miércoles, 31 de octubre de 2012

El gnomo


Las mesas desordenadas son la morada de diminutos gnomos que se dedican a trajinar papeles, papelotes, revistas, periódicos, catálogos, tarjetones, tarjetas, recibos, comprobantes de pagos, facturas, albaranes, libros, fotografías. La suya debe ser una tarea agotadora. Sin pausa, con esa diminuta malicia que siempre mueve a los duendes, se dedican a joder al personal. Tienen pequeño el corazón y también el alma. Son como si a la mezquindad y a la cortedad de miras les hubieran salido bracitos y piernecitas, se colocaran un gorrito rojo y se escondieran entre mis papeles. A veces tengo tentaciones de levantarme por la noche para sorprenderlos en su tarea maléfica y aplastar a alguno de esos despreciables personajillos mientras corretea entre mis papeles.

Son astutos. Estoy convencido que han adaptado su horario de trabajo a esas horas en las que soy absolutamente incapaz de levantarme de la cama. Esas horas perdidas entre las tres y las cinco de la madrugada son las que aprovechan para, en una orgía de frenéticos y cortos trayectos entre los montones de mis papeles, cambiarme con impunidad las cosas de lugar. Sin otro objetivo que hacerme perder el tiempo. Presiento sus risitas desde sus escondrijos mientras observan mis ojos encendidos y las venas hinchadas en mis sienes y les insulto en un intento vano de disimular mi impotencia.

Se ceban en mí porque me tienen envidia, estoy seguro que no soportan que sea un gigante para ellos. Me los imagino sintiendo el sádico placer de observar como soy incapaz de controlarme e incapaz de ejercer mi supremacía física sobre ellos.

Por esa razón, cuando encuentro las páginas del cuento que tengo a medio escribir, me alegro tanto. Les he vencido otra vez. No soporto a esos personajillos graciosos de los cuentos.

Las páginas escritas están llenas de borrones negros que dibujan un estampado parecido al pied-de-poule de las chaquetillas que la elegante Coco Chanel popularizó en la década de los cincuenta.

La historia de duendes en la que me he visto inmerso es un pequeño martirio. Me he hundido en ella sin tener claro el camino que voy a seguir. Esa falta de planificación es la razón principal por la que las palabras no encuentran su sitio y acaban desdibujadas bajo los trazos nerviosos de mi mano que pretenden hacerlas desaparecer bajo la misma tinta que antes las ha creado.

Debe de haber alguna razón que explica la ira que me provocan los hombrecitos nocturnos, alguna razón distinta de la que puede parecer a primera vista. Es difícil imaginar que la ira esté provocada por alguien al que nunca has visto y lo cierto es que nunca he visto a ninguno. Sólo recuerdo las imágenes que tengo de ellos, las estatuillas en algún jardín de alguna cursi segunda residencia y alguna imagen en algún viejo libro de cuentos en las estanterías de mi habitación en casa de mis padres, en la que aún descansan los libros de mi niñez.
Cada vez tengo más claro que esos pequeños hombrecillos son una excusa, un recurso literario para expresar la rabia que me produce mi incapacidad para tener los papeles ordenados. Ése, y no otro, es el motivo de mi frustración.

Desplazar la responsabilidad es un método que utilizamos con frecuencia. Trasladamos nuestras deficiencias y el vértigo que nos produce el esfuerzo necesario para corregirlas, hacia los otros. Y si los otros no existen, los inventamos. Puede tener sus ventajas, pero también tiene sus limitaciones.

La limitación principal es que los demás, ésos que sí son reales, saben muy bien que los duendes no existen.

No nos conviene caer en esa tentación, porque, aunque parezca que es una estrategia que nos puede ser útil, estamos firmando una pesada hipoteca que a la larga puede salirnos cara y en el peor de los casos arruinarnos completamente.

Puede parecer que estoy escribiendo un sermón desde el púlpito que me ofrecen estas páginas. Nada más alejado de mi intención. Del mismo modo que critico las excusas, me revelo frente a los que se autoinculpan de todo lo malo que nos sucede. Saber encontrar el equilibrio, encontrar el centro de la circunferencia en la que nos movemos debería ser una condición importante antes de escoger el camino a seguir, pero al mismo tiempo deberíamos tener muy en cuenta que si el momento de escoger se acerca peligrosamente, la opción prioritaria debería ser la que depende exclusivamente de nosotros.

En los momentos que la tempestad arrecia, nuestros valores, nuestra misión al fin y al cabo, deberían ser el faro que nos guíe. En los momentos de zozobra, de cabreo mayúsculo por el deterioro del negocio y por la inseguridad en el cobro de los servicios prestados, es importante saber discernir entre lo que son incumplimientos de los otros y lo que es responsabilidad nuestra.

Cuando hablo de nuestra responsabilidad no me estoy refiriendo a lo que hemos hecho mal o lo que hemos dejado de hacer, sino a lo que deberíamos estar cambiando. Ésa es nuestra responsabilidad en estos momentos. Lo que va a suceder en nuestro entorno, lo que depende de los otros, es una circunstancia, pero la reflexión y la decisión sobre lo que es preciso que nosotros hagamos no es circunstancial, es esencial.

Podemos sentirnos conformados, como yo he hecho con los hombrecillos nocturnos, traspasando nuestra ira a los demás, pero esta maniobra no va a evitar nuestra irresponsabilidad si lo que pretendemos es evitar tomar las decisiones que las circunstancias presentes requieren.

Gandulff es el más viejo de la tribu, tiene cuatrocientos treinta y tres años y vive con Martina y sus cuatro hijos en el interior de un árbol del bosque de las tierras del Norte. Es un tipo apacible al que le gusta pasear por el huerto donde cultiva diminutas berenjenas y pimientos. Es cultivado y sabio. Le gusta leer los libros antiguos en los que se hace referencia al antiguo conocimiento. En algún capítulo de esas páginas viejas aparecen descritos unos frágiles gigantes de raras costumbres. Sus antepasados parece que los conocieron, pero él ni los ha conocido ni tiene muchas ganas de toparse con alguno de ellos. Todo indica que están un poco locos y él lo que quiere es vivir tranquilo y en paz con su familia y sus amigos. 

martes, 16 de octubre de 2012

Anochecer


Son casi las nueve de la tarde. Podría también decir de la noche, aunque para describir el momento de principio de agosto al que me refiero lo más ajustado a la realidad sería utilizar la palabra anochecer. La magia de las palabras tiene eso, creemos que un engranaje de precisión como el de las ruedas dentadas de los relojes nos permite establecer el tiempo con precisión, pero lo cierto es que la situación de las manecillas en la esfera, por muy precisa que sea, no tiene la capacidad de describir el momento en el que vivimos como la tiene una palabra adecuada.

Podría intentar ser aún más preciso y decir: son las ocho y cuarenta y siete minutos y treinta y tres segundos, que es la hora que indica el reloj, pero aunque pudiera parecer que el método me permite describir el momento concreto con absoluta precisión, tampoco lo lograría, porque mientras lo estoy escribiendo, en este momento, al fin y al cabo ya no es esa hora. Son o serían, y cuarenta y ocho y tres segundos, y tampoco lo serían ya. Nunca conseguiría mi objetivo. El tiempo no puede atraparse en una cajita por mucha ingeniería compleja que contenga. Nos quedan las palabras.

Anochecer es una palabra que apacigua la angustia que nos provoca nuestra incapacidad de atrapar el tiempo. Es como una red mágica con la que podemos pescar el agua del mar en el que vivimos. Los relojes sólo son capaces de recordarnos con una tozudez impertinente toda el agua que se nos escurre entre los dedos, en cambio anochecer nos describe ese momento en el que se encuentra la añoranza del día que se va y el misterio de la noche que viene.

Anochecer nos sirve tanto para los abruptos finales de los días invernales como para las suaves despedidas de los veraniegos. Es una palabra ligada íntimamente a la vida, no como la hora dictada por el reloj que no deja de ser una prótesis que nos permite ubicarnos en ella, pero que no nos dice nada de ella.

Anochecer es una palabra capaz de describir con la austeridad de nueve letras toda la complejidad del movimiento de nuestro mundo. Explica el giro de nuestro planeta, el orden astronómico que regula nuestros días y nuestras noches. Es el título adecuado para el espectáculo de la vida y del tiempo. Mejor empezar mi artículo de este infernal verano con una frase más viva que la que nos puede proporcionar ese artilugio del que nos sentimos tan orgullosos, pero que no nos lleva mucho más allá de su esfera perfecta.
Está anocheciendo. Mucho mejor.

Estoy apoyado en el murito que hace las veces de baranda del terrado de casa. El terrado es un rectángulo de unos cuarenta metros cuadrados en el que, a menudo a partir del anochecer, nos reunimos para cenar con la familia y los amigos unas sardinas braseadas mientras, todos juntos, nos dejamos arropar por las sábanas negras de la noche.

Cuando la rendición del sol ya es una evidencia, subo a la azotea para verlo partir. Siempre se va con la dignidad y el orgullo que tienen los dioses. Es un momento solemne, muchas veces incluso el indomable juguetón, el mar, parece sentar la cabeza y muestra un cierto respeto por la marcha de su compañero de juegos. Quieto, en silencio, intento notar en el roce de la brisa que aparece como una suave balada, el rastro del movimiento del sol y de las estrellas que se están acercando. Algunas veces parece que logro mi objetivo. En esos momentos tengo una sensación paradójica. Soy como un gigante en un universo sin límites en el que me siento diminuto. Una porción del universo, un neutrino capaz de atravesar cualquier barrera sin esfuerzo. Me siento cerca de un misterio vedado a los que transitamos por el paraíso propiedad de los dioses. Cuando vivo estos momentos no pienso en nada más que en vivirlos, pero cuando recuerdo que los he vivido me digo que debería aprovecharlos más cuando los estoy viviendo.

El anochecer es una oportunidad de vivir un momento decisivo, es el momento en el que hemos de atrevernos a entrar en la oscuridad misteriosa de la noche, teniendo aún entre los dedos la seguridad de la luz del día. El anochecer requiere esa chispa de valentía que permite cruzar la frontera entre la seguridad y la aventura.

No estoy de acuerdo con los que sólo ven melancolía en esos momentos que se tiñen de rosa y gris, en esos en los que un velo vaporoso va cubriendo todo el paisaje, como si lo difuminara. El anochecer es un momento para estar seguro de los colores con los que has vivido y dispuesto a vivir sin ellos.

Los días de verano que subo a mi atalaya privilegiada puedo gozar de una despedida larga que te da la oportunidad de asimilar que debes dejar lo que ha sido tu mundo y que deberás enfrentarte al mundo escondido de la noche.

Después de muchos de esos anocheceres tengo el pleno convencimiento que el sector está viviendo uno de estos momentos. No porque el momento que nos está tocando soportar sea especialmente bello ni placentero, pero veo un paralelismo en lo que de transición tiene el anochecer. Un mundo en el que hemos vivido seguros se nos va y aún estamos a tiempo de comprender que un nuevo mundo se va acercando y que deberemos prepararnos para vivir en él.

Algunos no van a poder superar la añoranza de lo que se va, van a quedarse embobados con los rayos de sol que aún brillan por detrás de las montañas, pero esos destellos son sólo el anuncio de la llegada de la luna.
Son casi las once. Es negra noche y una luna plateada baña las laderas desde las que Sant Pere de Rodes vigila la bahía. La conversación con los amigos es animada y va a alargarse aún bastantes horas. Nada se ha acabado, todo ha cambiado. Hablamos del paseo por los senderos que nos han llevado a Sant Baldiri, del silencio que nos ha acompañado y del que hemos disfrutado durante la caminata, pero ahora en el mundo manda la noche.

martes, 2 de octubre de 2012

Crisis


Pablo Colomer Arribas nació en Cuba, pero casi no se acuerda de ella. Su abuelo Pablo Colomer Estany aún es el propietario legal de una casa en La Habana, pero él se resiste a ir a visitarla. Teme encontrarla desconchada y habitada por personas que nada tienen que ver con su familia. Su padre, Pablo Colomer Rosique volvió a Barcelona en los días en los que el ejército capitaneado por Fidel Castro derrotó al dictador Pedro Batista y Zaldívar y el mundo cambió para su familia; él entonces tenía tres años.

De vez en cuando me cuenta que recibe cartas de amigos de sus padres que viven en Miami. Me guarda los sobres de esas cartas porque conoce mi afición filatélica y aprovecha la ocasión para hablar de esos vagos recuerdos, casi espejismos, que almacena en los rincones más oscuros de su memoria. Alguno de esos exiliados, antiguos amigos de sus difuntos padres, transformados en ricos jubilados norteamericanos, le vienen a visitar, y en alguna de esas contadas ocasiones hemos coincidido todos en una cena o en algún cóctel en el jardín de su casa. En esas reuniones transgeneracionales sólo existe un tema tabú: Cuba.

Nos conocimos, como muchas veces sucede, a través de un conocido –ahora, amigo– común. Jaime Colomines Perellada –el nexo entre Pablo y yo– tiene una casita de veraneo cerca de la casa donde veranean mis padres, en un recodo de un riachuelo muy próximo al paisaje familiar en el que yo disfruté de mis veranos de mi etapa de púber y de adolescente. En esos años Jaime y yo no nos conocíamos aún. Lo conocí años más tarde cuando ambos ya estábamos casados, y fue entonces cuando empezó nuestra relación.

Jaime y Pablo se conocían desde algunos años antes. Se conocieron mientras perdían el tiempo haciendo ejercicios militares, cuando aún era obligatorio que los jóvenes españoles lo perdieran. Yo no tuve que pasar ese trance gracias a mi diabetes, que ya empezaba a asomar sus síntomas por aquellos años. Esa etapa castrense que los puso en contacto –algo bueno tuvo ese periodo oscuro de su juventud– continuó con una serie de episodios entrelazados que son parte del tramado sobre el que se tejió después el tapiz de la pequeña historia de nuestra relación. Ahora somos tres parejas de amigos. Los tres nos hemos casado y vivimos con las mismas parejas con las que hemos tenido hijos. Alguno de esos hijos ya tiene hijos. Ya empezamos a ser un grupo de jóvenes abuelos.

Siempre me ha atraído el misterio que se esconde detrás de las casualidades. Es una atracción por lo desconocido, la misma atracción morbosa que tengo al mirar una larga ecuación diferencial. Entre esos signos e incógnitas que esconde un orden, lo sé, lo intuyo al menos. Allí, como un felino agazapado, está la clave de un gráfico concreto, se esconde una línea que podrá ser dibujada en un marco formado por los ejes de ordenadas y abscisas, pero que yo soy incapaz de descifrar.

La magia de estas carambolas históricas reside en que no existe un hilo común que cosa un relato coherente. Los sucesos van concatenándose sin orden aparente, pero algunas veces, pocas, se ordenan como si fueran moléculas de dióxido de silicio y cristalizan. Nuestra amistad es como un cristal de roca. Una bonita casualidad.

Pablo viaja por todo el mundo vendiendo maquinaria pesada para grandes empresas multinacionales. Conoce todos los continentes, habla correctamente cinco o seis idiomas y se siente poco arraigado en el país donde vivimos. Aún no sé si es debido a su abandono prematuro de la isla caribeña. De hecho, no tiene ni la nacionalidad del país donde vive. El siempre dice que sólo se siente de su familia y poco más. Es un individualista liberal que desconfía de cualquier cosa que desprenda cualquier tufillo de control estatal.

Jaime es un hombre de derechas, le gusta la tradición y es un ferviente defensor de la familia tradicional y de los valores religiosos católicos. Con los años y con los hijos ha ido relajando la rigidez de sus ideas. Intuyo que ha ido valorando cada vez más los sentimientos, va descubriendo que para él sus sentimientos son más importantes que los dogmas de los otros. Es de esas personas a las que los años les modela el carácter en vez de cincelarlo. Era el propietario de una empresa familiar de curtidos que hace unos años tuvo que cerrar a causa de la competencia de los productos venidos de Turquía. Ahora trabaja en una gran compañía dedicada a la joyería, es el director de la sección de regalos para empresas.

Hace un par de años que la crisis económica es un tema recurrente de nuestras conversaciones. Los tres la hemos vivido y aún la estamos viviendo de distintas maneras.

A Jaime, el cierre de su empresa le golpeó primero, aunque su optimismo le permitió superar el trance. En el fondo, tuvo suerte de que su crisis particular se avanzara al gran tsunami que amenaza con arrasarnos a todos. Ahora trabaja para una empresa muy sólida y, aunque las ventas han disminuido, el sector del lujo es de los que resisten mejor los embates de la recesión en el consumo.

Pablo decidió hace cuatro años, después de muchos problemas contractuales, iniciar una aventura empresarial propia. Es una persona orgullosa y con una capacidad de trabajo admirable, pero el esfuerzo para superar la apatía del mercado le está suponiendo poner en riesgo incluso su salud.

Cuando vuelvo a casa después de alguno de nuestros encuentros me siento más solidario con los demás. Comparto con mis amigos la dureza de la situación y soy capaz de mirar un poco más allá de mis propios problemas. Sé por sus palabras y por sus expresiones que les sucede lo mismo que a mí con las suyas cuando les cuento los recortes constantes que sufre el sector y la situación crítica que muchos de mis colegas están soportando por los incumplimientos de los pagos por parte de la Administración.

Sin embargo, nuestros mejores momentos los tenemos cuando hablamos del futuro, del nuestro, el de nuestros hijos e incluso el de nuestros nietos.