lunes, 30 de mayo de 2011

¿Otra historia en un taxi?

Algunos deben leer mis cosas en estos Planeandos. Algunos de esos, quizá recuerden algo de lo que han leído en mis artículos, al menos algo de lo que han leído algunos números atrás. Y de esos, existe la posibilidad de que unos cuantos se acuerden de que hace unos meses escribí sobre una historia en un taxi. Hoy también voy a escribir algo sobre taxis, por lo que corro el riesgo de que esos pocos piensen que los taxis son para mí un icono; una especie de tótem amarillo y negro; pero ni tengo una fijación, ni interés económico alguno en el sector del taxi, ni soy realmente un asiduo usuario. No sé muy bien la razón por la que voy a escribir este cuento. Que yo sepa nadie ha sido taxista en mi familia, ni tengo una especial devoción por los coches –me pirran las motos y los ferraris, pero esos no son coches, son sublimaciones de la ingeniería, una cosa muy distinta; algo más cercano al erotismo–, pero lo cierto es que el tiempo que dura una carrera es un buen momento para buscar ideas para un artículo. Al menos para mí. Y cada uno va buscándose la vida como puede.

Meterse en un taxi es parecido a entrar en un ascensor y descubrir que el cubículo está ocupado por un desconocido al que no esperas ni te espera, y para mí ese trance siempre ha sido una situación incómoda. En un taxi puede ser aún peor, porque el trayecto es generalmente más largo que un viaje hasta el ático. También es cierto que como entras en el taxi como cliente, o lo que es lo mismo, el conductor te va a cobrar por el servicio, puedes limitarte a comunicar el destino, esperar que el tráfico no sea caótico e ir observando como los números rojos, verdes, o negros sobre fondo amarillo van aumentando la cuenta del taxímetro –últimamente he observado unos taxímetros muy modernos que indican la tarifa a pagar en el retrovisor, parecen mágicos– sin sentirte obligado a romper el silencio, que por algo pagas. A menudo, pagar es suficiente motivo para evitar ese sentimiento de culpa que te invade cuando no sigues los cánones de la urbanidad. Sea como sea, entrar en un taxi supone un riesgo elevado de fisura en la burbuja impermeable que me recubre.

Hay días en los que espero, en los que me apetece, que el trayecto transcurra sin apenas roce lingüístico –supongo que queda suficientemente claro que me refiero a la interacción espiritual entre dos personas que hablan por lo que las lenguas no pueden estar ocupadas en otros menesteres más lúbricos– y que el taxista no tenga sintonizada la emisora radiofónica de Justo Molinero. Otros días, en esos que me he dejado la burbuja en casa, en cambio, no me incomoda, incluso espero, encontrar a un buen conversador con el que explorar algún tema de esos que sacan al ruedo los que tienen el arte de conversar con el cogote sin parecer mal educados. Incluso hay algunos días en los que soy yo el iniciador de la conversación. Si el día ha empezado ligero y no se ha torcido puedo ser un tipo locuaz. Si en uno de esos días tengo que tomar un taxi y la suerte me acompaña en la lotería en la que juegas al levantar la mano y gritar ¡Taxi!, y me toca en suerte un coche grande, limpio y nuevo –tengo una cierta debilidad por los taxis Mercedes grandes– intento conversar con el conductor; por regla general empiezo preguntando sobre su herramienta de trabajo. Sobre su coche, no sobre su lengua.

Una conversación de esas podría ser así: (Podría ser porque no ha sido, pero podría ser algún día, no lo descarto)


– ¿Está contento con su Mercedes?

– Lo estoy. ¡Sólo faltaría estar descontento, con lo que me ha costado!

– Los caprichos siempre son caros.

– No se trata de un capricho. Es una inversión.

– No me negará que independientemente de qué cálculo de la amortización le satisfaga, y ya que las normas de su gremio le impiden cobrar una tarifa superior por ofrecer un servicio mejor, una cierta dosis de orgullo y placer personal debe ponerse usted entre pecho y espalda al coger el volante de esta maravilla.

– Ya que lo dice…

– ¿Orgullo o placer?

– Me refería a lo de las tarifas. ¿Usted pagaría más por viajar en este coche?

– A mi ya me está bien así, pero no me parece justo para usted.

– Lo justo no importa. Cada uno conoce su negocio y el nuestro está basado en que el servicio prestado es igual independientemente de quien lo dé. Los clientes ya valoran la diferencia. Al menos algunos. ¿Usted a qué se dedica?

– Tengo una farmacia.

A ustedes les pasa algo parecido. No hay diferencia en la tarifa. En todas las farmacias prestan el mismo servicio, pero no en todas te tratan igual.

– Es algo distinto…

– Ya, ya se lo decía yo. Cada uno conoce su negocio.

– Lo que es importante es definir los servicios que se prestan, eso que algunos llaman la cartera de servicios, fijar una tarifa y encontrar clientes que quieran pagarla.

– Pero… ¿usted cree que esto es posible?

– En eso estamos…

– Si lo logran, llámeme. Este es mi número.

Me he guardado la tarjeta, si necesito un taxi no dudaré en llamarlo. No sé si es porque el día continúa siendo un día de esos que parece que brillan más de lo habitual o porque sonaba en el excelente equipo de música el himno de Creedence Clearwater Revival «Long as I can see the Light», lo que evidentemente ha sido una ayuda, pero pagar los doce euros de la carrera me ha parecido barato. He dudado entre darle una propina o un beso casto en la coronilla. He optado por el euro porque me ha parecido más coherente con la conversación que hemos mantenido.

No creo que mi compañero desconocido haya entendido mis argumentos, no han parecido interesarle mucho, pero yo continúo pensando que el sistema tarifario de los taxis no es justo. Pero como he dicho, ese no es mi problema, yo no tengo nada que ver con los taxis.

viernes, 6 de mayo de 2011

Vielha

Cuando vienes del sur, como yo, y llegas a los Pirineos estás acostumbrado a que los ríos corran hacia el origen de tu viaje. Mirar la corriente como va saltando, con la viveza de las aguas frías del deshielo, las piedras del cauce, es como buscar una señal parecida a las migas de pan de Hansel y Gretel. Reconforta saber que esas aguas apuntan hacia casa. Una primitiva manera de acotar la geografía.

Soy consciente de la falsa sensación de seguridad que proporciona tener un cordón umbilical que te une a tu origen, de lo circunstancial de la situación, de lo local de mi geografía, debe de ser que, en el fondo, vivir en global está hecho para gente más cosmopolita o para más sabios, o sencillamente para los que son capaces de apuntarse siempre al último grito, pero para mí los ríos van hacia el sur. Soy un poco simple (Ya sabes amigo Alberto que me pirran las lentejas y los huevos fritos).

Llegar a la Vall d’Aran me descoloca. Me siento en casa, estoy en casa, pero cuando miro las aguas del Garona me extraña que corran hacia el Norte. Me extraña tanto que a veces creo que me engaña.

El Garona nace en alguna parte, pero no está claro del todo dónde. Es un río un poco canalla. Según Norbert Casteret, este río nace en la dolina del Forau de Aigualluts situada a los pies del Aneto, donde el agua del deshielo se filtra para aparecer cuatro kilómetros hacia el norte en Artiga de Lin, concretamente en Uelhs deth Joeu. Sin embargo, los datos cartográficos objetivos, el criterio basado en la altura del primer caudal permanente y el caudal medio aportado al nacimiento del Garona nos indican que deberíamos situar su cuna en el Circo de Saboredo y Puerto de la Ratera. Me gusta esta incerteza, que confiere al río un cierto carácter rebelde. Una corriente que va contracorriente.

No tengo muchas oportunidades de viajar hasta el valle que mira hacia el norte, pero cada dos años el Colegio de Farmacéuticos de Lleida organiza, desde hace ya 24 años, el simposium farmacéutico de la Vall d’Aran. Un esfuerzo importante para un Colegio modesto en tamaño, pero ambicioso en los proyectos que acomete. Gracias. Este año ha sido año de simposium y he tenido excusa para llegar al valle y he podido participar en esta reunión de profesionales preocupados por el futuro de la profesión y por la conservación de la olla aranesa.

El programa del simposium es una sabia mezcla de reflexión con una pizca más de atrevimiento del habitual en las reuniones farmacéuticas, de descubrimiento de la historia y la geografía del valle, de disfrutar con la gastronomía montañesa y para algunos, no para mí, la ocasión de descender por las pistas de la estación preferida por la casa real. Una receta infalible si está aderezada por la hospitalidad y el buen hacer del equipo del COFLL, con su presidente Josep Aiguabella al frente.

El Garona ha sido el hilo conductor de mi estancia en el valle. El sábado amaneció con un día espléndido que invitaba a recorrer algún rincón de estas montañas aún nevadas. Sin plano y sin activar la voz impertinente de la guía que llevamos escondida en el salpicadero del coche y confiando en nuestra memoria y en un cierto sentido de la orientación que presumimos tener, nos atrevemos a buscar el caño por el que resurge el agua que viene de la otra vertiente de las montañas. Así, sin ni siquiera recordar el nombre del lugar hacia donde queremos ir. Empezamos el viaje con un cierto espíritu aventurero controlado. (Parezco más atrevido de lo que realmente soy) La intuición nos dice que debemos tomar la carretera que va hacia Francia y en ella esperamos encontrar el desvío que nos lleve hacia la fuente misteriosa. (No os voy a contar nada más de esta aventura, porque ni tengo suficiente espacio ni puedo evitar contaros algo de farmacia, pero al menos os diré que encontramos el desvío, llegamos a la fuente y pudimos admirar las cumbres del Malh dera Artga, de la Pena Nera y de la Forcanada de Nicoles. Si tenéis oportunidad acercaos y disfrutad de ese rincón, vale la pena… creo que os he dado suficiente información para que no tengáis problemas en llegar sin necesidad de confiar en el navegador)

De vuelta del paseo, nos espera la visita a una empresa estadounidense propietaria de una central que genera electricidad quemando gas sin emitir anhídrido carbónico al aire y que gestiona también el negocio del caviar aranés en la piscifactoría de Acipenser baeri, que aprovecha el agua cristalina del Garona, que es a su vez la que utiliza para refrigerar la central. Un ejemplo de imaginación y de eficiencia ecológica y económica.

Los ejemplares de alevín de esturión comprados a empresas francesas e italianas crecen en cárceles acuáticas que se mantienen a 18 grados centígrados. La ilusión del biólogo que nos cuenta las virtudes de este pez originario del lago Baikal en la lejana Liberia, que se ha mantenido inalterado desde hace doscientos millones de años, no puede compensar la tristeza que me produce verlos nadar dando círculos cansinamente entre las paredes de esas grandes bañeras de agua templada.

En el camino de vuelta hacia las sesiones de trabajo programadas, la sensación, después de la visita, es de una cierta desazón, de esas tristezas que se esconden debajo de los aplausos después de una victoria pírrica. Aunque tu equipo sea el que ha ganado. Todo parece controlado, la energía, la economía, la ecología y la conservación de una reliquia biológica, pero lo cierto es que los esturiones están en peligro de extinción, ya casi no quedan en las frías aguas siberianas y los machos que sobreviven en este valle tienen una expectativa de vida de tres años, las hembras unos años más, los que necesitan para madurar y que su panza sea abierta en canal para arrebatarles las huevas que los zares de Rusia pusieron de moda entre los aristócratas franceses a principios del siglo pasado.

(Dedico este «Planeando» a mi compañero de fatigas Lluís, que me describió con todo lujo de detalles al farmacéutico-esturión y no se lo dedico a los que, después de haberlo negado durante muchos años, niegan aún que el debate sea la única manera de avanzar porque creen que son perfectos, como los esturiones. Me queda la esperanza de los que están arrimando el hombro para seguir avanzando, esos prefieren nadar libres, y para eso trabajan)