viernes, 23 de abril de 2010

Omisión


Cuarenta y cinco segundos es el tiempo que tardo en salir del ascensor, cerrar las dos puertas de madera y cristal biselado, a continuación, la de rejilla metálica, pulsar el interruptor que acciona el mecanismo de apertura de la cerradura semiautomática, bajar los tres escalones de mármol situados en medio del vestíbulo, abrir la puerta de hierro del portal antes de que vuelva a accionarse el mecanismo para cerrarla y llegar hasta el chaflán del paseo con la calle. El mismo tiempo que tardo en bajar desde la roca vieja en la que me he acomodado para leer Les veus del Pamano, de Jaume Cabré, mientras el sol y la sal me queman la piel, hasta el saliente del que me lanzo para zambullirme en el rincón de mar que el verano pasado descubrí paseando hasta el faro de Sarnella. ¿Existe alguien que se haya atrevido a contar con ritmos distintos esos cuarenta y cinco segundos? Algún libertino puede haberlo intentado, pero hasta ahora todos han fracasado en su intento, porque el ritmo del tiempo nos lo ha impuesto el gran tirano; nos ha sometido a la dictadura de un tiempo monocorde, sin matices.

Cruzar la calzada, cuando el señor verde me da permiso, ocupada por un carril bus y por dos carriles destinados a los vehículos privados, que desciende en dirección al Parc de la Ciutadella, atravesar el pavimento rojizo del paseo –vigilando, con más precaución si cabe por la ausencia de semáforo, que no descienda algún ciclista o algún joven encima de su plancha de skate–, atravesar otra calzada (esta vez debo asaltar en primera instancia los dos carriles normales y después el carril bus) que asciende en dirección al Parc Güell, recorrer el chaflán opuesto al que he partido, mientras observo el escaparate repleto de Ducatis rojo brillante tentándome con descaro, llegar a los contenedores de reciclaje en los que deposito el cartón, el plástico y el cristal situados en la acera de montaña de la calle Còrsega, que cruzo apresuradamente, y recorrer media manzana en dirección a la calle Roger de Flor, consume un minuto y veinte segundos. ¿De qué tiempo? El mismo tiempo que el sol, al caer en primavera detrás del macizo del monasterio cisterciense de Sant Pere de Rodes, tarda en pintar el mar de la bahía de Port de la Selva de ese rosa salpicado de plata. Un color único y fugaz, pero eterno. ¿No hay nadie que le pueda discutir a ese tirano que no son los mismos ochenta segundos?

En este punto al que he llegado, aproximadamente en la zona media del segmento de la acera de mar de la calle Còrsega entre el Passeig de Sant Joan y la calle Roger de Flor, el tiempo se para repentinamente, al menos yo tengo esa sensación. La figura de Pedro, siempre inmóvil –no sé realmente si ése es su nombre, pero es el nombre que creo más adecuado para él, por su aspecto de estatua de piedra–, con su panza envuelta por un jersey verde con todos los botones abrochados excepto el último que, al estar desabrochado, provoca que se abra la parte inferior de la prenda, transformándola en una imitación plebeya de los chalecos de los directores de orquesta, lo que aumenta la sensación de gordura de su figura, está apoyada en el dintel de su pequeña tienda de alimentación. Tiene la cabeza grande y cuadrada, señalada por unas cejas negras y espesas, y está coronada por un pelo negro grueso, es un hombre objetivamente feo. Se apoya con su hombro izquierdo en la parte alta del dintel derecho de la puerta, su masa ligeramente inclinada de derecha a izquierda ocupa todo el espacio útil de entrada a su tienda y la bloquea como si fuera una barrera. No recuerdo a nadie comprando en su tienda, no sé si porque realmente es difícil entrar con el supuesto Pedro ocupando todo el paso o por la falta de atractivo del material expuesto en el escaparate. Hace ya un mes que el expositor de cartón repleto de palotes de fresa parece que no ha sufrido ningún cambio y el de chucherías rosas en forma de pera parece que conserva aún su virginidad. Es curioso comprobar como Pedro continúa insensible a las operaciones de marketing de las diferentes cadenas de supermercados que florecen por el barrio. ¿Será que, por alguna casualidad cósmica, este rincón del Eixample barcelonés haya escapado del control del tirano del tiempo? Para Pedro parece que así sea y a mí me contagia.

A pesar de su aspecto nada elegante y de que no creo que atraiga la admiración de nadie, Pedro me provoca una envidia difícil de explicar. Su indiferencia, al menos la que le supongo al observarlo, al paso del tiempo y la ausencia de cualquier tipo de ansiedad por el futuro –a no ser que se confirme científicamente que en ese lugar en el que tiene su tienda no exista ni pasado ni futuro– es envidiable. Es más aún, Pedro, además de no estar preocupado por el futuro, parece que no se queje de su presente. Vive en una burbuja viscosa en la que el tiempo resbala.

Siempre que dejo atrás la tienda de Pedro miro el reloj, ocho segundos han pasado, todo ha sido un espejismo que logra engañarme cada mañana. A Pedro le pasa el tiempo, como a todos. A Pedro le van a caducar los palotes de fresa y las chucherías rosas en forma de pera.

En estos días de quejas y de reivindicaciones, además de ocuparnos de encontrar la intensidad más efectiva de las mismas, deberíamos estar ocupándonos también de encontrar el tiempo necesario para reflexionar sobre cuál es la estrategia más adecuada para afrontar el paso del tiempo. Sí, hablo de los farmacéuticos. El tiempo va pasando y aunque hasta ahora no hemos notado dramáticamente su paso, llegan tiempos en los que lo notaremos más. Los ajustes económicos que los políticos nos van administrando en dosis sucesivas deberían aumentar nuestra sensibilidad al ritmo del reloj y deberíamos ser conscientes de que omitir esta reflexión puede ser un pecado mortal.

Hay cuatro maneras de pecar, me enseñaron en los Escolapios, de pensamiento (pido perdón por haber pensado que no siempre tenemos razón), de palabra (no sé si las que tengo escritas en mi cuaderno inédito lo son), de obra (alguien que velaba por mi seguridad me dijo un día que el que nunca hace nunca se equivoca) y de omisión (no caigamos en la tentación).

miércoles, 14 de abril de 2010

Quejíos


Lo peor de los días malos es que duren; tener esa sensación de ahogo que sufres cuando, al levantarte por la mañana, sabes que la situación es la misma que dejaste, agotado, al ir a dormir.


Hace ya quince días que no para de llover y una piedra blanda y oscura amenaza con caer encima de nuestras cabezas. Es una lluvia fría que no limpia las calles, ni tampoco te limpia por dentro. Las aceras tienen un brillo oscuro que parece aceitoso, es un agua que no purifica, un agua maldita. Vivo en una tragedia que se representa en el escenario adecuado. Seguramente es mejor un día así, que no uno de esos en los que la tristeza te oscurece por dentro mientras un sol radiante ilumina el paisaje. En esos días, que para mí son equivocados, me siento desamparado, como un náufrago olvidado. Un comediante trágico actuando en un teatro de marionetas en el que la platea espera con ansia y bullicio que el héroe azote al demonio para reír con la victoria del bien sobre el mal.


De vez en cuando, desde hace algunos años, pienso en mi entierro –ni los pensamientos son inmunes al paso de los años, aunque etéreos, también sienten la cercanía de su fin, del mismo modo que las venas, los huesos y la carne la van notando. Cuando era joven nunca pensaba en mi entierro–. Cuando esos pensamientos me vienen, siempre me lo imagino en un día plomizo, un día ahogado en una de esas lluvias sin música; no me gusta pensar que los que vendrán y se sentarán alrededor del ataúd, y que deberán compartir un poco de la tristeza de los que me quieren, estarán reunidos en la ceremonia fúnebre en uno de esos días de verano en los que las playas están repletas de niños corriendo por la arena dura, donde se mueren las olas. No es que me preocupe demasiado por ellos, pero no puedo evitar quejarme de lo poco que le importará al mundo que me muera.


Es cierto que mi queja sirve de muy poco, ni la mía ni la de nadie, ya que el número de entierros que se celebran los días grises es el mismo que los que se celebran los días radiantes. El azar es el que marcará cómo va a ser el día de mi adiós a este mundo. Lo dicho. Sin mí, el mundo va a continuar con el ritmo que le toque, indiferente a mi ausencia. No sé si vale la pena quejarse.


Todos conocemos al típico llorón que siempre está quejándose de todo, el quejica de turno que nos toca soportar con estoicismo y educación aunque sea realmente un pesado, una pesadez provocada por la desmesura y por la estrechez de miras del que se siente con el derecho de quejarse por todo porque para él no existe nada más allá de su propio ombligo. Es importante la ponderación en la queja para no acabar siendo un pesado llorón.


La ponderación, esa virtud que se parece a un tentetieso obsesionado con el equilibrio, es escasa, pero necesaria. Además, en tiempos de crisis, cuando muchos están sufriendo sus consecuencias, la ponderación de la queja debe estar unida a otra virtud, la prudencia, que vende poco –en estos días en los que el amarillo brilla resplandeciente en los medios de comunicación–, pero que es una inestimable ayuda para no pegarse un sonoro mamporro, o para evitar que te lo peguen los demás.


Parece que los días de lluvia y de nieve traicionera se han ido, pero con la primavera los recortes y las estrecheces presupuestarias van ensombreciendo el cielo de la economía de la farmacia española. El cuerpo me pide lanzar un sonoro quejido, el lamento del que debe trabajar más para ganar lo mismo o menos, pero la prudencia y la ponderación me dicen que son tiempos malos para todos los sectores y que, el nuestro, que es un sector anticíclico no es de los que sufren más. También me pide el cuerpo quejarme del deterioro de la rentabilidad del sector, que desde hace ya una década va descendiendo por una pendiente que no parece tener final, pero otra vez la prudencia y la ponderación me advierten de lo peligroso que puede ser poner en cuestión la viabilidad de un modelo por el que tantos esfuerzos hemos dedicado en su defensa.¿Es lo más ponderado y prudente callarse?


Me pregunto si lo nuestro, lo de los farmacéuticos, es callar. Un intento ingenuo de que se fijen menos en nosotros y que con el tiempo la tempestad amaine, pero algo me dice que es un buen momento para lanzar una queja sonora, aunque prudente y ponderada.


Me quejo ponderada y prudentemente del cinismo de la clase política, que es capaz de anunciar unos recortes previstos en el Consejo Interterritorial de Salud que parece que no vayan con la farmacia, pero que, una vez más, la afectan de una forma importante.


Me quejo ponderada y prudentemente de que, en este país, parece que el único sector de la cadena del medicamento capaz de generar empleo sea la industria farmacéutica, cuando las oficinas de farmacia son generadoras de 150.000 puestos de trabajo que también necesitan protegerse.


Me quejo ponderada y prudentemente de que la decisión de focalizar los recortes de precio en los medicamentos genéricos castiga injustamente a las farmacias de las comunidades autónomas que más han incentivado su dispensación y que más han controlado el crecimiento del gasto en medicamentos.


Pienso que soy suficientemente prudente y ponderado y que nadie va a poder echarme en cara que mi postura no sea solidaria y que mi queja no sea otra cosa que un exabrupto corporativista, aunque en el fondo mi indignación es tan grande y mi queja sale de tan adentro, que no me importa demasiado.

¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyy!