martes, 29 de mayo de 2012

Invisible


No fui un niño de esos que tienen una imaginación desbordante. Nunca arrastré una caja sin ruedas creyendo que era un camión. No lo digo con satisfacción, ni tan siquiera con esa displicencia que envuelve a los que se creen subidos a un escalón por encima de los demás, incluso tengo que confesar que alguno de mis amigos de infancia –de ésos que eran capaces de imaginar grandes epopeyas bélicas en las que los protagonistas de terribles batallas descansaban apretujados en una de esas cajas esperando a que su niño, poseedor del don que sólo tienen los dioses, les diera vida– me provocaban algo parecido a la envidia. Y digo parecido, porque no se parece en nada lo que de niño sientes a lo que sentimos de mayores. A veces me pregunto si estas dos vidas vividas no son tales, y lo que nos sucede realmente es que los años son una distancia insalvable que convierte en espejismo lo que realmente es también nuestra realidad. Una distancia de seguridad que nos permite resguardarnos del vértigo de lo que hemos perdido.

Estoy intentando descubrir ese día en el que los sentimientos cambian, ese día escondido, pero tengo aún toda la vejez, si me la regalan, para lograrlo. Ahora no tengo tiempo.

Recuerdo que a mí me gustaba jugar a buenos y malos con reglas conocidas de antemano. No me conformaba con disparar imaginariamente y a esperar a que el otro cayera abatido, también imaginariamente, por una munición imaginaria, por la simple razón de que le gritaba: ¡tocado, tocado! Quería eliminar al otro tocándolo, conquistar una bandera cogiéndola o incluso, en mis años más gamberros, participar en verdaderas batallas en las que los dos bandos apodados, cada uno de ellos, por el nombre de los dos manantiales de aguas sulfurosas del pueblo, íbamos armados con pistolas capaces de disparar munición real proporcionada por esas cortinas metálicas que colgaban de los dinteles de las puertas de las tiendas. Eran como paredes líquidas que nos permitían penetrar a través de ellas en la carnicería o en la tienda de ultramarinos; al hacerlo nos sentíamos poseedores de poderes sobrehumanos.

¡Cómo me gustaba el sonido de esas pequeñas piezas metálicas engarzadas en un capicúa serpenteante. Era una música vivaz cuando los «ganxets» chocaban entre sí. Una alegre percusión de minúsculos platillos que poco a poco iba apaciguándose hasta volver a la quietud inicial. Hasta el silencio! Cuando pienso en aquellos veranos, suena esa música, la de las cigarras a la hora del sol hiriente y el susurro de las espigas de trigo mecidas por el viento ardiente.

Cuando eres niño no sabes como eres, de mayor es cuando te preguntas cómo eras. Con esa prevención que debemos tener por la distancia que nos separa de lo que éramos, yo diría que era un niño curioso. No me gustaba la magia. Aborrecía el circo. Recuerdo que alguien –no recuerdo quién, pero seguro que era alguien bienintencionado– me regaló un juego de magia y muchos años después lo encontré en un armario en perfecto estado; me refiero, evidentemente, al juego que no llegué a estrenar.

No recuerdo, sin embargo, que fuera un niño al que no le gustara jugar. Creo que era un niño que no creía en lo invisible.

Me gustaba jugar con coches de verdad, de los que tenían ruedas, y quería conocer el mecanismo que los hacía funcionar. Primero disfruté con los que funcionaban a pilas con un mando conectado al vehículo por un cable, de esos que te obligaban a seguirlos como si fueran un perrito al que sacabas a pasear, y después con los teledirigidos, que ya tenían una caja de mandos tan sofisticada que podían parecer mágicos, pero que yo sabía que no lo eran. Si jugábamos a cualquier juego en el bosque, a escondernos, a policías y ladrones o a cualquier juego sin nombre de los que nos inventábamos después de un pequeño debate de ideas, me gustaba tener muy claras las reglas antes de empezar. Por esa misma razón, jugar partidos de baloncesto sin árbitro era menos divertido que hacerlo con alguien que arbitrara. No por todo eso era un niño aburrido, tristón, retraído. Tenía muchos amigos, a la mayoría de los cuales no recuerdo si todas esas cosas les importaban mucho. Cuando sea viejo, y tenga tiempo, y me encuentre a alguno de esos viejos amigos, si me acuerdo, y si a ellos les interesa, y si recuerdan cómo eran cuando eran niños, puede que sea motivo de alguna conversación tranquila que será excusa para recordar la musiquilla de las cortinas metálicas.

Algo de todo eso que recuerdo ha recorrido conmigo el largo camino que me separa del niño que fui. Continúo sin creer que las cosas funcionen sin más, continúo sin creer en lo invisible, incluso cuando lo que las hace funcionar sea difícil de ver. Nuestro sistema farmacéutico es un ejemplo de ello. Sin una logística capaz de mantener una estructura tan capilar como la que en estos momentos proporciona la red de farmacias, sin ese mecanismo, demasiadas veces olvidado, que le permite descargarse de los costes que representaría mantener unas reboticas repletas en exceso, el modelo sería inviable.

Este artículo podría acabar aquí y ser un pequeño y particular homenaje a la distribución farmacéutica, nuestro particular eslabón invisible, pero las circunstancias no permiten muchas florituras. La gran exigencia que la crisis está imponiendo al sector no permite otra salida que aumentar la eficiencia. El recorte de márgenes y precios que todos sufrimos está lastrando de una forma dramática los balances de estas empresas, por lo que es preciso que los responsables de las empresas de distribución asuman la nueva situación y sean capaces de hacer las reformas necesarias para continuar siendo un buen instrumento para las farmacias.

El mercado español de distribución está excesivamente fragmentado y la lógica indica que es urgente buscar la forma adecuada para transformar inteligentemente una estructura muy local, que en otros tiempos podía ser una ventaja, pero que ahora puede ser un lastre que puede costarnos caro a todos. Sólo los realmente sólidos van a poder continuar siendo nuestro eslabón invisible. 


jueves, 10 de mayo de 2012

Eolípila



En el estuario del río Clyde, en su desembocadura sur, frente a las aguas frías y grises del  fiordo,  se encuentra la ciudad de Greenock. Actualmente es la capital administrativa del council area de Inverclyde. En esta ciudad del oeste de Escocia, nació James Watt a quien la mayoría lo consideramos el inventor de la máquina de vapor. Aunque esta atribución es cuando menos una simplificación  de la realidad histórica que no hace justicia a muchos otros ilustres pioneros.

Watt lo que realmente hizo fue añadir un condensador independiente para incrementar la eficiencia energética de la máquina de vapor atmosférica ideada por Thomas Newcomen en 1711. Este había sido asesorado por el físico Robert Hooke, un científico experimental de gran imaginación y brillantez que llegó incluso a polemizar sobre la paternidad de la ley de la gravitación universal con el mismísimo Newton,  y el mecánico John Callery. La máquina de estos, a su vez, era una mejora de la máquina de Thomas Savery que fue  realmente quien inventó la primera máquina que utilizaba el vapor generado por la combustión del carbón para realizar un trabajo mecánico. Concretamente esta máquina se utilizaba para bombear las aguas subterráneas que dificultaban extraordinariamente el trabajo en las minas.

Hay quien incluso osa criticar a Watt y a su socio Matthew Boulton –ambos miembros del club de discusión llamado Sociedad Lunar que reunía a  importantes industriales, físicos e intelectuales. Sus reuniones se celebraban en Birmingham las noches de luna llena entre 1765 y 1813 y, muy a menudo, tan ilustres pioneros de la ciencia y la tecnología eran acogidos por Erasmus Darwin, abuelo de Charles,  quien unos cincuenta años más tarde nos iluminó para poder ver nuestro mundo de una forma absolutamente distinta– por ralentizar en los tribunales la evolución de su invento hasta que sus patentes expiraron en 1800, anteponiendo sus intereses monetarios a los de la evolución tecnológica. Jonathan Hornblower fue la víctima principal de estos litigios y su motor de vapor compuesto no pudo ser desarrollado y aplicado a los motores navales por Arthur Wolf hasta 1804.

Después de analizar esta porción de la historia, podríamos llegar a afirmar que la verdadera cuna del ingenio que impulsó la revolución industrial estuvo ubicada en las islas británicas, pero si ampliamos un poco el campo de mira nos damos cuenta de que no es así.

Una vez más, otra más, debemos trasladarnos a la ciudad fundada por Alejandro Magno en una zona fértil del delta del Nilo, en una elevación de ese territorio entre el antiguo lago Mareotis y las aguas cálidas y azules del Mediterráneo, para descubrir cómo empezó todo.

La satisfacción de haber vencido al rey persa Darío III Alejandro debió de ser el motivo por el que encargó al arquitecto Dinócrates de Rodas el diseño de una retícula hipodámica sobre lo que, hasta entonces, era tan solo un pequeño poblado pesquero del que nadie recuerda su nombre –se llamaba Rakotis– para convertirlo en una de las ciudades más importantes de la historia. Alejandría. Allí, en esa gran ciudad helenística, nació en los primeros años de nuestra era, Heron, uno de los muchos genios que en su seno surgieron.

El mayor logro de este inventor que entre otras descubrió de una forma arcaica leyes de la mecánica, imaginó numerosas máquinas sencillas y generalizó el principio de la palanca de Arquímedes, fue la invención de la primera máquina de vapor. La eolípila.

El artefacto bautizado en honor del dios del viento, consistía en una esfera de metal conectada a una caldera que al calentarse generaba vapor de agua. La esfera disponía a su vez de dos salidas para el vapor que consistían en dos pequeños tubos orientados en direcciones opuestas y la esfera giraba a gran velocidad por la acción del vapor. Esa es la primera máquina de vapor documentada que el ingenio humano ha imaginado. Aunque Heron también bebió de las fuentes de otros anteriores a él, como el inventor y matemático griego padre de la Pneumática, Ctesibio, que también vivió en Alejandría en la época de Ptolomeo I, trescientos años antes.

Este escueto relato de un episodio de la historia de la ciencia es una muestra más de que  acostumbramos a atribuir la paternidad de las cosas a algún personaje en concreto, y lo cierto es que la historia no funciona como la biología. Nos es –en el fondo– más sencillo continuar explicando los grandes cambios y los avances por la genial actuación de alguien concreto –incluso sin ser cierta–  al que luego elevaremos a los altares de la historia, que asumir que el avance es la suma del trabajo de muchos y de la concatenación de múltiples genialidades.

Debe ser por esa razón que, a menudo, caemos en la tentación de esperar al que debe indicarnos el camino y olvidamos  que lo más importante es que no se trunque el viaje por el paso que nosotros debemos dar y que no damos por estar esperándole. Pero tampoco la realidad es tan sencilla como puede parecer.

Una pregunta no deja de repicar en mi cerebro ¿Qué sucedió en los mil setecientos años que separan a Heron de Watt? ¿La humanidad estuvo esperando la llegada de otro pionero que no acababa de llegar, para poder continuar el viaje hacia el futuro? ¿Entramos en la larga noche o nos castigaron los dioses por querer parecernos demasiado a ellos? ¿Fuimos incapaces de valorar el potencial de estas maravillosas máquinas más allá de considerarlas juguetes para engañar a los feligreses con los movimientos de los autómatas que representaban a dioses en los tiempos de Arquímedes?

Marco Vitruvio, otro ingeniero y arquitecto contemporáneo de Heron, autor de los textos que sirvieron a Leonardo da Vinci para realizar su famoso dibujo del Canon de las proporciones humanas, ya hizo estudios de eficiencia de las máquinas que inventó. Su rueda hidráulica vertical para moler trigo era capaz de moler 150 kilos en una hora, mientras que dos esclavos solo lograban moler siete kilos. No es razonable pensar que se truncó la genialidad de golpe ni que no había estímulos suficientes para que la evolución siguiera con su velocidad de crucero. Solo cabe una explicación. Para que florezca el potencial que tenemos es necesario un liderazgo político que lo canalice y que nos haga ver un poco más allá de nuestros propios intereses cortoplacistas. Tengo la sospecha de que el parón histórico lo provocaron los que se preguntaban con retórica altanera ¿para qué esforzarnos en construir máquinas si no nos acabaremos los esclavos? Y a los líderes políticos ya les iba bien.