miércoles, 19 de enero de 2011

Desde...


Edward R. Murrow fue una de las víctimas de la caza de brujas capitaneada por el senador republicano Joseph McCarthy. Independientemente de la simpatía que me producen ese tipo de personajes que tienen el suficiente coraje para enfrentarse –con un riesgo elevado de acabar perdiendo el partido– con alguien poderoso, Murrow lo hizo con el famoso político estadounidense que manejaba, desde la presidencia de la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado, los poderosos resortes de la Administración, con el patriótico objetivo de depurar la hipotética contaminación comunista que estaba infiltrándose en el corazón de la nación, siempre me han gustado los profesionales de la comunicación que tienen la habilidad de acuñar una expresión con la que se despiden de su audiencia. «Good night, and good luck» era su firma.

A mi también me tienta la idea de acuñar algún día, para después apropiarme, una frase como esa; una especie de tarjeta de visita (en el caso que nos ocupa posiblemente sería más ajustado a la realidad hablar de una tarjeta de despedida) a modo de rúbrica; pero no he encontrado la adecuada. Me tienta asociarme, ¿o que me asocien?, con una frase con la que me sienta cómodo y, a la vez, tenga ciertos visos de calar en la audiencia. Que enganche, dirían mis hijos. (Sería más sencillo escribir «interesar a mis lectores», pero me parece un poco presuntuoso y cursi, la verdad).

He perdido algunas horas, un tiempo parecido al que se pierde resolviendo un crucigrama o un sudoku, buscando un eslogan, un lema, unas palabras con las que me identifiquen los que me lean. Una especie de marca que hará más fácil la tarea taxonómica de los que disfrutan poniendo a cada uno en su lugar. Aunque, si soy sincero, intuyendo para lo que la utilizarían, construiría una frase parecida a un jeroglífico que escondiera un engaño. Me cae mal ese tipo de personas que se sienten más seguras clasificando a los demás y que son incapaces de aventurase en la personalidad del otro sin prejuicios. Me caen mal los cobardes.

No sé si sería más provechoso dedicar ese tiempo dedicado a la búsqueda de frases ingeniosas en resolver los crucigramas de las páginas salmón de La Vanguardia y olvidarme definitivamente de la frase mágica.

Lo que debería intranquilizarme y a lo que debería dedicar el tiempo es a la reflexión sobre la falta de farmacéuticos que escriban, mejor dicho, la falta de farmacéuticos que, teniendo facilidad para contar historias, publican lo que escriben. Es una pena. Todos los demás nos perdemos la oportunidad de conocer lo que piensan, y, lo que es peor, disminuimos drásticamente las posibilidades de generar debates, de apreciar matices desconocidos, y de conocer realidades más allá de la realidad imperante.

Hace unos meses descubrí a un farmacéutico que escribía historias y que las finalizaba diciendo que sus palabras estaban escritas «desde el pueblo más pequeño de la provincia de Sevilla». Una curiosidad como otra, pensé. Era un lema que tenía su atractivo y que tenía posibilidades de transformarse en una frase de éxito porque, después de leerlo unas cuantas veces, descubrí que lo que me había parecido una sencilla descripción geográfica era algo más que eso. Era una declaración de intenciones. Una manera, ¿poética?, de gritar: ¡Ahí estoy yo!, incluso algo más que eso había detrás de esa frase; alguien, un tal Francisco Javier Guerrero, se había decidido a accionar un interruptor que iluminaba un foco dirigido hacia un rincón escondido de nuestra profesión. ¡Ahí estaba, entre la penumbra, la farmacia rural!, almacenada en el desván donde se guardan, entre fiesta y fiesta, las telas y los adornos que sirven para engalanar la casa en las grandes ocasiones.

Francisco Javier es una persona afable, tiene la cara clara. Le debo una visita a El Madroño y él me debe unas cañas de cerveza, pero son deudas que serán saldadas, son de esas que no pesan.

Yo ejerzo la profesión de farmacéutico en una de las dos ciudades más grandes de España y la más grande de la provincia de Barcelona y, como cualquier persona, tiendo a ver el mundo desde mi propio punto de vista, por lo que agradezco –y no es hablar para quedar bien– a los que lo describen e intentan explicarlo desde una perspectiva distinta a la mía. Vivimos en un mismo mundo, pero que puede ser visto de maneras muy distintas.

Voy a intentar ser sincero, voy a intentar meterme en la piel del otro y desde mi gran ciudad voy a decir lo que pienso sobre ese rincón escondido de mi profesión.

Vivimos en un momento en el que la realidad, en el caso que nos ocupa el modelo de farmacia, tiene dificultades para adaptarse a la velocidad con la que evoluciona el entorno. El modelo que tenemos, que permite ofertar un servicio homogéneo a toda la ciudadanía sin apenas desigualdades en lo esencial y que descarga a la Administración de los costes de la gestión que son asumidos por la iniciativa privada, pero este modelo, actualmente castigado por la crisis de consumo y por las restricciones presupuestarias en el gasto sanitario público, también genera establecimientos de pequeña dimensión, tanto en espacio como en volumen de facturación, lo que compromete seriamente su viabilidad.

¿Cómo hacer compatibles todas esas virtudes del modelo con los desequilibrios internos que la crisis económica está agudizando?

Esta pregunta está en el centro del debate y encontrar una respuesta debería ser un objetivo prioritario de toda la profesión porque de la respuesta que demos depende en buena parte la viabilidad de un modelo que tanto apreciamos. ¿No es suficiente motivo para opinar y reflexionar sobre ello?