viernes, 21 de diciembre de 2012

Adiós


No sé si dios es el sitio a donde voy. Eso de los títulos es un coñazo. Pero de todas formas «Adiós» es la palabra más escueta, concreta y eficaz para titular este artículo. Planeando se va, se va al refugio de mis pensamientos, a la cocina en la que las palabras se cuecen lentamente, al laboratorio donde se mezclan los matices del mismo modo que los aromas van construyendo un perfume. Seis años ha durado este vuelo en el que he contado mi visión de la farmacia. Desde este verano ya empecé a notar que mi farmacia se acababa, mi visión de ella es la que está escrita en estos artículos, quien quiera puede releerlos. Duermen en las páginas de las revistas antiguas, en páginas que poco a poco irán amarilleando o en imágenes intangibles que permanecen flotando –sin envejecer aparentemente– en el limbo tecnológico de la red. No es presuntuoso por mi parte, lo digo sinceramente, ni tampoco es pereza, sencillamente es un ejercicio de coherencia respecto al proyecto que se inició con esta sección. Mis opiniones ya están expuestas de la manera que yo sé, puedo, o me gusta exponerlas, en este espacio que la revista El Farmacéutico me ha proporcionado. Una vez más, gracias. Ahora es un tiempo en el que mi opinión debe concretarse en acciones, ya no me quedan ideas que exprimir en mil palabras. Ya no me quedan tantas palabras para llenar una sección quincenal sin correr el riesgo de decir algo que ya haya dicho antes, ni tengo ya la imaginación necesaria para encontrar maneras distintas de decirlo. Gasto muchos minutos de mi vida en la farmacia y en las farmacias, pero no todo es farmacia y farmacias en mi vida.

Confieso que, un poco, os he mentido. Aunque la mentira haya sido inocente, lo hice, y aunque, en el fondo, contar historias también sea mentir, me aproveché de la buena gente de Ediciones Mayo que me ofrecieron la oportunidad de publicar algo sobre farmacias y lo que hice muchas veces fue escribir de lo que me apetecía. Pero los engaños no pueden durar eternamente. Ya lo decía mi abuela –debo estar haciéndome viejo porque me acuerdo cada vez más de lo que mis mayores me decían y además ahora me incomoda menos acordarme–: «Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo».

Lo he pasado muy bien escribiendo estos ciento catorce Planeandos y sé que voy a sentir la añoranza de la obligación de rellenar este espacio privilegiado de la revista, una de las pocas obligaciones que he sido capaz de soportar en mi vida, sin refunfuñar, pero ahora necesito librarme de esa obligación para poder digerir todo lo que le está sucediendo a nuestra profesión y lo que aún queda por venir.

Os confieso también, queridos lectores, que mi cuerpo y mis ideas van envejeciendo, mi posición en el pelotón de la vida va retrasándose poco a poco y cada vez el pelotón corre más. No interpretéis esta confesión como una rendición, pero es la Ley –eso a lo que tanto nos gusta referirnos– de la Vida. Es absolutamente necesario que los más jóvenes marquen un ritmo exigente porque cada vez queda menos tiempo para llegar a tiempo antes de que el tren parta hacia un nuevo mundo.

Un nuevo mundo en el que no habrá otro remedio que pasar del individualismo tan arraigado en el sector, a tener que aportar valor a través de lo colectivo. Reconozco que estamos aún lejos de este objetivo, incluso lejos de comprender el concepto «lo colectivo» –sencillamente porque no hemos tenido necesidad–, pero no deberíamos tener dudas sobre la necesidad de intentarlo si creemos realmente en que nuestra fuerza principal recae en la altísima accesibilidad de un servicio esencialmente sanitario. No intentarlo, además de ser un pecado de omisión, la penitencia del cual recaerá en las siguientes generaciones (n.º 433), significaría desdibujar los trasgos característicos de nuestra fisonomía, acabaríamos siendo un rostro que no se reflejaría en ningún espejo; un cuerpo sin alma. Seríamos el equipo ideal para ser vencido.

Millenium se titulaba el primer Planeando, y en él escribía: «Este artículo es el primer paso de un largo camino. Espero que el viaje nos lleve lejos y que no sea pesado, y que mediante la futura creación de una plataforma informativa dirigida primordialmente a los farmacéuticos que ejercen su profesión en las farmacias, logremos el objetivo de incentivar el debate, la reflexión y favorecer la interrelación entre los profesionales abocados frecuentemente a un cierto aislamiento detrás del mostrador de sus farmacias». Así empezó todo.

Me voy. Alguien, seguro, será capaz de lograr todo eso que dije en mi primer Planeando, eso que deseaba y aún deseo. Del mismo modo que deseo que Alfonso (el boticario del cuaderno de tapas negras del que os hablé en el número 410) exista en alguna esquina de alguna calle de algún pueblo de alguna parte; que Laura (472), mi amiga farmacéutica, mantenga sus principios; que Berta (372), cuando sea mayor, algún día se acuerde de mí; que Silvestra (408) continúe confiando en su farmacéutico; que Luis Rondreau (466) me enseñe francés mientras recordamos los buenos tiempos; que David Nurda i Grabe y Joan Vorraí i Repià encuentren el camino a seguir en sus farmacias de Gibatella (384), pero sobre todo espero tener tiempo para que Clara me enseñe a notar como los neutrinos que vienen de las estrellas traspasan mi cuerpo (383), porque aunque ser un gran oso pardo tenga sus ventajas, ahora me conviene aprender a volar con la sutileza de las mariposas.

Adiós

PD: Sugiero la lectura de este artículo acompañada de Leonard Cohen cantando Closing time y espero al menos que, como dice Manel en Capitatio
Benevolentiae, "...i a vegades ens en sortim..."..

martes, 11 de diciembre de 2012

Las manos


Mientras transcurre la conversación, la mirada de Roberto se desvía constantemente hacia las manos de Federico. Los dedos se proyectan hacia las puntas con delicadeza, pero sin fragilidad. Son unos dedos que Roberto siempre hubiera querido tener.

¿Cómo debe ser la vida con unos dedos largos y finos?

Sus manos, aunque grandes, son regordetas y sus dedos carecen de delicadeza. No son unas manos rudas, pero, ni mucho menos, tienen la elegancia de las de Federico.

– Tienes demasiadas dudas.

Mientras espera que la frase continúe, observa como la mano abraza el vaso ancho lleno de agua mineral gasificada burbujeante y, al contraluz de la ventana, las pequeñas chispas que afloran del vaso como si se tratara de una pequeña erupción acuosa. Puede abrazarlo sin ningún esfuerzo, a pesar de que es uno de esos vasos anchos en los que caben tres cubitos de hielo sin necesidad de amontonarse unos encima de los otros.

– Lo nuestro es un ejemplo más de los cambios que están desdibujando la sociedad que conocieron nuestros padres y que nosotros creíamos que sería la nuestra, pero que no va a ser.

Las palmas de las manos abiertas son un perfecto colofón a la sentencia de Federico. Son como el último plano de un western, en el que, sobre un anochecer en el desierto, aparecen desde el infinito, haciéndose cada vez mayores, las últimas palabras: The End.

– Estás demasiado obsesionado en nuestra especificidad, en un mundo en el que lo especial cada vez es más difícil de justificar. Los farmacéuticos de la generación de nuestros abuelos eran personalidades de peso, junto con el médico, el capitán de la guardia civil y el rector de la parroquia. Eso ya ha pasado a la historia. Lo nuestro ahora es gestionar y rentabilizar un espacio que aún conserva unos valores, como la accesibilidad y la confianza, muy atractivos para el cliente preocupado por su salud. Tenemos que ser valientes y aprender a ser competitivos.

Las palabras de Federico fluyen sin vacilación, mientras Roberto baja su mirada hacia sus gruesos dedos que están apoyados sobre la mesa. La tranquilidad que transmite Federico, la misma que sus manos, no se parece en nada al rápido repicar de su dedo anular. Un gesto que denota una cierta inseguridad o incomodidad o ¿por qué no? contrariedad.
Hace ya unos cinco años que unas leves manchas de color ocre oscuro van apareciendo en sus manos. Un signo del paso de los años que tampoco puede ver, aunque intenta escudriñar todos los rincones, en las de Federico. No acaba de aceptar que estén ausentes de sus manos, porque sabe perfectamente la edad de su interlocutor porque estudiaron juntos.
No se siente seguro en estos encuentros, nunca le ha apetecido admirar esas manos que son el perfecto coro de acompañamiento para los discursos de Federico. Parece que mientras habla, sus manos recorren con elegancia el teclado en un gran piano de cola del que afloran las notas de una canción.

– Pero…
– No hay pero que valga. Roberto, debes rejuvenecer tus ideas, intentar rejuvenecer también tu cuerpo ¿Ya vas al gimnasio? Te veo en baja forma. Tenemos la misma edad y pareces mayor. Siempre has tenido tendencia a ganar peso y tu calvicie ayuda, pero aún y así, debes esforzarte. Te veo ansioso. Tus dedos no paran de golpear la mesa.

Creía que sólo era él quien miraba las manos del otro, pero no. Sus manos también eran un blanco de las observaciones de Federico.

– Siempre has tenido un buen ojo clínico. Estoy convencido que habrías sido un buen cirujano plástico. Te encaja bien.
– La medicina no es un campo en el que hubiese podido desarrollar mis aptitudes empresariales.
– Pero el campo de la estética te hubiese abierto muchas posibilidades…
– Tienes razón, nunca lo había enfocado desde ese punto de vista.

Levanta la mano hacia su frente e introduce lentamente los dedos entre sus abundantes cabellos negros, buscando en su imaginación una vida exitosa repleta de cuerpos turgentes.
Federico está tan convencido de sus razones como Roberto lo está de la belleza de sus manos. Lo está tanto que es incapaz de sopesar la carga de ironía de la descabellada propuesta que Roberto ha puesto encima de la mesa, por lo que no va a quedarle otro remedio que intentar olvidar sus manos y entrar en el cuerpo a cuerpo de las ideas.

– Acepto que tengo mis dudas, por muchas razones, pero sin entrar en cuestiones de índole profesional, vocacional diría mi amiga Laura, creo que tu fortaleza está basada en una situación de protección que nada tiene que ver con la que conviven los empresarios de cualquier sector. Ese convencimiento que desprenden tus afirmaciones puede desvanecerse rápidamente con un simple cambio legislativo.
– Posiblemente tienes parte de razón.

Su dedo índice interminable señala el corazón de Roberto y emite otra contundente afirmación.

– Mis propuestas son imperfectas, requieren un análisis más profundo, pero al menos ofrecen una alternativa. Definen una actitud. Muchos como tú pensáis y debatís posibilidades, pero no decidís.

Federico es más consistente de lo que puede parecer. No es la primera vez que su dedo índice apunta al corazón de Roberto y cuando lo hace puede ser muy certero.

– Ojalá pudiera encontrar fácilmente la salida del laberinto de mis ideas.
– Haz como yo. Si la salida está demasiado escondida, toma un atajo.
– No soy lo suficientemente osado para tomar atajos. Creo que el temor al fracaso tiene un peso demasiado importante en mi manera de pensar.
– Siempre he sabido que éramos muy distintos, pero siempre he creído que una mezcla de nuestras respectivas maneras de encarar los problemas mejoraría la calidad de las decisiones que tomáramos.

Roberto no se esperaba esta última frase de Federico. Ha quedado en fuera de juego durante unos segundos. Los suficientes para pensar que él lo que realmente querría sería poder mezclar las manos de Federico con las suyas.