martes, 23 de diciembre de 2008

Piedras


Esa piedra blanca y esa gris decorada con franjas rosadas ya estaban allí el año pasado, en el mismo sitio. En ese rincón escondido de la costa rocosa que va desde Les Clisques a la cala Tamariua. Me acuerdo perfectamente. Son como recuerdos clavados en una pared blanca de la memoria. El día que me fijé en ellas, el verano pasado, hacía un día soleado, el mar estaba plano. Cuando miraba el agua, podía ver sin ningún filtro todo el lujo del fondo marino cargado de piedras preciosas, de erizos, de pequeñas algas multicolores que dibujaban un tapiz de un estampado barroco. El lienzo estaba perfectamente iluminado por los rayos solares que penetraban sin oposición porque su amante los acogía sin ninguna reserva.

La piedra blanca estaba incrustada en un saliente de roca oscura y cortante que enfilaba el mar como el mascarón de proa de un barco sin edad. La piedra a listas rosadas era redonda, estaba pulida por el trabajo paciente de la naturaleza. Era de una redondez casi matemática, por lo que destacaba en el entorno. Era como una extranjera en un mundo de salvaje irregularidad. No logro comprender cómo había llegado hasta la grieta en la que estaba engarzada como un brillante en un aro dorado. ¿Algún enamorado se la había regalado a su amante? Posiblemente la recogió de la playa en la que se besaron bañados por los rayos dulces de la tarde y el desamor la trajo hasta este rincón olvidado. Que más da si esa es la historia de su viaje o si, simplemente, cayó rodando por las rocas empujada por cualquier pie hasta recalar de manera casual en su actual ubicación. Una simple anécdota del destino. Lo que es cierto es que hace un año que están ambas allí, en el mismo sitio. Sin variación. ¿No ha pasado nada en todos estos días? Me lo pregunto para no tener que afrontar la duda sobre si los días han pasado en realidad.

No es probable que los días presuntamente transcurridos desde el día que las descubrí hayan sido tan apacibles como el día en el que me fijé en ellas, el verano pasado. Ni como hoy, en el que una leve brisa acaricia mi cuerpo como si fuera un bálsamo que me protege de los rayos solares y que arruga el cristal acuoso que me rodea más allá de la frontera de las piedras. Su efecto sobre el mar, erizando su piel acuosa, me impide ver tan claramente los tesoros que guarda en su fondo como podía hacerlo hace un año, cuando podía admirarlos con absoluta transparencia; de todos modos, sé que continúan allí. En el recodo escondido en el que disfruto de la tranquilidad de mi escondrijo.

Me imagino el mar ennegrecido y me sobrecoge imaginarlo en un día oscuro de invierno. Arañando con uñas de espuma el mascarón que hoy se erige con orgullo enfilando el mar apacible, con su orgullo herido, empequeñecido, miedoso, aguantando las embestidas salvajes de la bestia que el mar esconde en sus entrañas. Me hago pequeño al imaginar la tramontana, ese viento sólido que te golpea duro, cincelando las arrugas antiguas de las rocas como la que acoge la piedra redonda. Allí, aguantando sin moverse, mostrando sus bandas rosadas, como una joya.

Probablemente, esos días han pasado y la lluvia ha caído con fiereza desde un cielo de plomo, frío y pesado. Golpeando repetidamente las rocas para después mezclarse con la sal del mar. El mismo mar que ahora lame, con voluptuosa lentitud, los rincones más íntimos de las piedras, la blanca y que se recrea en la grieta en la que resalta la gris con franjas rosas.

Podría no haberme fijado en ellas, podría disfrutar de mi rincón sin haberlas visto, y de la brisa que entra desde el norte, por el pasillo entre el Cap de Creus i el Cap Norfeu, podría pensar incluso que los días de invierno no han pasado, incluso podría haber olvidado el día caliente, cuando las vi el verano pasado. Todo eso podría suceder, pero lo cierto es que ambas están allí. La historia hecha de todos los días, de todas las tempestades y de todas las calmas no sería la misma sin esas piedras impertinentemente situadas en una salvaje naturaleza que continuaría de la misma manera sin ellas. Sin embargo, yo sé que allí estaban y mi historia no sería la misma; es importante para mí volver a encontrarlas, es importante comprobar que continúan en mi rincón, que la casualidad, el desamor o la perseverancia me permiten volver a encontrarlas cada verano. Son mis piedras, son mi historia.

¿Cuántas piedras tenemos en nuestra historia? Todos necesitamos piedras que nos gustará encontrar en el mismo sitio el verano que aún está en nuestros sueños. Todos necesitamos alguna piedra que nos agarre a la realidad. Debemos engarzarlas bien, como joyas, para volver a verlas.

Mi historia está llena de casualidades, por lo que el azar puede ser la causa de la situación de mis piedras. No tengo más remedio que aceptar el protagonismo de la casualidad en mi historia; sin embargo, creo que sería una irresponsabilidad aceptarla como compañera de viaje en los procesos complejos que asoman por el horizonte y que dibujan el futuro de nuestra profesión.

¿Qué nos gustaría que pudieran encontrar de aquí a veinte años los que observen el sector? Cuando la generación de futuros farmacéuticos que ahora aún juega con la Wii y escucha música con el iPod sean ya los farmacéuticos que deberán decidir lo que dispensan a alguien que se les acerca con un trancazo importante, ¿qué farmacia vivirán? Los que estamos ahora en el mostrador tenemos la responsabilidad de acertar con el antigripal adecuado y también la de preparar las bases de ese futuro.

En estos momentos, uno de los retos importantes es el desarrollo y el despliegue de la receta electrónica y, seguramente, algunos aspectos de la farmacia que van a encontrar los que ahora aún no saben que van a ser farmacéuticos dependen de que acertemos los que ya lo somos.

En este proceso, es importante sentar algunas premisas a las que no deberíamos renunciar con el objetivo de fijar algunos puntos de anclaje que nos sirvan a nosotros que ya estamos y a los que aún han de llegar. La receta electrónica:

Ha de aportar mejoras tangibles para el ciudadano.
No ha de poner en peligro la independencia de los farmacéuticos respecto a las Administraciones.
Ha de ser sólida y robusta técnicamente.
Ha de aportar mejoras tanto en los aspectos administrativos como en los profesionales.
Ha de garantizar la seguridad.
Ha de posibilitar la consolidación de una red profesional que aporte ventajas y el acceso a nuevos servicios para el colectivo.
Ha de favorecer la comunicación entre prescriptores y dispensadores.

La diferencia entre que la receta electrónica sea una piedra en el zapato o una piedra sobre la que construir un futuro está en no renunciar a estas premisas.

La comedia de dios



No me he dado cuenta. No puedo asegurar si estoy todavía durmiendo, si me encuentro justo en la frontera que existe entre el mundo de los sueños y el mundo de las cosas –no me atrevo a hablar de mundo real para no iniciar una reflexión sobre el sueño y la realidad para la que no me siento capacitado, y en la que podría fácilmente hacer un ridículo evidente, uno de esos que te suben la sangre a la cara. Ponerme colorado es una sensación que detesto desde que tenía catorce años y que aún me sucede sin poderlo controlar– o si mis hijos, que ya empiezan sus clases antes de que yo empiece mi día y que ya tienen una cierta autonomía de movimiento, se han escabullido silenciosamente, sin que yo me haya dado cuenta, tampoco. Ha empezado otro día. Otro día de cosas y de gente, de cosas que se moverán como si fueran gente o de gente que parece cosas, de perros y de hojas de árboles, de motores, de ruidos, de motores silenciosos, de imágenes y de gente que me verán como una cosa que se mueve a su alrededor. Acaso, también, de algún beso que tenderá algún puente hacia algún día de algún otro. Ese empezar sin empezar es la porción del día que prefiero. Es el momento en el que las cosas aún pueden confundirse con los sueños, aún lo real no ha matizado el brillo de lo que aún no lo es. Son esos minutos que me gustaría que fueran más largos. Un reloj imperfecto, un reloj blando debería medir esos minutos. Nunca hay propina, nunca. Me gustaría que ese desconocido dios que reparte sin pausa, sin error, sin vacilación, su tiempo, para que nosotros lo alquilemos con la ilusión de que algún día será nuestro, algún día me la diera. ¿Será por eso que me despierto cada día más temprano? Es un tiempo en el que todo es más sencillo, sin esa tensión entre lo que es y lo que me gustaría que fuera. Es un tiempo que te pertenece, que dominas y que casi acomodas a tu medida, un tiempo que no notas, un caballo indómito que, sin saber por qué, dócilmente, parece que dominas con tus riendas. Al menos, eso parece. ¿No será que, sin darme cuenta, también, estoy en un sueño todavía? Empieza mi día y aún lo siento mío, en esos minutos, aún inciertos, el día es sólo mío, pronto, muy pronto, el día será también de las cosas y de la gente. La dictadura del tiempo se impondrá sin ninguna compasión para nada ni para nadie. Ni para mí, ni para las cosas, ni para la gente. Todo sucede para todos y cada uno percibimos sólo una pequeña porción de todo, nuestro mundo pequeño es ése, el que al nacer cada día, durante unos minutos, tenemos en los brazos. Lo mecemos cuidadosamente porque es nuestro. Como un hijo que depende de nosotros y en el que nos parece ver nuestros sueños en sus ojos. Ya entonces sabemos que sus sueños serán sólo suyos, pero en esos momentos, en esos instantes parece que puedan ser también los nuestros. Esos minutos anestesiados son como una fiesta en la que no se celebra nada y en la que es obligatorio no pensar en que la fiesta acabará, un rincón controlado en un mundo sin control en el que la angustia de perderse nos hace andar a pasitos cortos atrás y adelante, dudando de las cosas y aún más de los otros. ¿Será por eso que muchas veces les vemos como cosas? Tantos días intentando alargar el ensueño y ahora, justo ahora, empiezo a despertar. No es la perfección de lo que controlo lo que me atrae de ese paraíso, es la ausencia de los otros lo que me alivia. Los otros con sus pequeños mundos rozando el mío, chirriando como ruedas oxidadas de una maquinaria infinita de la que no podemos escapar. Tantos días para darme cuenta. ¡Qué necio o qué cobarde! Tanto da, los otros son el mundo y yo soy el suyo. ¿Será que no existen rincones privados en el mundo? Sin darme cuenta, una vez más, la realidad va dibujando el perfil de las cosas con el sigilo necesario para que todo aparezca de una manera ordenada. Un ejemplo magnífico de que la estrategia no es un invento de las escuelas de negocios. Cada mañana, un plan perfecto se despliega para que las personitas nos acomodemos al papel que nos ha tocado en el reparto. Una obra en la que sólo conocemos, cuando lo aprendemos, nuestro papel, pero el guión entero no está escrito en ninguna parte, sólo nosotros, unos y los otros, podemos intentar construirlo. La luz que va apoderándose sin blandura de las cosas también se apodera de nuestro sueño, de nuestro particular paraíso. Nos expulsa como un arcángel armado con espada de fuego y nos aboca al roce con los otros, nos envía, con la autoridad delegada del dador implacable, a la jungla caótica en la que se entrelazan como lianas todos los tiempos y todas las realidades, la nuestra y la de los demás. Cada mañana mantengo una frenética lucha interior. Reclamo, me reclamo a mí mismo, mi trocito de sueño particular, pero no soy capaz de dejar de oír el ruido de las cosas y el estruendo de los otros. No sé hoy como voy a empezar mi día. ¿Y los demás, estarán también sumergidos en ese lago oscuro de dudas? ¿Será la vida ese guión que ninguno de nosotros nunca ha escrito, el intento permanente de escapar de las aguas oscuras en las que nos zambullimos cuando, sin casi darnos cuenta, nos trasladamos desde los sueños hacia lo que nos dicen que es real? Suerte tenemos de los besos, que nos dan el aire que necesitamos para no ahogarnos. Sin ellos, acabaríamos exhaustos, hundidos en las aguas oscuras de nuestro mundo. Ese falso paraíso en el que despertamos cada mañana y que durante un instante nos ensueña. Mi primer día de vuelta al trabajo acaba de empezar.