lunes, 28 de marzo de 2011

La dosis

Hace días que, al llegar a casa, después de las nueve, me pongo las babuchas de rayas blancas y grises, me acomodo en el rincón del sofá en el que me siento cómodo porque ya he domesticado, me hago con el control del mando a distancia y me dedico a cambiar canales para intentar que alguna idea me ilumine. Tengo que escribir un artículo más y me he propuesto que la fuente de inspiración, esa frase, esa situación pintoresca que me sirva para elaborar alguna historia, nazca de la programación de la televisión.

Confío que en esa cascada incontrolada de programas, en esa verborrea de palabras e imágenes, algo encontraré. Los primeros diez días de búsqueda han resultado estériles y lo achaco a que el aparato no es de última generación, no es full HD y 3D. Esa insuficiencia tecnológica podría servir como la excusa que necesito para justificar el desembolso, seguramente innecesario, que significará colgar una de esas maravillas tecnológicas en la pared del salón. Aunque ese impulso irrefrenable por las pantallas planas también podría tratarse de la necesidad de compensar la frustración por aquel juguete deseado que nunca llegó.

¿Todo viene de entonces? De aquel día de Reyes, ya lejano pero no olvidado, en el que después de arrancar con ilusión el papel de estrellas plateadas y renos voladores sucedió que el juego esperado tantos meses era defectuoso. Carecía de las bolas de acero necesarias para funcionar. Los Reyes, según me contaron unos años después sus delegados, no fueron capaces de encontrar en ningún comercio otro en buen estado porque estaba agotado y ni siquiera unas bolas sueltas para poder aprovechar el defectuoso que me habían traído. Me compensaron con algún juguete que no recuerdo.

Sea la que sea la verdadera motivación, alguna de las apuntadas o cualquier otra, y aprovechando estos días de despilfarro consumista que son las rebajas, y utilizando también, como justificación formal, mi preocupante ausencia de ideas, he adquirido una de esas maravillas de la tecnología que me permiten sentar en el salón de casa al gigante azul de Avatar o al ogro verde Shreck.

Después de la primera semana que he dedicado a interpretar el librito de instrucciones y a visitar la página web de la marca de televisores para poder utilizar, al menos, las funciones básicas del artilugio, casi no he encontrado nada que me interese de la programación, aparte de los partidos del Barça, de los de la NBA en las noches de insomnio y de alguna persona entrevistada que, heroicamente, logra matizar sus respuestas pese a la exigencia por la simplificación que exige el medio televisivo.

Este domingo, aunque ayer salimos a cenar y llegamos tarde a casa, me he despertado con la luz tímida que, antes de las ocho, se colaba por las rendijas de la persiana. A esa hora la programación es bastante espartana, carece del barroquismo de la madrugada. Se agradece, y además un empacho de ordinarieces podría estropear el desayuno dominical que me he preparado.

Uno de los placeres de esos programas documentales sobre el mundo de la naturaleza es la voz del narrador. Casi siempre es tranquila, sin estridencias. Escuchar su cadencia pausada es como leer una de esas largas descripciones minuciosas que te van paseando sin prisa por un paisaje. Palabras que te acarician y te cogen de la mano para llevarte sin obligarte.

El paseo dominical de hoy me ha llevado a los estanques repletos de carpas de alguna zona, no he puesto suficiente atención para saber concretamente dónde, de Gran Bretaña. Estanques de agua dulce en los que un pez poco exigente como la carpa se desarrolla con facilidad y que con el cuidado de los piscicultores de la zona que regulan sus ciclos vitales mantienen ese pequeño universo acuático saludable y próspero. Una pequeña dosis de optimismo apacible y tranquilo para un domingo para el que espero lo mismo.

¡Qué sencillo! ¿No? Pues, no. No voy a poder escribir de tranquilidad en el sector. Las dosis no van a ser tranquilas.

(Mira por dónde al final la tele me va a servir para escribir algo sobre la actualidad que nos espera)

Lo que parecía una idea peregrina, una medida anunciada hace meses que prometía un desmesurado ahorro ¿trescientos millones de euros, recuerdan?, la implantación de la dosis unitaria en España, se ha hecho realidad como por arte de birlibirloque. Una realidad que confieso que me ha provocado una especie de nudo intelectual. Perplejo me he quedado.

Ni me cuadran los números, parece ahora que el ahorro previsto es de cincuenta veces menos que el anunciado a bombo y platillo, ni se ha previsto tampoco, seguramente como consecuencia de no haber dialogado con los que realmente saben de eso que son los farmacéuticos de oficina, los procesos administrativos que comporta la facturación de esos peculiares envases. Ahora, el discurso ya no se centra en el ahorro y se apela al efecto positivo en la concienciación del ciudadano de la necesidad de la racionalización. No creo tampoco que para eso sirva la medida.

Gobernar también es priorizar. ¿Realmente es prioritario en un mercado de precios subterráneos, con crecimientos interanuales negativos, con un mercado de medicamentos no financiados en recesión por no poder competir con los precios de derribo de sus homónimos financiados, implantar esta medida? ¿Es el momento de priorizar acciones en un sector del medicamento en el que la factura decrece y continuará decreciendo, cuando el crecimiento de la medicación en el ámbito hospitalario crece a ritmos superiores al 10%?

Como farmacéutico no puedo estar en contra, ni lo estoy, de un concepto básico: el medicamento no es un producto de consumo y debe tomarse exclusivamente cuando se necesita. Como ciudadano integrante de una sociedad en la que el mantenimiento y la sostenibilidad de un sistema sanitario público es un principio irrenunciable, comparto la voluntad de la Administración por buscar la máxima eficiencia, pero creo que ha errado en su decisión de implantar esta medida. Por ineficaz, por inoportuna, por improvisada, por demagógica, por inviable.

Aunque también creo que no merece muchos más comentarios. Creo, por todo lo que he dicho, que acabará siendo una anécdota desafortunada en la historia de las medidas que afectan al mercado español del medicamento financiado por el sistema sanitario público. Lo que es preocupante es que los famosos efectos colaterales nocivos que lleva aparejados una medida como ésta los acabaremos sufriendo los farmacéuticos.