martes, 18 de mayo de 2010

Licurgo


Hace más de dos mil años –esa lejanía puede llevarnos a pensar erróneamente que en esos tiempos tan lejanos las palabras aún eran ruidos, pero no era así– en una ciudad que ya no tiene ciudadanos, Queronea, una ciudad de Beocia situada en la desembocadura del río Cefiso, el actual Mavro Potamó, nació Lucius Mestrius Plutarchus.

Plutarco no emitía ruidos, era un sacerdote del templo de Apolo en el Oráculo de Delfos, por lo que era el encargado de interpretar los augurios de las pitonisas, pero todo indica que esta tarea no le ocupaba la mayor parte de su tiempo. Su buena posición económica le permitió viajar a Egipto y a Roma y tener amigos poderosos e influyentes y, lo más importante para nosotros, recibir la educación adecuada y tener el tiempo necesario para escribir. Además de sacerdote, magistrado y embajador, Plutarco era historiador, biógrafo y ensayista, fue una verdadera suerte que este griego al que, al final de su carrera, el emperador Adriano nombró cónsul romano en la provincia de Arcaya, dedicara parte de su tiempo a escribir palabras que han podido llegar a nuestros días.

La palabra crisis que ya utilizó Hipócrates algunos siglos antes de que lo hiciera Plutarco, tiene varias acepciones en griego. El padre de la medicina utilizó esta palabra para describir la fase de la enfermedad más penosa, pero Plutarco la utilizó sabiamente en su obra magna Vidas paralelas, en el capítulo que dedicó a las biografías del mítico espartano Licurgo y del rey romano sucesor de Rómulo, Numa Pompilio, con otro significado:

«Equineto de i krisis tonde ton tropon
Ekkliisas athristhisis andres eret kathirgninto plision isikima»
Hacíase la elección de esta manera:
Reunido el pueblo, elegía ciertos hombres de probidad.

Es sorprendente comprobar que hace ya más de veinte siglos una palabra tuviera más de un significado y que, en la actualidad, lo que ha ocupado el debate durante meses no haya sido la discusión sobre su significado, ya sea una descripción del estado del enfermo –en este caso el paciente era, y es, la economía del país– o para indicar el proceso de elección del camino de salida, sino la conveniencia electoral de su utilización. ¡Qué cosas tiene eso que algunos con fina ironía han bautizado como política demoscópica!

Una vez más, la cruda realidad ha puesto a nuestros políticos en su sitio. (De vez en cuando, imagino un escarmiento para los que tildaban de antipatriotas a los que, hace dos años, empezaban a hablar de crisis. Los imagino atados a una silla visionando sin parar sus declaraciones negando la grave situación en la que estábamos inmersos, ¿tengo un lado oscuro, sádico?)

Superada la excesivamente larga fase de negación y que ya no tenemos más remedio que utilizar con profusión la palabra, deberíamos empezar a pensar, espero que estemos a tiempo, en las palabras que Plutarco puso en boca de Licurgo.

Los farmacéuticos que hemos sufrido el agrio ataque de la crisis a través de las dificultades presupuestarias de nuestro principal cliente –la Administración Pública–, que se han empezado a manifestar mediante los incumplimientos del plazo de pago y los recortes del precio de medicamentos financiados, tenemos la plena convicción de que también estamos inmersos en la crisis, estoy convencido que ya no queda nadie que pueda negar esta realidad.

Tan importante como los esfuerzos del sector para convencer y presionar a la Administración para que sus medidas de recorte sean lo menos lesivas para nuestras economías, lo es, elegir bien el camino acertado para enfocar un futuro con expectativas de crecimiento. Es el momento oportuno para estar también ocupados en un proceso de crisis como el que nos describe Licurgo.

Aviso a quien haya llegado hasta aquí que quedan trescientas palabras y no voy a plantear ninguna solución, tan sólo voy a insistir en la necesidad de asumir realmente una serie de conceptos, a mi modo de ver imprescindibles, para afrontar este proceso crítico. Lo aviso por si el lector se quiere ahorrar el esfuerzo de leerlas.

1. El negocio basado en el margen del medicamento tiene unas perspectivas peores que las que podía tener hace veinte años.
2. Hace una década que las farmacias del mundo están sufriendo la disminución de sus márgenes de intermediación.
3. La capacidad de la industria farmacéutica de patentar nuevas moléculas de mayor precio que sean valoradas por los reguladores como coste/eficientes ha disminuido drásticamente.
4. El tamaño y el modelo societario de las farmacias son determinantes para el análisis de la estrategia a seguir.
5. El valor añadido que los profesionales aportan está basado en sus conocimientos y habilidades, y el valor añadido es lo que al final se acaba pagando.
6. No existen modelos mejores y peores, el modelo mejor es el que es coherente con los objetivos que se buscan.
7. La búsqueda de salidas a una mala situación no puede hacer perder de vista la función sanitaria de las farmacias. Perder la identidad es el primer paso para perder la razón de ser.
8. No es posible encontrar una vía de progreso que ignore el valor del farmacéutico como profesional sanitario ni que no contemple un modelo empresarial adaptado a un escenario económico más exigente que busca la eficiencia y el ahorro de recursos.
9. Nadie va a venir en nuestro rescate, al contrario, algunos esperan ver pasar nuestro cadáver.
10. Somos muchos, pero muchos menos que la mayoría.
11. El sector debe dedicar recursos suficientes (intelectuales y económicos) al proceso de reflexión y a consolidar al sector como un sector influyente y capaz de generar riqueza.
12. No podemos apelar al valor de lo colectivo sólo cuando vemos peligrar lo individual.
13. Elegir siempre tiene el riesgo de la equivocación, la única manera de evitar el riesgo es no hacer nada.

Manos a la obra.

(Son doscientas noventa y nueve palabras, la última no la puedo escribir yo.)

lunes, 10 de mayo de 2010

El barrio


Nunca antes había estado en Barcelona. Pedro es de Bilbao y tiene las manos muy grandes, con unos dedos que parecen más anchos en las puntas que en la base, no sé si es casualidad o, como dice mi amiga Isabel, si se trata de una característica diferencial de los vascos, lo único que puedo asegurar es que las manos de Pedro impresionan cuando te abrazan. No tengo una opinión formada sobre si el tamaño de las manos constituye un hecho diferencial, ni ésa, ni cualquier otra característica morfológica, y aunque así fuera, no me preocuparía en absoluto. Mi indiferencia sería la misma que tengo cuando me clasifican de cerrado, de interesado o de trabajador o de lo que sea, por el simple hecho de decir que me llamo Cesc y que hablo en catalán y que leo y escribo, y que pienso y quiero, y que susurro con las mismas palabras con las que me abrazaba mi madre. Pedro es vasco porque él lo dice y porque cuando fuimos a comer unas gambas en Palamós lo primero que me dijo al acercarse a la playa fue:

– «Este mar no huele».

No tengo ninguna duda, en cambio, que el olor del mar en el que has jugado de niño mezclado sabiamente con el olor de la masa de las croquetas extendida en un plato cubierto con un trapo de algodón blanco para que se enfríe y poderla moldear cómodamente entre dos manos dándole la forma y el tamaño adecuados para, a continuación, freírlas en aceite de oliva después de rebozarlas en un plato sopero repleto de harina de galleta, como si fuera el niño que fui retozando en la arena, es el olor de lo que significa la palabra mar y la palabra croqueta. Mi mar y mi croqueta.


Siempre que escribo sobre mi geografía y mi historia (una manera más elegante de decir mi mar y mi croqueta) –debe ser posible hacerlo de alguna geografía e historia de todos, pero mi poca destreza con las palabras me impide lograrlo– una vocecilla insidiosa me martillea el oído izquierdo, ¿o es el derecho? «No seas provinciano, el mundo es muy grande para circunscribirlo dentro de un marco tan estrecho, lo que puede llevarte a un localismo limitante. Puede parecer que vivas en un cantón. Debes ampliar tu visión».


Confieso que la vocecilla puede ser tentadora y convincente; puede ser un susurro cuando estoy tierno y una orden castrense cuando estoy terco y guerrero. «Soy ciudadano del mundo», me digo después de escucharla y un sentimiento de culpa me invade. ¿No me he esforzado suficiente, o será por mi carácter cerrado aparejado con mi condición de catalán, y que esa tendencia de mantener siempre el puño cerrado, que dicen que tenemos, ha contagiado a mi cerebro?


Sin embargo, ayer cumplí cincuenta, alguna ventaja debe tener hacerse viejo, y aunque algunos me dicen –muchos con palabras educadas, pocos me castigan con la indiferencia y algún descerebrado con insultos– que aún no he madurado suficiente, ahora sufro menos que antes. Debe de ser que con los años he perdido oído, también, y sólo oigo la vocecilla insidiosa cuando grita mucho.


Algún ilustrado, con la buena intención que se supone a los que la cultura ha redondeado, cuando le cuento que me emociono cuando leo a Espriu, me receta que debo leer más a Lorca. Como ya tengo cincuenta y ya nadie me va a decir cómo debo domesticar mis emociones para aspirar a ser universal, voy a continuar emocionándome leyendo a los dos, pero no podré evitar, ni quiero tampoco, que las lágrimas vertidas en Synera me sean cercanas, aunque sé que todas las lágrimas son igual de saladas y que, caigan por el rostro que caigan, pueden ser muy amargas cuando no te importa que los demás las viertan.


Yo ya he escogido mi método para intentar vivir en este mundo y aunque sé que es fácil caer en la soberbia de creer que tenemos el derecho de diseñar el mundo a nuestra medida, voy a intentar no caer en esa tentación y espero que los demás también lo intenten. No es cierto que ser consciente de que has nacido en un barrio pequeño te haga a ti también pequeño. Ni tampoco es cierto que sea preferible vivir en una urbanización perfecta de casas iguales a hacerlo en un barrio desordenado a los ojos de los demás, pero del que conoces todos los atajos.


Me sulfuran los que, como la vocecilla insidiosa, y basándose en una supuesta amplitud de miras, quieren derribar mi barrio. No necesito que me dibujen unas calles más anchas para salir de él, conozco los caminos para hacerlo sin perderme y nunca olvido el camino de vuelta. No doy para más, mi manera de hacer la ciudad mejor es plantar rosas rojas en el balcón de mi casa. ¡Que no me toquen mis rosas! Parece que el olor de mis rosas es demasiado perfumado para un mundo que tiende a lo universal, pero que no va más allá de lo uniforme. ¡Qué aburrido y que cobarde!


Esta fijación por lo global, que en el fondo no es más que un síntoma de nuestra incapacidad de reconocer lo pequeños que realmente somos y del esfuerzo que representa ser verdaderamente consciente de que los otros existen, me intranquiliza.


La resaca de Sant Jordi es un día brillante de primavera, sábado. El Paseo de Sant Joan a las ocho de la mañana huele fresco y limpio. Me voy al trabajo, a la farmacia cerca de la catedral inacabada e inacabable –ahora gravemente amenazada por las obras del AVE según los creyentes descreídos de los ingenieros del siglo veintiuno–. Mi primer cliente es una mujer envuelta en un pañuelo que casi no habla español, ni catalán, por supuesto.


Lleva una receta que no incorpora el preceptivo número de identificación; interpreto que padece una lumbalgia severa. Mediante dibujitos esquemáticos intento informarle que debe tomar un comprimido de antiinflamatorio después de cada comida. Realmente el barrio es pequeño y el mundo muy grande.

PD: Certifico que el artículo no está traducido del catalán, que no lo he encargado a ningún «negro» y que no voy a traducirlo al catalán para poder releerlo tranquilamente en casa.