jueves, 23 de julio de 2009

La veleta


Tuve la oportunidad de conocer a un rector de los Escolapios de la calle Diputación ciertamente particular. Era hijo de cómico y un deportista apañadito. El padre Martínez-Soria reformó las viejas duchas de los vestuarios, entrenaba al equipo de gimnasia y era un judoka con cinturón de color oscuro, no recuerdo cuál, pero el suficiente para tumbar a cualquiera de nosotros. No recuerdo tampoco si nos daba clases de religión, pero alguna clase en la que hablábamos de la vida sí que la recuerdo.

Alguna vez me mandó a casa por algún comportamiento que no le parecía coherente en una persona de criterio. Él nos repetía que era importante tener criterio y mantenerlo. Años más tarde, en alguna de esas reuniones de antiguos alumnos, me he encontrado con algún compañero de clase que sufrió esta manera de educar como una imposición. Un sufrimiento que se había transformado en amargura treinta años más tarde. Yo no tengo esa sensación. Tuve suerte.

Una de las frases favoritas del padre Paco era que lo peor que una persona puede ser es un «veleta». Es evidente que estas afirmaciones, aunque bienintencionadas, pueden ser demoledoras para adolescentes desorientados, pero también es cierto que la búsqueda de un criterio, el esfuerzo de reflexionar antes de tomar una decisión y la voluntad de buscar la coherencia, son valores positivos.

No sé nada de pedagogía y no me atrevo a juzgar los métodos educativos de la escuela a la que fui. Seguramente ahora, cuando he tenido que escoger la de mis hijos, he buscado valores distintos, valores que en aquellos tiempos no parecían importantes, pero el padre Paco me dejó clavado en mi consciencia su principio preferido y el clavo aún no se ha aflojado, exijo a los que tienen la responsabilidad de dirigir los temas públicos que no sean unos veletas.

Por suerte y por el esfuerzo de muchos, algunos públicos y otros, los más, anónimos, vivimos en una sociedad que ha conquistado la democracia como el sistema más civilizado de convivencia. Un sistema que nos permite escoger a los que nos representan para realizar la tarea de construir las normas con las que nos dotamos para que la sociedad funcione eficientemente y con justicia.

Lo bueno de este sistema es que los que hacen las normas rinden cuentas en las urnas, pero a veces olvidamos que también rinden cuentas con la historia. Cuando se olvida la historia, cuando la historia no es más que una historieta de cuatro años y las elecciones son el único objetivo, salvar las elecciones es la razón última de las decisiones y el viento cambiante mueve caprichosamente las propuestas de los partidos políticos.

Criticar sin piedad las políticas de los que gobiernan es un ejercicio saludable, para eso estamos los que votamos, pero conviene que la crítica esté basada en un criterio reflexionado. Cuanto más eficientemente funciona el equilibrio entre crítica y responsabilidad, más madura es la democracia y más beneficioso es el sistema para la sociedad.

Una sociedad como la nuestra, que ha conseguido unos niveles de bienestar importantes y es de las que se encuentran en las posiciones de cabeza en un mundo tan desigual, tiene la responsabilidad de reforzar, independientemente de los políticos de turno, las bases sobre las que está construida, Nosotros tenemos el deber de exigirles que miren más allá del horizonte electoral.

La educación, la justicia y la sanidad son los cimientos sobre los que se construye una sociedad como la nuestra y temas sobre los que los políticos deberían ejercer en grado máximo su responsabilidad más allá de las disputas electorales; lícitas y saludables, pero que no pueden en ningún caso hipotecar la estabilidad de estas columnas básicas.

Si analizamos las políticas en educación y justicia, el panorama no es muy alentador, ya sea por los cambios constantes y carentes de coherencia de los planes educativos, ya sea por la politización excesiva e irresponsable de la justicia.

La valoración sobre las políticas del medicamento como parte importante de las políticas sanitarias no puede ser mucho más alentadora; si bien es cierto que durante estos últimos años se ha profundizado en la modernización de un mercado no homologable con los países de nuestro entorno, se ha normalizado el sistema de patentes y se ha depurado en gran medida el parque de laboratorios farmacéuticos, eliminando la gran mayoría de los que eran incapaces de aportar valor al mercado ya sea a través de la innovación ya sea por el ahorro de los costos; también lo es que no se acierta a vislumbrar una línea coherente de actuación.

A partir de la introducción de los medicamentos genéricos en España –una incorporación tímida en la que los gobernantes no se atrevieron a cambiar en profundidad las reglas de juego, en la que la marca continuaba teniendo más peso del que la lógica le atribuye, una incorporación que no llevaba asociada ninguna política de incentivación de su consumo para el paciente, en la que se ha negado el papel profesional que le corresponde al farmacéutico– la política de precios del médicamente ha ido dando tumbos.

La legislación sobre el medicamento ha provocado una bajada de precios que al menos debería considerarse la posibilidad de tildarla de temeraria, una normativa que ha improvisado la mecánica de aplicación provocando el caos y la desinformación, una normativa que no contempla las diferentes políticas autonómicas y que las condiciona, todo ello aderezado con la eliminación de la obligatoriedad de que el precio aparezca en el envase mucho antes de que el precio se incorpore al código de identificación del medicamento, un código que aún no se ha decidido cuál será, todo ello aderezado con el olvido más absoluto de que todas estas normas deberían contemplar el cambio de modelo de receta tradicional a la receta electrónica, un proyecto calificado de estratégico pero que no se ha tratado como tal por el Ministerio de Sanidad.

No creo que sea exagerado decir que todo ello parece un poco incoherente. Estoy convencido que el padre Paco enviaría a casa a más de uno.

jueves, 2 de julio de 2009

Las cosas por su nombre


No puedo aguantar la tentación. La programación televisiva de esta noche incluye la película Blade Runner, de Ridley Scott. Me voy a servir una cerveza Coronita con media rodaja de limón introducida en el caño de la botella transparente, voy a abrir una lata de olivas rellenas de anchoas, voy a encajarme en mi rincón del sofá, y voy a verla una vez más. Es una de mis películas fetiche. Creo que lo que me atrapa de ella es la atmósfera húmeda y oscura que describe un futuro en el que aún se puede comprar comida frita en los tenderetes de un barrio chino atestado de chinos y en el que los policías aún pueden lucir ese bigotito negro, sombrero y gabardina arrugada. Un atuendo que les hace personajes tan antipáticos a primera vista, pero que permite también aderezarlos de matices tiernos para que podamos quererlos; un poquito.

Voy a volverla a ver para ver a la escultural Zhora, bailarina de striptease replicante, atravesando a cámara lenta los escaparates de una galería comercial, mientras los pedacitos de cristal salen despedidos como gotas de espuma, para caer abatida por los disparos de un joven Harrison Ford, interpretando a Deckard. Rick Deckard es un contradictorio blade runner especializado en retirar replicantes, un cazador de máquinas humanoides. De una de esas máquinas engendradas mediante ingeniería genética acaba enamorándose, al menos yo pienso que es así, aunque otros, mi amigo Pepe entre ellos, no piensan igual. Mi amigo está convencido de que Rick es también un ser sin alma. Me gusta ver como Rick Deckard se mueve en esa zona fronteriza entre el amor y la muerte.

Voy a volver a verla para ver la cara de Roy Batty, el formidable líder de los amotinados Nexus-6, interpretado por el actor holandés Rutger Hauer, para ver la expresión de su cara cuando muere bajo la permanente lluvia, una cara en la que se refleja la grandeza y el deseo de quien, sabiendo que los otros no se la otorgan, anhela tener alma.

Empieza a las diez, estoy sólo en casa, mi esposa ha ido a la inauguración de una exposición y después irá a cenar con sus colegas artistas. Yo he preferido ver la película. A las diez y quince minutos la película desaparece súbitamente de la pantalla. Una cancioncilla estúpida y una voz irritante, la de una mofeta lila que acompaña a un canguro naranja que la invita a tomar unas copas en su apartamento, me deja atónito. Me quedo con la boca semiabierta, con una aceituna en la boca, con la irritación subiéndome desde la zona del píloro como si fuera un reflujo gástrico, para el que el omeprazol se muestra ineficaz. Me quedo con cara de tonto.

Lo de la pantalla es un anuncio que quiere venderme un ambientador con el argumento de que si mi casa no huele bien no van a querer venir ni las mofetas. ¡Qué agudeza!

Después de estos veinte segundos ya tengo la certeza de que me he equivocado. Ir a visitar la exposición de pintura hubiera sido más interesante. Mi esposa estaría más contenta y yo me hubiera evitado tragar varias tandas de anuncios impertinentes que me van a intentar convencer del coche que me hará más ecologista, del desodorante que me hará más atractivo, del político en el que debo descargar mi responsabilidad colectiva y del sobrecito que me permitirá ir a trabajar mañana, aunque esté con un trancazo importante.

Apago la televisión, estoy enfadado conmigo mismo. Me acerco al ordenador. Intentaré escribir el artículo del número 417 que tengo atrasado. Ya que he cometido el error de quedarme, en el que ya he incurrido alguna que otra vez, intentaré aprovechar el tiempo. El anuncio del medicamento es lo que me viene a la memoria cuando abro el fichero de Word sin estrenar, y la pantalla con el recuadro blanco me interpela. Si la inspiración es benevolente y encuentro las palabras, escribiré un artículo sobre la prescripción de medicamentos. Es un artículo que ya he empezado algunas veces, pero que nunca he terminado, seguramente por haber intentado ser lo más correcto posible.

El debate sobre la prescripción de medicamentos es un debate basado en la hipocresía. La hipocresía de los profesionales sanitarios y la de los legisladores. ¿Cómo es posible que un ministro de Sanidad lance la idea de convertir un medicamento hormonal como la pdd en un medicamento de libre consumo, y se cuestione la capacidad de profesionales sanitarios como las enfermeras y los farmacéuticos para decidir la conveniencia de la instauración de determinados tratamientos o sencillamente su continuidad? ¿Cómo es posible que en nuestro país sólo existan medicamentos que deban ser prescritos por un médico y todos los demás puedan ser prescritos por la televisión?

Cuando la alfabetización sanitaria de los ciudadanos hace posible que todos nos quedemos con la consciencia y la ciencia tranquila, promocionando medicamentos en la televisión basándonos en la seguridad de su manejo, no creo que sea una osadía irresponsable plantear cuatro líneas de trabajo como las siguientes:

1. Crear una categoría nueva de medicamentos que requieran la prescripción de un farmacéutico.
2. Establecer circuitos de comunicación entre profesionales que aseguren una visión global del seguimiento de los tratamientos.
3. Exigir que la dispensación de determinados medicamentos esté avalada por la firma de un farmacéutico autorizado.
4. Aprovechar las TIC para que los procesos y los registros sean trazables.

Lo que realmente es temerario es esconder la cabeza debajo del ala. La sociedad ha cambiado, las necesidades de los ciudadanos han cambiado y la presión asistencial crece exponencialmente. ¿Continuamos con debates estériles basados en disputas gremialistas o intentamos aprovechar de una manera racional y responsable todos los recursos que están a nuestra disposición?

Después de haber hecho implícitamente una crítica interna, pienso que me he ganado el derecho de hacerla también a los que les hemos cedido la responsabilidad de legislar. Una crítica contundente para los que utilizan cuestiones que afectan a la salud para obtener rendimientos electorales. ¡Qué agudeza, también!