jueves, 28 de junio de 2007

¡Ay va, la cartera!


Nunca olvidé los «donuts», sin embargo la cartera se quedó en casa algunas veces. En aquellos años niños no tenía muy claro si era más importante la cartera o lo eran los «donuts». Mi cabecita loca era incapaz de comprender la seguridad que mostraban los adultos respecto a este asunto. Lo cierto es que, con los pastelitos que coronan de azúcar el vacío, yo me sentía seguro.

Visto con la perspectiva que te dan los años, mi dilema infantil era, hasta cierto punto, comprensible. La pesadez de la cartera me recordaba las horas de clase con el Sr. González, un tipo al que apodábamos «sapo», realmente desagradable; en cambio, mi merienda era un componente fundamental de los buenos ratos compartidos con los amigos en el patio de la escuela, en esa catedral de la amistad, encajonada entre los edificios de una manzana del Eixample de Barcelona, donde aprendí a jugar a baloncesto y donde se impartían las mejores clases magistrales sobre las estrategias del «ligue».

Aunque con el paso de los años muchas cosas se ven –dudo entre «se ven» o «se miran»– desde una perspectiva diferente, los sapos continúan dándome asco y continúo creyendo que los buenos ratos con los amigos no se pagan con dinero, pero he aprendido que con una cartera llena se consiguen casi todos los «donuts» que quieras.

Frecuentemente, asociamos dinero con cartera, pero los billetes no siempre son el relleno ideal; a veces, incluso, como pasa con los «donuts», lo de dentro ni se ve, ni se come. La mejor baza en el juego del trueque en el que casi todos participamos y en el que nadie regala nada, el contenido más conveniente para nuestra cartera es el que nos proporciona la posibilidad de conseguir lo que queremos. El mejor relleno no es otro que nuestra capacidad de ofrecer; dicho de una manera más marquetiniana, lo fundamental es nuestra cartera de servicios.

De un tiempo a esta parte la cartera de servicios se ha convertido en uno de los temas incluidos en las listas «top ten» de las convenciones y congresos donde se debate sobre el futuro de nuestra profesión. Sin embargo, existe el peligro de que la canción no pase de ser una más de los efímeros éxitos de temporada, de esas que todos tarareamos compulsivamente durante un verano y que rápidamente se pierden, por fortuna para la salud de nuestras neuronas, en el limbo de Apolo.

El mercado farmacéutico español está altamente regulado. Una regulación anatemizada de forma sistemática por los talibanes del liberalismo económico y utilizada como estandarte por los defensores cavernarios del mantenimiento del status quo, pero que, en verdad, una verdad que como tantas veces se encuentra escondida en el rincón de la moderación, tiene muchas ventajas para el ciudadano y aspectos que deberían ser modificados para hacer el sistema más transparente, eficiente y competitivo.

La planificación y ordenación de los servicios farmacéuticos tienen sentido porque éstos forman parte del sistema de protección social que nos proporciona el Estado, un sistema que hemos escogido y que entre todos nos pagamos. Uno de los principales servicios que nos ofrece el Estado es una Sanidad con voluntad de universalidad, equidad y solidaridad; sólo en este contexto, nuestro modelo regulado de farmacias tiene sentido y sólo el mantenimiento y sostenibilidad del modelo sanitario le puede garantizar un futuro.

Con estas premisas se debe afrontar la negociación que mantenemos con el principal cliente interesado por el contenido de nuestra cartera, sin olvidar tampoco que este comprador principal es, a la vez, el que tiene la llave de la regulación.

Sólo basta revisar la historia de estas negociaciones y los pactos resultantes –los diversos conciertos entre los servicios de salud y las corporaciones farmacéuticas, en las comunidades autónomas que han sido capaces de llegar a acuerdos– para llegar a la conclusión de que la iniciativa siempre ha estado del lado de los servicios de salud, con el objetivo fundamental de que la prestación les cueste menos.

El resultado de esta dinámica negociadora no puede ser otro que: lo mismo más barato o la pérdida de cuota de mercado en beneficio de otros competidores. ¿Recordamos algunos ejemplos? Absorbentes para la incontinencia, medicamentos hospitalarios de uso ambulatorio, medicación en residencias geriátricas… quien más quien menos los ha ido perdiendo en el sendero de estas negociaciones.

Sólo un cambio de actitud por nuestra parte, sólo poniendo sobre la mesa una cartera de servicios repleta y sólo con un criterio realista sobre el precio del contenido que queremos vender seremos capaces de frenar una dinámica que nos lleva hacia un mercado de distribución de poco valor añadido y en el que el precio del producto es lo único que importa.

Es imprescindible para la profesión que aparezcan personas para liderar este proceso de anticipación. Personas con las virtudes que proporcionan al dirigente la categoría de líder, personas con capacidad para mirar, para ver y para convencer.

Los farmacéuticos necesitamos delanteros que marquen goles, no defensas que sólo sepan cortar el juego, alguien que nos explique lo que pasa, que nos muestre el mapa de los caminos que llevan al futuro y que nos convenza de la necesidad de emprender el viaje.

Alguien que proponga los criterios adecuados para escoger el contenido de nuestra cartera y que nos proporcione las herramientas para llenarla, alguien que sepa anticiparse y que tenga claro que el mayor riesgo está en la espera.

Alguien que vele por nuestra cartera, pero sobre todo, alguien que no intente vendernos el agujero de un «donuts».

jueves, 14 de junio de 2007

Futuro se escribe con "e"


Los profetas siempre han tenido muy mala prensa. Ni en tu tierra, ni en ninguna tierra es muy aconsejable dedicarse a la profecía. Agorero, tremendista, visionario, idealista, inocente, chorraflautas… son algunos de los epítetos que acompañan, frecuentemente, al pobre profeta, a quien no le queda otro remedio para soportar la crítica que la resignación y la protección que pueda proporcionarle una cierta dosis de cinismo.

La profesión de profeta incluso puede convertirse en una actividad de alto riesgo cuando la predicción anunciada no se ajusta a los cánones dictados por la ortodoxia del discurso oficial, porque, en el mundo en el que nos ha tocado vivir, matar al mensajero se ha convertido en un deporte que se practica con asiduidad.

A mí, los profetas siempre me han caído bien. En cambio, se me eriza la piel al escuchar a los que repiten sin ningún resquicio de duda –con esa certeza absoluta que se autotorgan los voceros oficiales– que cualquier cambio que nos depare el futuro va a representar una derrota y que consideran cualquier duda un síntoma de debilidad.

Me he preguntado muchas veces de donde viene mi simpatía por los profetas, ¡con lo fácil que es apostar por el caballo favorito!

Uno de los acontecimientos que, seguramente, ayudó a ir forjando esa rara inclinación fue, sin duda, una sesuda sesión que tuvo lugar en uno de esos venerables salones con las paredes impregnadas de los ecos de las voces de tantos debates, en los que los ilustrados creen poder decidir hacia donde se encaminará nuestra profesión. Encontré el relato de este episodio navegando por los blogs de la red. El autor del diario en cuestión era un tal Joe Cricket. Joe era un boticario escocés implicado en la política farmacéutica del Imperio Británico. Su nombre parecía escogido a posta, su foto mostraba un semblante pícaro con los ojos saltones y brillantes, con una mirada inquieta que parecía escudriñar cualquier detalle del objeto que caía en su campo visual o radiografiar la expresión de la persona con la que hablaba. Era un tipo simpático, que no gozaba de gran predicamento en los ambientes corporativos por sus continuas preguntas incómodas dirigidas a los prohombres de la farmacia, herederos de las más antiguas tradiciones alquimistas –alguno de ellos incluso presumía de ser el tatatatataranieto de Merlín–. En su diario electrónico, relataba, con todo lujo de detalles, su perplejidad al asistir a las disquisiciones académicas que se desataron en los días en que los farmacéuticos empezaron a preocuparse por las nuevas tecnologías.

En aquellos días, las nuevas tecnologías asomaban por el dintel del escaparate de la farmacia. Los profetas ya lo venían anunciando desde que la red iba infiltrándose en todos las actividades profesionales. En aquella reunión, como si de un extraterrestre se tratara, el joven Cricket escuchaba con devoción las opiniones de sus compañeros bragados en mil batallas. La preocupación era patente en los serios semblantes y los hombros de los contertulios iban inclinándose bajo el peso de la responsabilidad. Realizaban un esfuerzo hercúleo para encontrar soluciones, su dedicación era admirable, sentían en sus propias carnes que el futuro de la profesión estaba amenazado. ¿Cuál era el método correcto para frenar la entrada de esa nueva amenaza? ¿Cuántos escalones de la escalinata del prestigio social bajaría el farmacéutico si las recetas se imprimían en artilugios ligados a un ordenador, y ya no se necesitaba de la sapiencia del boticario para descifrar los jeroglíficos galénicos? ¿Y si se les ocurría, a los enemigos de la profesión, empezar a imaginar una receta sin papel?

Era realmente angustioso leer la descripción que hacía el boticario escocés del mar de dudas en el que se debatía su pensamiento. Él, que era un devoto seguidor de los profetas del nuevo mundo, el mundo de las nuevas tecnologías, se sentía casi como un traidor. Con sus ideas, ¿estaría inoculando un virus capaz de debilitar los fundamentos de una tradición milenaria?

Cricket no era ni un héroe ni un líder, era un farmacéutico que pensaba que el mundo avanzaba y que era beneficioso aprovechar las oportunidades que el progreso le ofrecía.

La rebotica de su farmacia estaba inundada de papeles y notificaciones, y en ese marasmo celulósico tomó la determinación de dejar las grandes decisiones a los sabios, pero se sentía obligado a aportar su pequeño granito de arena. Propondría al Sanedrín de los Notables que, para facilitar la introducción de las nuevas tecnologías y aumentar las habilidades del colectivo, dejaran de enviar sus comunicados, actas, revistas y cartas a sus asociados en papel y los enviaran a través de la red.

Estaba ilusionado con su propuesta, que estimaba sensata, porque recogía alguna de las recomendaciones de los profetas, no colisionaba con la prudencia de los vigilantes de la profesión y, a la vez, le permitiría disponer de una mesa despejada en su despacho.

Su propuesta se trató en una sesión anodina en la que los temas relacionados con la tecnología ya no eran la máxima preocupación. Fue escuchado con respeto y su propuesta anotada en un acta que, posteriormente, recibió por triplicado cuando un cartero, que no se esforzaba nada en ser amable y del que no podía recordar su cara a pesar de que entraba cada día, se la tiró encima del mostrador de su farmacia. Joe, de una manera disciplinada, la archivó en un montón de papeles encima de la mesa de su rebotica. No la leyó porque ya lo había hecho hacía una semana en su e-mail.

Joe, desde aquellos días, no ha dejado de repetir una y mil veces lo que los profetas vienen anunciando: «Futuro se escribe con “e”». Seguramente, su impertinencia es necesaria, no sé si suficiente, para que los que deciden tengan claro que futuro no se escribe con «p». Joe es de los que piensa que se corre un riesgo enorme cuando éstos se empeñan a escribirlo con «p», «p» de pasado. Un día de éstos tengo que ir a Escocia para conocer a Joe.