lunes, 25 de enero de 2010

El tardón


Cuatro meses no son una eternidad. (No creo que eternidad sea una palabra que indique de una manera realmente comprensible la dimensión del tiempo transcurrido, es realmente indescifrable para los que sufrimos el paso del tiempo y tenemos la certeza de que un día dejaremos de poder contarlo, pero como no soy lo suficientemente bueno escribiendo para describir con precisión lo que de verdad significa contar con la cadencia adecuada hasta ciento setenta y dos mil ochocientos, me conformo con la imprecisión poética de la eternidad).

Los que no podemos saber lo que es la eternidad a lo más que podemos aspirar es a saber que el tiempo es elástico, por lo que muchas veces es preferible recordar olores, ruidos, imágenes, caricias, que contar el tiempo. Si intentamos contarlo con precisión, tenemos muchos números para caer en un engaño sin darnos cuenta.

Que el tiempo transcurrido no es una eternidad es una manera imprecisa de describir que la difuminación en la memoria del olor a alga y alquitrán de los días de verano no es una pérdida absoluta, pero al mismo tiempo ese olvido, que sólo nos deja un rastro casi imperceptible en la memoria, nos aleja casi definitivamente de esos días calurosos en los que nada importa tanto como sentir el olor salado del mar cuando ya el sol se adormece detrás del macizo del Cap de Creus.

¿Qué importa si es eterno o no el tiempo transcurrido? Lo que realmente importa es el olor a mar.

Ocho meses son una eternidad. (¿Contar hasta trescientos cuarenta y cinco mil seiscientos son dos eternidades?, seguramente dos eternidades son demasiada poesía, demasiados versos para alguien como nosotros que somos esclavos del tiempo, excesivos incluso, para el señor del tiempo; incluso dios, a lo máximo que puede aspirar es a ser simplemente eterno.)

Para los que rodamos enganchados al sonido de las ruedas dentadas de la maquinaria que mueve el reloj de los días y las noches, de los veranos y los inviernos, de las risas y de las lágrimas, ese reloj que nos marca dictatorialmente la frontera entre el pasado y el futuro, esa línea estrecha en la que vivimos; lo que realmente oímos es el murmullo lejano de las olas y lo que no vemos, el anhelo, es lo que está más allá de la línea en la que se funden el mar y el cielo.

¿Qué importa si es eterno o no el tiempo de la espera? Lo que realmente importa es el ruido de las olas.

Mi pelea con el tiempo no tiene cuartel. No puedo negar que uno de mis defectos es la impuntualidad. He intentado durante muchos años negar ese rasgo de mi retrato, pero cuado la crítica me llega desde tantas personas de distinta condición, algunas amigas, otras conocidas y algunas enemigas (la opinión de estas últimas no la considero tanto, ya que supongo que intentan por todos los medios rebuscar cualquier circunstancia incontrolable para colgarme algún sambenito, aunque tengo que reconocer que en este aspecto se lo pongo fácil), mi intento de negar la evidencia pierde cualquier consistencia.

Una vez desechada la posibilidad de la negación, me queda la reivindicación de mi rebeldía personal frente al ritmo monótono del paso del tiempo. Ese ritmo impasible e inmisericorde que desprecia con soberbia el recuerdo y la espera. Debe ser el romanticismo de los perdedores, pero me quedo más tranquilo con el calificativo de rebelde que con el sambenito de impuntual. Pura estética.

La estética siempre ha sido importante para mí. Con los años, te vas dando cuenta de que hay pocas cosas realmente importantes en la vida, aunque las hay, y una de esas cosas es la estética. Sin embargo, lo que es importante para uno mismo no tiene por qué serlo para que el mundo funcione. Aunque me cueste reconocerlo para que el mundo funcione –para que funcione bien, porque funcionar, funciona– es preciso que las mejoras se implanten puntualmente.

En el mundo de los medicamentos y de la farmacia, la puntualidad no parece ser uno de los valores principales. Tengo la sensación de que muchas mejoras se retrasan. Marear la perdiz, en cambio, es una de las especialidades del sector, y las discusiones, las pruebas piloto y los debates colaterales, van retrasando la toma de decisiones que, si se tomaran a tiempo, aportarían antes ventajas para el sector y, en cambio, de esta manera, acaban llegando tarde y retrasando la evolución necesaria.

Yo, al menos, tengo el consuelo de la estética, pero en el caso que nos ocupa, no tiene ninguna utilidad, ni aporta ningún consuelo.

La incorporación de las nuevas tecnologías al sector de la oficina de farmacia ha sido lenta, pero el impulso que está imponiendo la receta electrónica ha acelerado exponencialmente el impacto de estas tecnologías en muchas cuestiones importantes. El desembarco de la nueva receta –que acabará siendo sencillamente, la receta– ha abierto nuevas expectativas de mejora en aspectos tan nucleares del funcionamiento de las farmacias como: los conciertos con el Sistema Nacional de Salud, la comunicación bidireccional entre los médicos prescriptores y los farmacéuticos dispensadores, la coordinación de las farmacias con los equipos de atención primaria, la gestión empresarial de la oficina de farmacia o la trazabilidad de los medicamentos.

No me queda mucho espacio para escribir de todos estos aspectos –ya he escrito sobre el tiempo ¡qué osadía¡ y no voy a hacerlo ahora sobre el espacio, puede que encuentre espacio para hacerlo más allá de la frontera de este «planeando»–, pero puedo intentar apurar el vacío que aún me queda para hablar de uno de ellos, del último.

Alguien debería estar preparando una buena excusa para explicar el retraso de la implantación del nuevo código de los medicamentos, sea el que sea, pero del nuevo. No entiendo las dudas, ni entiendo la realización de una prueba piloto de la que una parte implicada parece que ya se ha retirado y que sólo servirá para ratificar que la distribución farmacéutica no puede leer el código Datamátrix. ¿Es importante que sea leído por la distribución farmacéutica? No entiendo que se gaste tiempo y dinero en dilucidar sobre una cuestión que parece decidida ya en Europa. Lo que sí entiendo es que una serie de avances en la oficina de farmacia se retrasarán y que el gesto arcaico de recortar precintos continuará siendo el protagonista de la cotidianeidad de las farmacias de España. Pura estética kitsch.