viernes, 21 de diciembre de 2012

Adiós


No sé si dios es el sitio a donde voy. Eso de los títulos es un coñazo. Pero de todas formas «Adiós» es la palabra más escueta, concreta y eficaz para titular este artículo. Planeando se va, se va al refugio de mis pensamientos, a la cocina en la que las palabras se cuecen lentamente, al laboratorio donde se mezclan los matices del mismo modo que los aromas van construyendo un perfume. Seis años ha durado este vuelo en el que he contado mi visión de la farmacia. Desde este verano ya empecé a notar que mi farmacia se acababa, mi visión de ella es la que está escrita en estos artículos, quien quiera puede releerlos. Duermen en las páginas de las revistas antiguas, en páginas que poco a poco irán amarilleando o en imágenes intangibles que permanecen flotando –sin envejecer aparentemente– en el limbo tecnológico de la red. No es presuntuoso por mi parte, lo digo sinceramente, ni tampoco es pereza, sencillamente es un ejercicio de coherencia respecto al proyecto que se inició con esta sección. Mis opiniones ya están expuestas de la manera que yo sé, puedo, o me gusta exponerlas, en este espacio que la revista El Farmacéutico me ha proporcionado. Una vez más, gracias. Ahora es un tiempo en el que mi opinión debe concretarse en acciones, ya no me quedan ideas que exprimir en mil palabras. Ya no me quedan tantas palabras para llenar una sección quincenal sin correr el riesgo de decir algo que ya haya dicho antes, ni tengo ya la imaginación necesaria para encontrar maneras distintas de decirlo. Gasto muchos minutos de mi vida en la farmacia y en las farmacias, pero no todo es farmacia y farmacias en mi vida.

Confieso que, un poco, os he mentido. Aunque la mentira haya sido inocente, lo hice, y aunque, en el fondo, contar historias también sea mentir, me aproveché de la buena gente de Ediciones Mayo que me ofrecieron la oportunidad de publicar algo sobre farmacias y lo que hice muchas veces fue escribir de lo que me apetecía. Pero los engaños no pueden durar eternamente. Ya lo decía mi abuela –debo estar haciéndome viejo porque me acuerdo cada vez más de lo que mis mayores me decían y además ahora me incomoda menos acordarme–: «Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo».

Lo he pasado muy bien escribiendo estos ciento catorce Planeandos y sé que voy a sentir la añoranza de la obligación de rellenar este espacio privilegiado de la revista, una de las pocas obligaciones que he sido capaz de soportar en mi vida, sin refunfuñar, pero ahora necesito librarme de esa obligación para poder digerir todo lo que le está sucediendo a nuestra profesión y lo que aún queda por venir.

Os confieso también, queridos lectores, que mi cuerpo y mis ideas van envejeciendo, mi posición en el pelotón de la vida va retrasándose poco a poco y cada vez el pelotón corre más. No interpretéis esta confesión como una rendición, pero es la Ley –eso a lo que tanto nos gusta referirnos– de la Vida. Es absolutamente necesario que los más jóvenes marquen un ritmo exigente porque cada vez queda menos tiempo para llegar a tiempo antes de que el tren parta hacia un nuevo mundo.

Un nuevo mundo en el que no habrá otro remedio que pasar del individualismo tan arraigado en el sector, a tener que aportar valor a través de lo colectivo. Reconozco que estamos aún lejos de este objetivo, incluso lejos de comprender el concepto «lo colectivo» –sencillamente porque no hemos tenido necesidad–, pero no deberíamos tener dudas sobre la necesidad de intentarlo si creemos realmente en que nuestra fuerza principal recae en la altísima accesibilidad de un servicio esencialmente sanitario. No intentarlo, además de ser un pecado de omisión, la penitencia del cual recaerá en las siguientes generaciones (n.º 433), significaría desdibujar los trasgos característicos de nuestra fisonomía, acabaríamos siendo un rostro que no se reflejaría en ningún espejo; un cuerpo sin alma. Seríamos el equipo ideal para ser vencido.

Millenium se titulaba el primer Planeando, y en él escribía: «Este artículo es el primer paso de un largo camino. Espero que el viaje nos lleve lejos y que no sea pesado, y que mediante la futura creación de una plataforma informativa dirigida primordialmente a los farmacéuticos que ejercen su profesión en las farmacias, logremos el objetivo de incentivar el debate, la reflexión y favorecer la interrelación entre los profesionales abocados frecuentemente a un cierto aislamiento detrás del mostrador de sus farmacias». Así empezó todo.

Me voy. Alguien, seguro, será capaz de lograr todo eso que dije en mi primer Planeando, eso que deseaba y aún deseo. Del mismo modo que deseo que Alfonso (el boticario del cuaderno de tapas negras del que os hablé en el número 410) exista en alguna esquina de alguna calle de algún pueblo de alguna parte; que Laura (472), mi amiga farmacéutica, mantenga sus principios; que Berta (372), cuando sea mayor, algún día se acuerde de mí; que Silvestra (408) continúe confiando en su farmacéutico; que Luis Rondreau (466) me enseñe francés mientras recordamos los buenos tiempos; que David Nurda i Grabe y Joan Vorraí i Repià encuentren el camino a seguir en sus farmacias de Gibatella (384), pero sobre todo espero tener tiempo para que Clara me enseñe a notar como los neutrinos que vienen de las estrellas traspasan mi cuerpo (383), porque aunque ser un gran oso pardo tenga sus ventajas, ahora me conviene aprender a volar con la sutileza de las mariposas.

Adiós

PD: Sugiero la lectura de este artículo acompañada de Leonard Cohen cantando Closing time y espero al menos que, como dice Manel en Capitatio
Benevolentiae, "...i a vegades ens en sortim..."..

martes, 11 de diciembre de 2012

Las manos


Mientras transcurre la conversación, la mirada de Roberto se desvía constantemente hacia las manos de Federico. Los dedos se proyectan hacia las puntas con delicadeza, pero sin fragilidad. Son unos dedos que Roberto siempre hubiera querido tener.

¿Cómo debe ser la vida con unos dedos largos y finos?

Sus manos, aunque grandes, son regordetas y sus dedos carecen de delicadeza. No son unas manos rudas, pero, ni mucho menos, tienen la elegancia de las de Federico.

– Tienes demasiadas dudas.

Mientras espera que la frase continúe, observa como la mano abraza el vaso ancho lleno de agua mineral gasificada burbujeante y, al contraluz de la ventana, las pequeñas chispas que afloran del vaso como si se tratara de una pequeña erupción acuosa. Puede abrazarlo sin ningún esfuerzo, a pesar de que es uno de esos vasos anchos en los que caben tres cubitos de hielo sin necesidad de amontonarse unos encima de los otros.

– Lo nuestro es un ejemplo más de los cambios que están desdibujando la sociedad que conocieron nuestros padres y que nosotros creíamos que sería la nuestra, pero que no va a ser.

Las palmas de las manos abiertas son un perfecto colofón a la sentencia de Federico. Son como el último plano de un western, en el que, sobre un anochecer en el desierto, aparecen desde el infinito, haciéndose cada vez mayores, las últimas palabras: The End.

– Estás demasiado obsesionado en nuestra especificidad, en un mundo en el que lo especial cada vez es más difícil de justificar. Los farmacéuticos de la generación de nuestros abuelos eran personalidades de peso, junto con el médico, el capitán de la guardia civil y el rector de la parroquia. Eso ya ha pasado a la historia. Lo nuestro ahora es gestionar y rentabilizar un espacio que aún conserva unos valores, como la accesibilidad y la confianza, muy atractivos para el cliente preocupado por su salud. Tenemos que ser valientes y aprender a ser competitivos.

Las palabras de Federico fluyen sin vacilación, mientras Roberto baja su mirada hacia sus gruesos dedos que están apoyados sobre la mesa. La tranquilidad que transmite Federico, la misma que sus manos, no se parece en nada al rápido repicar de su dedo anular. Un gesto que denota una cierta inseguridad o incomodidad o ¿por qué no? contrariedad.
Hace ya unos cinco años que unas leves manchas de color ocre oscuro van apareciendo en sus manos. Un signo del paso de los años que tampoco puede ver, aunque intenta escudriñar todos los rincones, en las de Federico. No acaba de aceptar que estén ausentes de sus manos, porque sabe perfectamente la edad de su interlocutor porque estudiaron juntos.
No se siente seguro en estos encuentros, nunca le ha apetecido admirar esas manos que son el perfecto coro de acompañamiento para los discursos de Federico. Parece que mientras habla, sus manos recorren con elegancia el teclado en un gran piano de cola del que afloran las notas de una canción.

– Pero…
– No hay pero que valga. Roberto, debes rejuvenecer tus ideas, intentar rejuvenecer también tu cuerpo ¿Ya vas al gimnasio? Te veo en baja forma. Tenemos la misma edad y pareces mayor. Siempre has tenido tendencia a ganar peso y tu calvicie ayuda, pero aún y así, debes esforzarte. Te veo ansioso. Tus dedos no paran de golpear la mesa.

Creía que sólo era él quien miraba las manos del otro, pero no. Sus manos también eran un blanco de las observaciones de Federico.

– Siempre has tenido un buen ojo clínico. Estoy convencido que habrías sido un buen cirujano plástico. Te encaja bien.
– La medicina no es un campo en el que hubiese podido desarrollar mis aptitudes empresariales.
– Pero el campo de la estética te hubiese abierto muchas posibilidades…
– Tienes razón, nunca lo había enfocado desde ese punto de vista.

Levanta la mano hacia su frente e introduce lentamente los dedos entre sus abundantes cabellos negros, buscando en su imaginación una vida exitosa repleta de cuerpos turgentes.
Federico está tan convencido de sus razones como Roberto lo está de la belleza de sus manos. Lo está tanto que es incapaz de sopesar la carga de ironía de la descabellada propuesta que Roberto ha puesto encima de la mesa, por lo que no va a quedarle otro remedio que intentar olvidar sus manos y entrar en el cuerpo a cuerpo de las ideas.

– Acepto que tengo mis dudas, por muchas razones, pero sin entrar en cuestiones de índole profesional, vocacional diría mi amiga Laura, creo que tu fortaleza está basada en una situación de protección que nada tiene que ver con la que conviven los empresarios de cualquier sector. Ese convencimiento que desprenden tus afirmaciones puede desvanecerse rápidamente con un simple cambio legislativo.
– Posiblemente tienes parte de razón.

Su dedo índice interminable señala el corazón de Roberto y emite otra contundente afirmación.

– Mis propuestas son imperfectas, requieren un análisis más profundo, pero al menos ofrecen una alternativa. Definen una actitud. Muchos como tú pensáis y debatís posibilidades, pero no decidís.

Federico es más consistente de lo que puede parecer. No es la primera vez que su dedo índice apunta al corazón de Roberto y cuando lo hace puede ser muy certero.

– Ojalá pudiera encontrar fácilmente la salida del laberinto de mis ideas.
– Haz como yo. Si la salida está demasiado escondida, toma un atajo.
– No soy lo suficientemente osado para tomar atajos. Creo que el temor al fracaso tiene un peso demasiado importante en mi manera de pensar.
– Siempre he sabido que éramos muy distintos, pero siempre he creído que una mezcla de nuestras respectivas maneras de encarar los problemas mejoraría la calidad de las decisiones que tomáramos.

Roberto no se esperaba esta última frase de Federico. Ha quedado en fuera de juego durante unos segundos. Los suficientes para pensar que él lo que realmente querría sería poder mezclar las manos de Federico con las suyas.

martes, 27 de noviembre de 2012

Mariposas


Los prados situados en las estribaciones del macizo del Montseny eran el destino de muchos de mis paseos veraniegos. En agosto, los días soleados, parecían una alfombra tejida de gramíneas, amapolas y flores de cardo por la que corríamos y retozábamos hasta que se ponía el sol. Esa alfombra vegetal multicolor atraía un enjambre de  mosquitos, moscas, tábanos, abejas y avispas que revoloteaban encima de ella sin orden aparente, conformando una nube caótica de vida. Esa nube también contenía otros visitantes alados que enriquecían con nuevos colores el chispeado de flores multicolores y que alegraban el ambiente con su grácil aleteo. Las mariposas volaban entre nosotros, parecía que jugábamos juntos.

Las gramíneas que inundaban esos campos atraían a la medioluto ibérica (Melanargia lachesis), una elegante mariposa de alas blancas con mancha negras muy marcadas formando un tablero de ajedrez aéreo. Las flores de cardo eran el objetivo de la Vanesa (Vanessa cardui), que alegraba el ambiente con sus alas de colores anaranjados ribeteados de negro con manchas blancas. Sin embargo, yo tenía predilección por la hormiguera de lunares (Maculinea arion), una mariposa de alas azul celeste con lunares negros, cuyas orugas se alimentan de orégano y tomillo. Es una mariposa delicada que parece una aguamarina voladora, una joya de la naturaleza. Al cabo de unos años descubrí en los libros de ciencias naturales que las orugas de esta mariposa se dejan caer al suelo. Allí son recogidas por las hormigas del género Myrmica, que son atraídas por los efluvios que emiten las orugas de los licénidos. Las hormigas, en un gesto cuando menos sorprendente, las trasladan a su hormiguero, donde se alimentan de las larvas de las mismas hormigas mientras esperan transformarse en crisálida.

Tengo la extraña sensación –una variedad de incertidumbre parecida a la que provoca la indetectable presencia para los sentidos de los fantasmas– de que las mariposas ya no revolotean alegres por los campos como lo hacían esos días infantiles. Es una ausencia tan sutil como la presencia de los fantasmas, una ausencia de algo que para muchos sólo constituye un adorno estival que nos alegraba los paseos infantiles. Debe de ser la sutileza de su ausencia la razón por la que generalmente la mayoría nos permitimos ignorarla. La indiferencia, demasiadas veces, acaba siendo una compañera indeseable de la discreción. 

Ayer, después de mi descenso matutino hasta la puerta acristalada de la finca, donde recojo el periódico al que estoy suscrito –me gusta desayunar en la mesa del comedor mientras lo leo–, durante el viaje de retorno en ascensor, mientras lo hojeaba a modo de aperitivo, me fijé en una foto de una mariposa a todo color en la esquina superior izquierda. La imagen era la de un precioso ejemplar de macaón, reposando con las alas abiertas en una flor de una umbelífera violeta. La imagen, mostrando todo el esplendor de los dos ocelos rojos en la parte inferior, que acaban con unas colas parecidas a las de las golondrinas.

No es muy habitual que las mariposas ocupen un sitio destacado en las portadas de los periódicos, que suelen reservarse para cuestiones políticas, económicas o simplemente a las malas noticias. Sin embargo, al leer el titular que acompañaba la imagen de un precioso ejemplar de Papilio machaon entendí su presencia en un lugar tan destacado de la prensa. Lo que era tan sólo una sospecha se había transformado en una realidad tangible y contundente, científica: «Las mariposas desaparecen».

Mientras sorbía el café con leche humeante busqué y me detuve en las páginas interiores del periódico que contenían un interesante artículo sobre los efectos devastadores del avance de los bosques y del drástico retraimiento de los prados de flores, sobre la población de las mariposas. Una mezcla de tranquilidad y de desilusión acompañó esa lectura. La tranquilidad que te da el saber lo que realmente está sucediendo, lo que explica con todo detalle un biólogo experto en lepidópteros, aunque su relato sea implacable. La desilusión de descubrir que el fenómeno no tiene que ver con algo mágico. Tenía la leve esperanza de que esas pequeñas hadas aladas tan sólo estuvieran retiradas a un aposento mejor, escondidas en un paraíso recóndito, lleno de flores, mientras debatían sobre la conveniencia de su vuelta a nuestro mundo.

Mientras seguía con la vista perdida el humo blanco que desprende la taza que mantengo asida entre la mesa y mis labios, mis pensamientos se dirigieron hacia el recuerdo de un encuentro que tuve con un colega de profesión en Toledo en el que las mariposas también fueron nombradas en la conversación que mantuvimos.

Alberto Tomillo Hidalgo es amigo mío desde que coincidimos en un congreso farmacéutico en el que pudimos conversar largamente sobre los efectos –también devastadores– de la crisis sobre nuestro modelo de negocio. Fue una conversación larga en la que participaron otros colegas y que duró hasta altas horas de la madrugada. La memoria tiene una gran ventaja, te permite seleccionar las secuencias que más te interesan y así ahorrarte pasajes, seguramente interesantes, pero que no aportan nada a lo que en el momento que estás recordando te interesan.

– La situación se va convirtiendo en insostenible.

Alberto es delicado en sus expresiones y en sus ademanes, pero conciso en sus ideas.

– Alberto, ahora ya no nos sirve de nada analizar los efectos de la crisis, en eso estamos todos de acuerdo, deberíamos estar reflexionando sobre los cambios que tenemos que promover para poder competir en la nueva situación.
– Siempre has sido un adelantado, incluso un visionario. Hace años que te escucho el mismo discurso y las cosas no han sido tan dramáticas como tú predices.
– Yo sencillamente digo que nuestro modelo de negocio ha demostrado ser frágil y que en estos años no hemos logrado tener una posición central en el sistema sanitario. Esa debería ser nuestra línea de reflexión.

Alberto no lo ve claro, pero su respuesta es clarificadora.

– Tienes la cabeza llena de mariposas.

Seguramente. 

miércoles, 31 de octubre de 2012

El gnomo


Las mesas desordenadas son la morada de diminutos gnomos que se dedican a trajinar papeles, papelotes, revistas, periódicos, catálogos, tarjetones, tarjetas, recibos, comprobantes de pagos, facturas, albaranes, libros, fotografías. La suya debe ser una tarea agotadora. Sin pausa, con esa diminuta malicia que siempre mueve a los duendes, se dedican a joder al personal. Tienen pequeño el corazón y también el alma. Son como si a la mezquindad y a la cortedad de miras les hubieran salido bracitos y piernecitas, se colocaran un gorrito rojo y se escondieran entre mis papeles. A veces tengo tentaciones de levantarme por la noche para sorprenderlos en su tarea maléfica y aplastar a alguno de esos despreciables personajillos mientras corretea entre mis papeles.

Son astutos. Estoy convencido que han adaptado su horario de trabajo a esas horas en las que soy absolutamente incapaz de levantarme de la cama. Esas horas perdidas entre las tres y las cinco de la madrugada son las que aprovechan para, en una orgía de frenéticos y cortos trayectos entre los montones de mis papeles, cambiarme con impunidad las cosas de lugar. Sin otro objetivo que hacerme perder el tiempo. Presiento sus risitas desde sus escondrijos mientras observan mis ojos encendidos y las venas hinchadas en mis sienes y les insulto en un intento vano de disimular mi impotencia.

Se ceban en mí porque me tienen envidia, estoy seguro que no soportan que sea un gigante para ellos. Me los imagino sintiendo el sádico placer de observar como soy incapaz de controlarme e incapaz de ejercer mi supremacía física sobre ellos.

Por esa razón, cuando encuentro las páginas del cuento que tengo a medio escribir, me alegro tanto. Les he vencido otra vez. No soporto a esos personajillos graciosos de los cuentos.

Las páginas escritas están llenas de borrones negros que dibujan un estampado parecido al pied-de-poule de las chaquetillas que la elegante Coco Chanel popularizó en la década de los cincuenta.

La historia de duendes en la que me he visto inmerso es un pequeño martirio. Me he hundido en ella sin tener claro el camino que voy a seguir. Esa falta de planificación es la razón principal por la que las palabras no encuentran su sitio y acaban desdibujadas bajo los trazos nerviosos de mi mano que pretenden hacerlas desaparecer bajo la misma tinta que antes las ha creado.

Debe de haber alguna razón que explica la ira que me provocan los hombrecitos nocturnos, alguna razón distinta de la que puede parecer a primera vista. Es difícil imaginar que la ira esté provocada por alguien al que nunca has visto y lo cierto es que nunca he visto a ninguno. Sólo recuerdo las imágenes que tengo de ellos, las estatuillas en algún jardín de alguna cursi segunda residencia y alguna imagen en algún viejo libro de cuentos en las estanterías de mi habitación en casa de mis padres, en la que aún descansan los libros de mi niñez.
Cada vez tengo más claro que esos pequeños hombrecillos son una excusa, un recurso literario para expresar la rabia que me produce mi incapacidad para tener los papeles ordenados. Ése, y no otro, es el motivo de mi frustración.

Desplazar la responsabilidad es un método que utilizamos con frecuencia. Trasladamos nuestras deficiencias y el vértigo que nos produce el esfuerzo necesario para corregirlas, hacia los otros. Y si los otros no existen, los inventamos. Puede tener sus ventajas, pero también tiene sus limitaciones.

La limitación principal es que los demás, ésos que sí son reales, saben muy bien que los duendes no existen.

No nos conviene caer en esa tentación, porque, aunque parezca que es una estrategia que nos puede ser útil, estamos firmando una pesada hipoteca que a la larga puede salirnos cara y en el peor de los casos arruinarnos completamente.

Puede parecer que estoy escribiendo un sermón desde el púlpito que me ofrecen estas páginas. Nada más alejado de mi intención. Del mismo modo que critico las excusas, me revelo frente a los que se autoinculpan de todo lo malo que nos sucede. Saber encontrar el equilibrio, encontrar el centro de la circunferencia en la que nos movemos debería ser una condición importante antes de escoger el camino a seguir, pero al mismo tiempo deberíamos tener muy en cuenta que si el momento de escoger se acerca peligrosamente, la opción prioritaria debería ser la que depende exclusivamente de nosotros.

En los momentos que la tempestad arrecia, nuestros valores, nuestra misión al fin y al cabo, deberían ser el faro que nos guíe. En los momentos de zozobra, de cabreo mayúsculo por el deterioro del negocio y por la inseguridad en el cobro de los servicios prestados, es importante saber discernir entre lo que son incumplimientos de los otros y lo que es responsabilidad nuestra.

Cuando hablo de nuestra responsabilidad no me estoy refiriendo a lo que hemos hecho mal o lo que hemos dejado de hacer, sino a lo que deberíamos estar cambiando. Ésa es nuestra responsabilidad en estos momentos. Lo que va a suceder en nuestro entorno, lo que depende de los otros, es una circunstancia, pero la reflexión y la decisión sobre lo que es preciso que nosotros hagamos no es circunstancial, es esencial.

Podemos sentirnos conformados, como yo he hecho con los hombrecillos nocturnos, traspasando nuestra ira a los demás, pero esta maniobra no va a evitar nuestra irresponsabilidad si lo que pretendemos es evitar tomar las decisiones que las circunstancias presentes requieren.

Gandulff es el más viejo de la tribu, tiene cuatrocientos treinta y tres años y vive con Martina y sus cuatro hijos en el interior de un árbol del bosque de las tierras del Norte. Es un tipo apacible al que le gusta pasear por el huerto donde cultiva diminutas berenjenas y pimientos. Es cultivado y sabio. Le gusta leer los libros antiguos en los que se hace referencia al antiguo conocimiento. En algún capítulo de esas páginas viejas aparecen descritos unos frágiles gigantes de raras costumbres. Sus antepasados parece que los conocieron, pero él ni los ha conocido ni tiene muchas ganas de toparse con alguno de ellos. Todo indica que están un poco locos y él lo que quiere es vivir tranquilo y en paz con su familia y sus amigos. 

martes, 16 de octubre de 2012

Anochecer


Son casi las nueve de la tarde. Podría también decir de la noche, aunque para describir el momento de principio de agosto al que me refiero lo más ajustado a la realidad sería utilizar la palabra anochecer. La magia de las palabras tiene eso, creemos que un engranaje de precisión como el de las ruedas dentadas de los relojes nos permite establecer el tiempo con precisión, pero lo cierto es que la situación de las manecillas en la esfera, por muy precisa que sea, no tiene la capacidad de describir el momento en el que vivimos como la tiene una palabra adecuada.

Podría intentar ser aún más preciso y decir: son las ocho y cuarenta y siete minutos y treinta y tres segundos, que es la hora que indica el reloj, pero aunque pudiera parecer que el método me permite describir el momento concreto con absoluta precisión, tampoco lo lograría, porque mientras lo estoy escribiendo, en este momento, al fin y al cabo ya no es esa hora. Son o serían, y cuarenta y ocho y tres segundos, y tampoco lo serían ya. Nunca conseguiría mi objetivo. El tiempo no puede atraparse en una cajita por mucha ingeniería compleja que contenga. Nos quedan las palabras.

Anochecer es una palabra que apacigua la angustia que nos provoca nuestra incapacidad de atrapar el tiempo. Es como una red mágica con la que podemos pescar el agua del mar en el que vivimos. Los relojes sólo son capaces de recordarnos con una tozudez impertinente toda el agua que se nos escurre entre los dedos, en cambio anochecer nos describe ese momento en el que se encuentra la añoranza del día que se va y el misterio de la noche que viene.

Anochecer nos sirve tanto para los abruptos finales de los días invernales como para las suaves despedidas de los veraniegos. Es una palabra ligada íntimamente a la vida, no como la hora dictada por el reloj que no deja de ser una prótesis que nos permite ubicarnos en ella, pero que no nos dice nada de ella.

Anochecer es una palabra capaz de describir con la austeridad de nueve letras toda la complejidad del movimiento de nuestro mundo. Explica el giro de nuestro planeta, el orden astronómico que regula nuestros días y nuestras noches. Es el título adecuado para el espectáculo de la vida y del tiempo. Mejor empezar mi artículo de este infernal verano con una frase más viva que la que nos puede proporcionar ese artilugio del que nos sentimos tan orgullosos, pero que no nos lleva mucho más allá de su esfera perfecta.
Está anocheciendo. Mucho mejor.

Estoy apoyado en el murito que hace las veces de baranda del terrado de casa. El terrado es un rectángulo de unos cuarenta metros cuadrados en el que, a menudo a partir del anochecer, nos reunimos para cenar con la familia y los amigos unas sardinas braseadas mientras, todos juntos, nos dejamos arropar por las sábanas negras de la noche.

Cuando la rendición del sol ya es una evidencia, subo a la azotea para verlo partir. Siempre se va con la dignidad y el orgullo que tienen los dioses. Es un momento solemne, muchas veces incluso el indomable juguetón, el mar, parece sentar la cabeza y muestra un cierto respeto por la marcha de su compañero de juegos. Quieto, en silencio, intento notar en el roce de la brisa que aparece como una suave balada, el rastro del movimiento del sol y de las estrellas que se están acercando. Algunas veces parece que logro mi objetivo. En esos momentos tengo una sensación paradójica. Soy como un gigante en un universo sin límites en el que me siento diminuto. Una porción del universo, un neutrino capaz de atravesar cualquier barrera sin esfuerzo. Me siento cerca de un misterio vedado a los que transitamos por el paraíso propiedad de los dioses. Cuando vivo estos momentos no pienso en nada más que en vivirlos, pero cuando recuerdo que los he vivido me digo que debería aprovecharlos más cuando los estoy viviendo.

El anochecer es una oportunidad de vivir un momento decisivo, es el momento en el que hemos de atrevernos a entrar en la oscuridad misteriosa de la noche, teniendo aún entre los dedos la seguridad de la luz del día. El anochecer requiere esa chispa de valentía que permite cruzar la frontera entre la seguridad y la aventura.

No estoy de acuerdo con los que sólo ven melancolía en esos momentos que se tiñen de rosa y gris, en esos en los que un velo vaporoso va cubriendo todo el paisaje, como si lo difuminara. El anochecer es un momento para estar seguro de los colores con los que has vivido y dispuesto a vivir sin ellos.

Los días de verano que subo a mi atalaya privilegiada puedo gozar de una despedida larga que te da la oportunidad de asimilar que debes dejar lo que ha sido tu mundo y que deberás enfrentarte al mundo escondido de la noche.

Después de muchos de esos anocheceres tengo el pleno convencimiento que el sector está viviendo uno de estos momentos. No porque el momento que nos está tocando soportar sea especialmente bello ni placentero, pero veo un paralelismo en lo que de transición tiene el anochecer. Un mundo en el que hemos vivido seguros se nos va y aún estamos a tiempo de comprender que un nuevo mundo se va acercando y que deberemos prepararnos para vivir en él.

Algunos no van a poder superar la añoranza de lo que se va, van a quedarse embobados con los rayos de sol que aún brillan por detrás de las montañas, pero esos destellos son sólo el anuncio de la llegada de la luna.
Son casi las once. Es negra noche y una luna plateada baña las laderas desde las que Sant Pere de Rodes vigila la bahía. La conversación con los amigos es animada y va a alargarse aún bastantes horas. Nada se ha acabado, todo ha cambiado. Hablamos del paseo por los senderos que nos han llevado a Sant Baldiri, del silencio que nos ha acompañado y del que hemos disfrutado durante la caminata, pero ahora en el mundo manda la noche.

martes, 2 de octubre de 2012

Crisis


Pablo Colomer Arribas nació en Cuba, pero casi no se acuerda de ella. Su abuelo Pablo Colomer Estany aún es el propietario legal de una casa en La Habana, pero él se resiste a ir a visitarla. Teme encontrarla desconchada y habitada por personas que nada tienen que ver con su familia. Su padre, Pablo Colomer Rosique volvió a Barcelona en los días en los que el ejército capitaneado por Fidel Castro derrotó al dictador Pedro Batista y Zaldívar y el mundo cambió para su familia; él entonces tenía tres años.

De vez en cuando me cuenta que recibe cartas de amigos de sus padres que viven en Miami. Me guarda los sobres de esas cartas porque conoce mi afición filatélica y aprovecha la ocasión para hablar de esos vagos recuerdos, casi espejismos, que almacena en los rincones más oscuros de su memoria. Alguno de esos exiliados, antiguos amigos de sus difuntos padres, transformados en ricos jubilados norteamericanos, le vienen a visitar, y en alguna de esas contadas ocasiones hemos coincidido todos en una cena o en algún cóctel en el jardín de su casa. En esas reuniones transgeneracionales sólo existe un tema tabú: Cuba.

Nos conocimos, como muchas veces sucede, a través de un conocido –ahora, amigo– común. Jaime Colomines Perellada –el nexo entre Pablo y yo– tiene una casita de veraneo cerca de la casa donde veranean mis padres, en un recodo de un riachuelo muy próximo al paisaje familiar en el que yo disfruté de mis veranos de mi etapa de púber y de adolescente. En esos años Jaime y yo no nos conocíamos aún. Lo conocí años más tarde cuando ambos ya estábamos casados, y fue entonces cuando empezó nuestra relación.

Jaime y Pablo se conocían desde algunos años antes. Se conocieron mientras perdían el tiempo haciendo ejercicios militares, cuando aún era obligatorio que los jóvenes españoles lo perdieran. Yo no tuve que pasar ese trance gracias a mi diabetes, que ya empezaba a asomar sus síntomas por aquellos años. Esa etapa castrense que los puso en contacto –algo bueno tuvo ese periodo oscuro de su juventud– continuó con una serie de episodios entrelazados que son parte del tramado sobre el que se tejió después el tapiz de la pequeña historia de nuestra relación. Ahora somos tres parejas de amigos. Los tres nos hemos casado y vivimos con las mismas parejas con las que hemos tenido hijos. Alguno de esos hijos ya tiene hijos. Ya empezamos a ser un grupo de jóvenes abuelos.

Siempre me ha atraído el misterio que se esconde detrás de las casualidades. Es una atracción por lo desconocido, la misma atracción morbosa que tengo al mirar una larga ecuación diferencial. Entre esos signos e incógnitas que esconde un orden, lo sé, lo intuyo al menos. Allí, como un felino agazapado, está la clave de un gráfico concreto, se esconde una línea que podrá ser dibujada en un marco formado por los ejes de ordenadas y abscisas, pero que yo soy incapaz de descifrar.

La magia de estas carambolas históricas reside en que no existe un hilo común que cosa un relato coherente. Los sucesos van concatenándose sin orden aparente, pero algunas veces, pocas, se ordenan como si fueran moléculas de dióxido de silicio y cristalizan. Nuestra amistad es como un cristal de roca. Una bonita casualidad.

Pablo viaja por todo el mundo vendiendo maquinaria pesada para grandes empresas multinacionales. Conoce todos los continentes, habla correctamente cinco o seis idiomas y se siente poco arraigado en el país donde vivimos. Aún no sé si es debido a su abandono prematuro de la isla caribeña. De hecho, no tiene ni la nacionalidad del país donde vive. El siempre dice que sólo se siente de su familia y poco más. Es un individualista liberal que desconfía de cualquier cosa que desprenda cualquier tufillo de control estatal.

Jaime es un hombre de derechas, le gusta la tradición y es un ferviente defensor de la familia tradicional y de los valores religiosos católicos. Con los años y con los hijos ha ido relajando la rigidez de sus ideas. Intuyo que ha ido valorando cada vez más los sentimientos, va descubriendo que para él sus sentimientos son más importantes que los dogmas de los otros. Es de esas personas a las que los años les modela el carácter en vez de cincelarlo. Era el propietario de una empresa familiar de curtidos que hace unos años tuvo que cerrar a causa de la competencia de los productos venidos de Turquía. Ahora trabaja en una gran compañía dedicada a la joyería, es el director de la sección de regalos para empresas.

Hace un par de años que la crisis económica es un tema recurrente de nuestras conversaciones. Los tres la hemos vivido y aún la estamos viviendo de distintas maneras.

A Jaime, el cierre de su empresa le golpeó primero, aunque su optimismo le permitió superar el trance. En el fondo, tuvo suerte de que su crisis particular se avanzara al gran tsunami que amenaza con arrasarnos a todos. Ahora trabaja para una empresa muy sólida y, aunque las ventas han disminuido, el sector del lujo es de los que resisten mejor los embates de la recesión en el consumo.

Pablo decidió hace cuatro años, después de muchos problemas contractuales, iniciar una aventura empresarial propia. Es una persona orgullosa y con una capacidad de trabajo admirable, pero el esfuerzo para superar la apatía del mercado le está suponiendo poner en riesgo incluso su salud.

Cuando vuelvo a casa después de alguno de nuestros encuentros me siento más solidario con los demás. Comparto con mis amigos la dureza de la situación y soy capaz de mirar un poco más allá de mis propios problemas. Sé por sus palabras y por sus expresiones que les sucede lo mismo que a mí con las suyas cuando les cuento los recortes constantes que sufre el sector y la situación crítica que muchos de mis colegas están soportando por los incumplimientos de los pagos por parte de la Administración.

Sin embargo, nuestros mejores momentos los tenemos cuando hablamos del futuro, del nuestro, el de nuestros hijos e incluso el de nuestros nietos. 

viernes, 14 de septiembre de 2012

El cangrejo


Uno de los fenómenos mágicos que suceden en mi rincón escondido de l’Alt Empordà es lo que yo he bautizado con el nombre de la hipertransparencia.

(Escribo estas palabras unos días después de que las llamas enfurecidas por una tramontana insensible y juguetona arrasaran pinos, encinas y viñedos sin compasión. Recuerdo el día concreto, el día en el que el viento se cansó de jugar. Ese día, un martes de julio, yo estaba en el balcón delante de la bahía de Port de la Selva y el mar estaba calmado; tenía una belleza fría que le daba una serenidad próxima a la altivez que desprenden los que miran por encima del hombro. Me inquietaba su indiferencia por el miedo y la rabia que aún estaban sufriendo los vecinos de Port Bou, La Jonquera Cantallops, Agullana, La Vajol, Darnius, Capmany, Sant Climent de Sescebes, Boadella i les Escaules, Sant Climent de la Muga, Biure, Terrades, Cistella, Pont de Molins, Llers y Figueres. Ese martes de julio fue uno de esos días en los que se puede dar el fenómeno al que me refiero.)

El resultado de mis observaciones indica que el fenómeno puede presentarse después de un intenso episodio de tramontana veraniega que limpia a fondo la atmósfera, durante la calma repleta de luz brillante que invade el ambiente, el mar se mece imperceptiblemente, deja casi de moverse y permite que afloren, con una brillantez aún mayor que la que inunda la atmósfera de la bahía, todos los secretos que guarda bajo su manto acuoso. En esos días, durante las horas que transcurren antes del ocaso, a media tarde, me gusta sentarme en una roca de la que reciben las caricias del mar y poner los pies en remojo. Disfruto de un tiempo que va perdiéndose sin sentir añoranza del tiempo perdido. Es entonces, cuando me quedo absorto mirándolos posados encima de las piedras del fondo. Puedo recrearme observando todos los detalles de ese limitado paisaje, que por el efecto de la hipertransparencia se muestran con toda minuciosidad, y los minutos pasan mientras yo voy tranquilizándome a causa de la agradable sensación de poder ver la realidad con una claridad que evita la mentira o el engaño, esa nebulosa que a menudo invade nuestra percepción de las cosas, el frondoso bosque de sombras en el que nos perdemos tan a menudo.

En una de esas peculiares tardes pude observar detenidamente un pequeño cangrejo. Estaba escondido entre las piedras que brillaban como esferas enceradas, con sus cantos pulidos por el roce constante de unas con las otras. Tenían el brillo parecido al de unas bolas de billar, pero no el color cremoso del marfil sino el del estampado caótico en el que se mezclan los grises, blancos y negros de las rocas provenientes de las montañas que van a morir a estas aguas. El pequeño crustáceo estaba inmóvil, escondido en un recoveco. Sólo la hipertransparencia me permitía distinguir sus pequeñas pinzas que enfilaban hacia mí. No creo que fuera muy consciente de mi presencia, porque no conozco el efecto de la hipertransparencia a la inversa, pero las circunstancias meteorológicas especiales evitaban que pudiera continuar pasando inadvertido para mi vista.

La confluencia de diferentes circunstancias meteorológicas son las que provocan la hipertransparencia, del mismo modo que la alineación total de los planetas del sistema solar provoca –según las supersticiosas predicciones de los agoreros de turno– grandes catástrofes, incluso alguno de estos charlatanes de la pseudociencia pronostica que esta casualidad astronómica es el inicio del fin de nuestro mundo.

Aunque cualquier informe con un mínimo de seriedad sobre el pico de la crisis financiera, económica y política que estamos sufriendo en nuestras carnes y en nuestros bolsillos no tiene en cuenta este fenómeno astral como una de las causas que la originan, lo cierto es que la catástrofe en la que estamos inmersos coincide en el tiempo con la alineación planetaria que sucederá este año. Espero sinceramente que se trate de una coincidencia sin más.

Por ahora he evitado caer en la tentación de creer los pronósticos del ejército de chamanes, brujos, estudiosos del calendario maya y otros charlatanes, pero tampoco puedo evitar comparar esta coincidencia de proporciones planetarias con las coincidencias más locales que provocan la hipertransparencia y voy a caer de pleno, de hecho ya lo he hecho, en la tentación de escribir sobre las coincidencias que existen entre las consecuencias del fenómeno sobre la pérdida de invisibilidad de mi pequeño cangrejo y las consecuencias que tiene la de la conjunción de planetas sobre la pérdida de invisibilidad de la farmacia.

El cangrejo vivía tranquilo en su agujero de Les Clisques sin que yo supiera que estaba allí. En cambio ahora nada de lo que haga pasará desapercibido e incluso puede llegar a ser el protagonista del paisaje que voy a estar observando mientras mantengo los pies en remojo. La farmacia vivía también tranquila en su oasis. Protegida por un velo que la hacía inmune a las miradas indiscretas de otros sectores. Durante décadas, había logrado construir un refugio confortable de estabilidad económica, aunque lo cierto es que estaba inmersa en un mar en el que la ferocidad de la ley de la supervivencia es la norma, pero la crisis económica y sus consecuencias sobre las arcas públicas la han situado en el centro del foco.

Mientras ese martes de julio estaba intentando buscar comparaciones entre el cangrejo y la farmacia, un cosquilleo ligero recorrió el dedo gordo de mi pie izquierdo. Recuerdo que mi pequeño amigo había decidido abandonar su refugio y andaba decidido hacia algún sitio desconocido. La aventura que iniciaba mi pequeño amigo también me sirve para poder acabar este artículo.

La farmacia se equivocará si cree que el velo protector va a caer sobre ella otra vez, no volverá a ser invisible nunca más. Deberá tomar la decisión de emprender un viaje y arriesgarse a convivir con todos los peligros del mar abierto. No hay más remedio, y además quien nos tiene enfocados es mucho mayor que nosotros y no está de vacaciones como yo lo estaba ese martes mágico, y además siempre corremos el riego de que tenga hambre y le apetezca un arroz de cangrejo. 

jueves, 26 de julio de 2012

El sueño


Junio, a partir de la verbena de San Juan, está siendo un mes caluroso y caliente. El bochorno se apodera de las noches y el plomo de la solana te aplasta durante el día. Durante este inicio del verano, la inquietud y la incertidumbre se han asociado a la climatología y es difícil encontrar un rincón en el tiempo o en el espacio en el que el cerebro se pare y en el que el cuerpo deje de ser una pesada carga.

Lo más cercano a ese deseado oasis lo encuentro en las primeras horas de la mañana, de seis a ocho. En esas horas, si me coloco en el rincón adecuado del salón, en la esquina del sofá que tengo reservada para escribir o para divisar la pantalla de la televisión, logro notar un suave airecillo que me conforta. Los sonidos habituales del patio interior aún pueden diferenciarse del ruido de fondo de la ciudad, incluso es posible escuchar algún chillido de los vencejos o de las golondrinas que vuelan entre los edificios que van desperezándose al mismo ritmo que los azules de la madrugada van virando hacia los amarillos de la mañana. 

Hoy ha sido uno de esos días en los que esas horas son una joya a pesar de que la noche que las ha precedido no haya sido apacible. Durante las horas oscuras, la tensión acumulada parecía un saco de arena encima de la boca del estómago y solo cuando los fríos azules de la madrugada van esparciéndose con sigilo como una invasión sutil que acabará ganando la guerra eterna entre la luz y la sombra, el peso muerto que me ha oprimido va desapareciendo poco a poco.

He quedado para desayunar con un viejo amigo con el que había perdido el contacto. Nos reencontramos hace unas semanas en la boda del hijo de una amiga común. Es un gran conversador y nos intercambiamos los números de teléfono. Hace unos días le llamé y fijamos la fecha en la que volveríamos a vernos. Él desayuna, por lo que me comentó, en un pequeño bar familiar que está situado cerca de su casa, en la retícula de calles estrechas y elegantes que conforman el barrio ubicado entre la Vía Augusta y la Travessera de Gràcia.

He llegado puntual al punto de encuentro que habíamos fijado siguiendo una ruta que transita por esas calles estrechas que a esta hora están tranquilas y en las que aún la sombra de los árboles conserva un alegre frescor.
Mi amigo está tomando un té con leche mientras lee la última página del periódico en la mesa situada en la esquina del fondo del bar. Es un local pequeño al que se accede bajando dos escalones, pero no tienes la sensación de entrar en un local subterráneo, es un bar luminoso, porque las paredes son una cristalera continua de ventanas por las que se ve pasar a la gente yendo hacia la oficina o a la escuela.

– Hola, ¿qué quieres tomar?
– Tomaré un cortado y un bocadillo de jamón.
– Tu rostro demuestra que no has dormido bien.
– ¿Tanto se nota? Esperaba que el trayecto hasta aquí fuera un buen cosmético. Pero lo cierto es que estos meses han sido devastadores para mi ánimo. La precipitación con la que las Administraciones pretenden aplicar las medidas están poniendo a los farmacéuticos en una situación muy comprometida.
– Ya he leído que esta semana habéis tenido muchos problemas.
– Es decepcionante ver como la improvisación se impone sobre la reflexión y la planificación.
– Debes animarte. ¿Cuántas horas has dormido?
– A las dos de la madrugada ya estaba despierto y no me he podido dormir hasta las seis y a las siete y cuarto ya estaba duchándome. El tiempo justo para tener un sueño extraño.
– ¿Te acuerdas de ese sueño extraño? Me interesan los sueños, a veces los utilizo para escribir mis libros.

«La moto está aparcada delante de una gran puerta de madera, junto a unas bicicletas. Las llaves, dos llaves distintas, están colocadas en el contacto. Es roja, pero no es una moto nueva. Parece repintada. El instante en el que subo a ella, el instante en el que decido llevarme una moto que no es mía, no es un momento dramático de la historia. De repente estoy conduciéndola y observo la rueda delantera que está gravemente deteriorada. La carretera por la que circulo sube hasta una zona residencial que me recuerda el barrio de torres de veraneo en la Plana de Vic. Sin embargo, y sin que suceda nada especial, tengo la necesidad de devolverla al lugar en la que estaba. Todo sucede sin bajar en ningún momento de la moto y sin hablar con nadie. La carretera de vuelta me recuerda el tramo que cruzaba el pueblo de Tona. Al llegar al cruce con la calle que se dirige a la plaza de la iglesia, y al intentar girar a la izquierda me encuentro con un gentío que no deja resquicio para tomar ese camino. Parece que la muchedumbre está celebrando una fiesta popular, la gente baila y hay algún tenderete en el que se sirve algún plato, creo que una paella, aunque no puedo asegurarlo porque los sueños no huelen. Continúo carretera abajo y sin darme cuenta estoy conduciendo entre gente que grita y baila dentro de una casa enorme. Estoy conduciendo entre gente que está en una especie de juerga que no logro entender y que abarrota todos los rincones de esa especie de vetusto palacio de grandes estancias y de escalinatas, por lo que no logro dejar la moto en ningún sitio. En un rincón más tranquilo veo una puerta entreabierta y entro en la habitación que está vacía. Es un dormitorio en el que veo una gran cama deshecha. Entra en la habitación, mientras estoy buscando un lugar para aparcar la moto, mi tata Julia…» En este punto el sueño y la vigilia se empiezan a mezclar en un proceso osmótico en el que me confundo.

– Es raro tu sueño. ¿Crees que tiene que ver con lo que te está sucediendo estos días?
– No lo sé. No acostumbro a recordar los sueños ni a contarlos. A menudo hablamos de los sueños como reflejos de nuestros anhelos, pero la realidad de estos días puede tener algo que ver con mi sueño, ya que hace unos meses que todo ha sido una mezcla confusa de órdenes precipitadas que critico profundamente porque de ellas se desprende una falta total de sensibilidad respecto a los ciudadanos y de respeto respecto a los profesionales.
– Necesitas vacaciones, aunque me temo que los motivos de tus quejas van a continuar aquí cuando vuelvas.

No tengo suficiente ánimo para rebatir su vaticinio. Al menos el bocadillo es de buen jamón.

viernes, 6 de julio de 2012

Pla


Una de las cosas buenas que tiene escribir es que puedes contar mentiras y se nota mucho menos que si las cuentas de viva voz, y una de las malas de escribirlas es que mientras que las dichas puedes intentar olvidarlas, las escritas quedan grabadas en un soporte mucho más duradero que la memoria.

Estos días, previos a la llegada del verano, en los que el deseo de olvidar temporalmente la tensión que ha sido la protagonista de muchos momentos de este curso va transformándose en una obsesión, releo algunos de mis artículos escritos durante estos seis últimos años. Los releo para encontrar alguna pista en lo que ya he contado de alguna cosa que aún no haya hecho. Releo con la esperanza de encontrar allí, entre lo que ya he dicho, lo que no encuentro entre lo que podría decir, porque toda la pesada carga de pesimismo acumulado durante el duro viaje de estos últimos meses deja poco espacio para encontrar en mi maltrecha imaginación algunas palabras optimistas que tengan sentido.

Me apetece contaros algo que sin ser un cuento, una mentira al fin y al cabo, haya sido satisfactorio de verdad, una historia de esas que son claras, una historia sencilla sin ambages, algo que no sea simplemente una pequeña estrella en un cielo oscuro y que mi artículo sirva a modo de teles­copio para transformar lo que es realmente un simple puntito de luz en un sol majestuoso. Busco y rebusco en los más de mis cien artículos y no soy capaz de encontrar esa historia no escrita, esos huecos luminosos entre las palabras, pero entre ellas sólo soy capaz encontrar el vacío. No está ahí lo que busco.

Antes de atreverme a escribir estas palabras he hablado de la sequía que me cuartea las ideas con alguno de mis buenos amigos, y algunos de ellos, cuando les cuento lo que ahora os estoy contando me recomiendan una pausa, un receso. Atribuyen mi falta de ideas al pesimismo construido por la acumulación de malas noticias. Son buenos amigos, pero no estoy de acuerdo con ellos. No es el pesimismo lo que me impide encontrar algo nuevo que contaros. El pesimismo es una actitud que se construye después de una reflexión sobre la realidad, y lo que ahora busco no está basado en una reflexión, no me apetece –de ésos ya he escrito unos cuantos– volver a escribir una historia basada en una reflexión. Creo que podría volver a escribir alguno de ésos, pero ahora busco una historia que fluya como una fuente fresca en un rincón húmedo y oscuro de un bosque de helechos. Palabras claras que afloren por una brecha del interior de una montaña de roca oscura.

Lluís es uno de estos amigos que se preo­cupan por mí y que me aconsejan un descanso. Nos hemos visto a menudo aunque el vive en Girona, porque juntos hemos estado bregando durante cuatro años con las tribulaciones del sistema que soporta la receta electrónica de Catalunya. Han sido unos años en los que ha tenido que bajar a la capital casi cada semana y yo le agradezco el esfuerzo y la paciencia. Es una persona de apariencia tranquila que es un fiel reflejo de su carácter, y aunque compartimos la estatura, no nos parecemos en el carácter, yo no puedo evitar que la sangre me suba a la cabeza y él casi siempre la tiene fría. Compartimos el gusto por la buena mesa, pero también aquí tenemos diferencias. Él disfruta degustando lo que él mismo cocina y yo me limito a la degustación, ya que si hiciera lo mismo que él sólo podría comer algún que otro huevo frito. Compartimos también la afición por el baloncesto y los dos seguimos a nuestros hijos por las pistas catalanas, aunque los míos ya prefieren que les vayan a ver sus respectivas novias, lo que es un síntoma más de la decena de años que nos separan.

Tiene una cara de niño grande, si no tuviera la barba tan cerrada parecería la cara de un adolescente feliz y se mueve con unos gestos siempre un poco más lentos de lo que espero. Tiene un ritmo parsimonioso. Esa tranquilidad que desprende creo que ha servido para compensar mi efusividad y formar así un equipo eficiente. Hemos compartido muchas negociaciones con gente alejada de nuestra profesión, con una cohorte de ingenieros de telecomunicaciones, informáticos y gerentes, pero también hemos mantenido muchas conversaciones sobre el futuro de la farmacia y sobre los cambios en las organizaciones que la representan para que ésas aumenten su eficiencia. Tiene una visión moderna de lo que nos conviene, alejada de las convenciones imperantes, pero al mismo tiempo mantiene la prudencia del que conoce los riesgos de mover las cosas demasiado deprisa y correr el riesgo de que se rompan.

No voy a poder descansar como me aconseja Lluís, él sí. Los avatares de las urnas han sido los que han propiciado que los días de nuestro pequeño equipo se hayan terminado. Las reglas de esta liga en la que jugamos son así. Los dos lo sabemos. Aunque no puedo obviar la tristeza por su marcha, esta despedida forzosa es la que me sirve para poder escribir palabras sencillas, claras y sinceras. Eso que estaba buscando y que me resultaba difícil encontrar. Gracias.

Muchas de tus ideas van a servir para que las dispensaciones de receta electrónica continúen funcionando con fiabilidad, para que la red de los farmacéuticos cada vez esté preparada para asumir proyectos más ambiciosos, y muchas de nuestras reflexiones me van a servir a mí para continuar bregando, eso no te lo quita nadie, y yo, que tengo la posibilidad de dejar algo escrito no quiero perder la oportunidad de contar algo de verdad. Nuestra pequeña historia de estos cuatro años y mi agradecimiento sincero por todo el esfuerzo y el talento que has dedicado al equipo al que has pertenecido. Tienes la camiseta retirada en el pabellón de mi memoria. 

viernes, 22 de junio de 2012

Azul


Cuando te diriges hacia el norte por la carretera N-260 dejando atrás la capital de l’Alt Empordà, aparece delante de tus ojos una larguísima línea de asfalto que parece dibujada por el tiralíneas de un arquitecto, que atraviesa el llano que linda por el este con una de las zonas húmedas con más riqueza botánica y ornitológica de Catalunya, els Aigüamolls de l’Empordà, y a lo lejos, hacia el noroeste, por las postrimerías marítimas de los Pirineos que dibujan una franja estampada de colores superpuestos que van del violeta hasta el gris verdoso. La línea recortada de la frontera más cercana en la que aún se oyen los ecos remotos de los lamentos de los perdedores cruzándola por el Coll de Lli en La Vajol, el pueblo más pequeño de la comarca que durante unos días convulsos de nuestra historia fue la última sede en territorio español de la Presidencia de la República y del Gobierno y que acogió durante cuatro días a Manuel Azaña, antes de su partida hacia el exilio francés a la que siguió la del presidente de la Generalitat Lluís Companys y la del presidente del Gobierno Vasco José Antonio Aguirre.

La carretera se dirige como una lanza a la brecha existente entre la cara sur de la sierra de la Verdera coronada por el monasterio benedictino de Sant Pere de Rodes y la sierra de l’Albera en la que está situada la abadía benedictina de Sant Quirze de Colera a la que se accede desde Rabós, un pueblecito escondido donde pude saborear, durante una verbena de San Juan de hace treinta años, la mejor sardinada de mi vida, en la que las sardinas subastadas en la lonja de Llançà fueron braseadas por el fuego de los sarmientos encendidos en el empedrado de la plaza.

Siempre que llego a ese tramo del viaje me siento transportado por una cinta mágica que une el museo Dalí de la rambla de Figueres con los huevos metafísicos de la casa del pintor surrealista en Port Lligat. Este paseo por el reino de la tramontana transcurre, paralelo a la vía del tren que acabará cruzando la frontera unos treinta kilómetros más al norte en la majestuosa estación de Port Bou, entre maizales, vides y olivos, hasta Vilajuïga, el pueblo que guarda en su subsuelo el manantial de las aguas mineralizadas y ligeramente gaseadas que aderezan con exótica alegría las comidas a los que nos agrada notar el sutil chispeo de las aguas con gas, y que finaliza cuando llegas a las ruinas del Castillo de Carmençó para atravesar el Coll de Canyelles

Una vez atravesada la meta, al final de la larga recta, y después de un corto repecho, y si la brisa sube de la costa y tengo los sentidos atentos, puedo oler el mar. Un mar que aparece después del leve descenso por la carretera que ahora se retuerce entre las laderas desnudas de las rocas que muy pronto llegarán hasta la costa. Después de una de esas curvas de derechas que me conducen a Llançà, el mar aparece como una mancha de azul homogéneo que linda con otra mancha azul celeste por la línea engañosamente recta del horizonte. Este momento es como un beso esperado, pero que no por serlo es igual al último beso guardado en la memoria. Es un paisaje que sé que voy a ver, pero que continúa removiendo algo cerca de la boca del estómago cada vez que aparece.

El mar azul y el cielo azul entre las rocas del macizo del Cap de Creus es una descripción rigurosa de ese paisaje, pero cuando la emoción de ese momento decae y voy acercándome al último tramo del viaje, el que transcurre por el camino de ronda entre Llançà y Port de la Selva voy entendiendo que las cosas no son tan sencillas como parecen. Esa mancha de azul homogéneo va mostrándose tal como es realmente, un crisol de verdes y azules que van mezclándose con trazos desordenados de blanco que aparecen al ritmo que marca el viento. No puedo decir que el mar no sea esa mancha maravillosa que me emociona, pero el mar no es sólo eso. El mar es diverso.

Esa manera de ver las cosas tiene un gran parecido con la que muy a menudo aplicamos cuando se describe la farmacia. Con demasiada frecuencia miramos el sector como un universo uniforme, monocolor, pero si nos acercamos a él con la actitud del que mira un cuadro nos encontramos un universo de contrastes.

Nuestro sector es la suma de diminutos universos aislados unidos por leves conexiones, pero cada uno de ellos tiene características muy distintas que pueden incluso hacerlos extraños entre ellos. Estas diferencias no son sólo económicas, que las hay, sino que también existen diferencias sociológicas y vocacionales. Por esta razón cualquier intento de explorar alternativas a la situación de incertidumbre en la que se encuentra el sector que no tenga en cuenta su extraordinaria diversidad no tiene ninguna posibilidad de tener éxito.

Aunque es imprescindible aumentar la fuerza de las actuales conexiones entre farmacias desarrollando una cartera de servicios susceptible de ser contratada por el sistema nacional de salud que aumente el valor sanitario del conjunto de las farmacias, no hay más remedio que contemplar que las alternativas válidas van a ser también necesariamente diversas si no queremos correr el riesgo de que algunos puedan sentirse excluidos de la solución propuesta.

Encontrar el equilibrio entre lo colectivo y lo individual va a ser una de las claves del éxito de las propuestas de futuro, siempre y cuando seamos verdaderamente conscientes de lo que significa estar trabajando para la farmacia. Ni el mar es ese azul que aparece detrás de la curva a derechas, ni el sector puede ser contemplado como un conjunto uniforme de establecimientos sanitarios cortados por el mismo patrón. Sería más fácil, pero no es así, ni el mar ni la farmacia. 

martes, 12 de junio de 2012

Laura


Los encuentros con Laura en los que conversamos sobre nuestras farmacias me dejan siempre la misma sensación. Si fuese mi jefa, tendríamos una relación complicada. No sé si esa sensación que me llevo después de hablar con ella está potenciada porque nunca he recibido órdenes de nadie y no estoy preparado para ello, pero, de cualquier forma, me imagino que Laura debe de ser muy exigente con la gente de su equipo.

La vida ha dejado huella en la fisonomía de esta mujer, y no lo digo por las arrugas de su cara, ya que conserva una piel tersa; lleva esa marca en sus ojos. La vida, su vida, ha colocado en su mirada una cortina de lágrimas, cuando le miro a los ojos parece que nos separe una película transparente que está a punto de verterse. Son las lágrimas del que sabe que está obligado a ser fuerte, pero que, a la vez, tiene avidez por sentir la suavidad en las palabras y me imagino, en las caricias. La imagen que tengo de Laura es parecida a los dibujos que forman los cristalitos de colores de un calidoscopio, en algún momento aparece la de una mujer enérgica y decidida, pero con un leve giro se transforma en alguien que desea, casi con inocencia infantil, que no fuera necesario serlo.

Laura es una mujer con un cuerpo de complexión grande. No sería ajustado a la realidad describirla como una mujer robusta, pero mucho menos lo sería hacerlo utilizando adjetivos como frágil, delicada o esbelta, epítetos que –incomprensiblemente para mí– son considerados por una gran mayoría como ensalzadores de la belleza femenina, pero que en el caso de Laura no pueden ser utilizados si uno pretende ser fiel a la realidad, aunque creo que es una mujer atractiva. Laura tiene un cuerpo armonioso, pero grande. El corte austero de su pelo modela una media melena rubia que indica una moderada rebeldía frente al paso de los años. En alguna ocasión me ha comentado que no es una mujer a la que le apetezca visitar con frecuencia la peluquería. Laura es de esas mujeres que cuentan las horas dedicadas a esos menesteres como una pérdida de tiempo, ella misma se encarga de ordenar su peinado. Sus visitas al peluquero están forzadas por la aparición de un síntoma doloroso, esa marca blanca en la raíz de los cabellos que indica que el tiempo va pasando, cuando esa prueba ya es demasiado evidente, no le queda más remedio que acudir a quien le ayuda a paliarlo.

Laura se ha ganado las cosas a pulso, tiene una posición social y económica confortable, pero no es un confort que pueda calificarse de lujo. No es una persona a la que le agrade hacer ostentación de su situación, pero a la vez es plenamente consciente de que ha trabajado mucho para lograr, para ella y para su familia, lo que ha logrado. A veces, me comenta que continúa haciéndolo, trabajar con convicción y disciplina, porque no sabe hacerlo de otra manera y critica, de una forma enérgica que puede llegar al enfado, a los que ejercen su profesión sin esa actitud.

Laura es una farmacéutica dedicada en cuerpo y alma a su farmacia y que no entiende que se pueda ejercer de otra manera. Es una luchadora de lo suyo y considera que todos deberían remar en la misma dirección. La admiro, pero no puedo evitar acabar diciéndole, lo que ha provocado alguna que otra discusión, que no todos nuestros colegas entienden y ejercen la profesión de la misma manera.

– Los intereses y las circunstancias individuales son un condicionante poderoso que dibuja diversas maneras de ejercer la profesión.
Esta frase, o cualquier otra parecida de las que yo acostumbro a pronunciar, siempre acaban provocando una erupción volcánica. A menudo critica mi pragmatismo y mi exceso, según ella, de benevolencia al juzgar actitudes que considera egoístas sin matizaciones. Aún así intento introducir los grises en el cuadro que Laura dibuja sólo con blanco y negro.
– Los farmacéuticos no somos distintos a cualquier profesional, nuestra manera de actuar está condicionada sobre todo por los incentivos económicos. El modelo de retribución y de regulación explica muchas de esas actitudes que tú tanto criticas. ¿No crees que no debemos confiar sólo en la actitud de las personas y que los avances van a venir por el cambio del escenario que las condiciona?

Laura siempre acaba insistiendo en que para ella existen unos valores a los que no se puede renunciar, unos valores que están por encima de los intereses individuales y de los condicionantes económicos. Lo dice con total convicción y no deja ningún resquicio para que yo pueda defender que la realidad es muy compleja y diversa.

Aunque me seduce la contundencia y la seguridad con las que defiende sus criterios y me atrae como un imán su discurso, cómo le brillan los ojos y la solidez de su voz al pronunciarlo, Laura no ha logrado que me convierta a su fe, porque después de muchos años de reflexión sobre el sector estoy convencido de que no existe una única verdad para todos los farmacéuticos. No creo que mi postura pueda calificarse sencillamente de relativista –una crítica que está implícita en los dardos escondidos en sus comentarios–, pero no puedo dejar de vivir en la zona gris, me mantengo en esa incómoda posición en la que la verdad está difuminada y no creo, como cree Laura, en algo parecido al grial que buscaban los antiguos caballeros.

Todos estos años me han servido para saber que lo fundamental no está en esperar que el colectivo sea ungido por la fuerza interior y por la claridad de las ideas que me transmite Laura, ¿es eso la vocación?, sino en propiciar una evolución del escenario profesional y económico en una dirección para que incentive de una manera adecuada a los que están convencidos de lo que está convencida Laura y que a la vez no excluya de partida a nadie. Complejo, pero los grises son siempre así.