamente por la llegada de un invitado no deseado, ese impertinente lunes que no debería estar aquí. Es un día desubicado, más propio de un tiempo de grises y de zapatos de cordones apretados, y lo que ahora me apetece son pantalones cortos y pies sin calcetines ni apreturas. Hoy es un lunes de esos.

El aire guarda aún la frescura de la noche, el sol aún no ha podido barrer los retales de la luna que aún flotan en la brisa de la mañana. Del mismo modo que flotan en mis pensamientos los retales del encuentro con Matías. ¿Dónde puse su tarjeta? El horario, los pedidos, los proveedores y mis viejos clientes van a asaltarme de aquí a pocos minutos, van a situarme de golpe en un mundo tangible, alejado de las nebulosas de las ideas. Con los años ya me he acostumbrado a este viaje de ida y vuelta constante. Mi vida es así, posiblemente porque quiero que sea así. Un forcejeo, a veces una pelea, entre lo que toco y lo que sueño. Alguno de mis buenos amigos ya me ha advertido alguna vez que no corte nunca la cuerda que me ata a la tierra si no quiero perderme como un globo de esos que los niños sueltan en el parque. ¡Es tan bonito verlos subir, rojos, verdes o amarillos, hacia el cielo! Parece que van a perderse entre las nubes. Me gusta pensar, al menos un momento, que allí están esperándome en un parque de atracciones infinito en el que podré revolcarme en una piscina de burbujas multicolor sin sufrir la ordinariez de la gravedad. Es uno de mis sueños que siempre acaba topándose con el recuerdo de ese globo medio deshinchado, un globo azul, a veces rojo, pero siempre muerto, encallado entre las ramas de la higuera del jardín de casa de mis padres. Después de ese instantáneo choque, noto un poco más la apretura de mi zapato.

Tengo que reconocer, aunque me pese, que Matías tiene parte de razón cuando insinúa que todos los sectores creen que su sufrimiento es injusto, y más ahora, cuando la incertidumbre se ha apoderado de la sociedad. Sin embargo me molesta su arrogancia, que le permite emitir opiniones que parecen sentencias. ¿Y eso de la rana?, parece una historieta de esos libros insufribles de autoayuda que solo sirven para ayudar a las cuentas corrientes de los que los han escrito y han logrado engatusar a una multitud. Sin embargo, me rebelo también contra los que no se atreven a analizar con objetividad la gravedad de la situación y quieren convencernos de que lo que nos está cociendo es un hervor pasajero. ¿Guardé su tarjeta o la rompí? Con eso de las redes sociales y de la gran red es fácil encontrar un contacto, no debería sufrir demasiado, quiero pensar eso, no debería culpabilizarme demasiado por mi precipitación al despreciar su tarjeta de visita, al fin y al cabo si al final me decido a continuar mi conversación con Matías solo va a depender de mí, no lo va a impedir un arrebato de soberbia pasajero, aunque debería aprender a controlarlos.

La realidad de la puerta cerrada, de la cruz apagada, de todo lo que me queda hoy por hacer, es como un caparazón que me protege, pero también puede ser una tenaza que me condicione y que me haga desconfiar sin motivo aparente de Matías. Las cosas no están para muchos experimentos. ¿Cómo es eso de primum vivere? Ni tampoco están los tiempos para llegar a la parálisis por un exceso de análisis, pero es preciso que nos decidamos a coger el toro por los cuernos, hacer un buen diagnóstico, analizar los escenarios más probables y tomar decisiones. ¿No es eso lo que me propone Matías? No voy a contarme –aunque las vista de argumentos– más excusas. Lo llamaré.

Ha sido un día caluroso, un día que se resiste a marchar. Mientras cierro la persiana y apago la cruz, un cielo azul tenue inundado de rosas, morados y amarillos va despidiéndose sin quererse ir; el sol no acepta de buen grado que, incluso en verano, durante el cual su reinado es casi absoluto, también deba dejar paso a la luna. ¡Cuánta belleza en esa discusión entre el día y la noche! Cada día acaba en un beso largo, en una dulce rendición en la que no hay vencedores ni vencidos.

Por la cristalera de mi despacho entra una luz oblicua. Encima de la mesa en la que escribo y desde donde le vi por primera vez, intento divisar la tarjeta de Matías. Como casi siempre el primer vistazo no tiene éxito; soy de los que sobreviven a su desorden y que no tienen otro remedio que definir un orden nuevo que no sirve a nadie más que a uno mismo. Otra rebeldía más de un cincuentón demasiado gruñón, una reminiscencia más de una adolescencia en la que celebraba como una gran victoria poder preservar mi habitación, mi mesa y mi armario del ataque sistemático de la gamuza de Julia.

Las mesas desordenadas son la morada de diminutos gnomos que se dedican a trajinar papeles, papelotes, revistas, periódicos, catálogos, tarjetones, tarjetas, recibos, comprobantes de pagos, facturas, albaranes, libros, fotografías. Es, la suya, una tarea agotadora. Sin pausa, con esa diminuta malicia que siempre mueve a los duendes, se dedican a joder al personal. Por esa razón, cuando encuentro la elegante tarjeta de Matías, me alegro tanto. Les he vencido otra vez. No soporto a esos personajillos graciosos de los cuentos. Tienen pequeños el corazón y también el alma. Son como si a la mezquindad y a la cortedad de miras les hubieran salido bracitos y piernitas, se colocaran un gorrito verde y se escondieran entre mis papeles. A veces tengo tentaciones de levantarme por la noche para aplastar a alguno mientras corretea entre mis papeles.

– ¿Matías?