Azul
Cuando te diriges hacia el norte por la carretera N-260
dejando atrás la capital de l’Alt Empordà, aparece delante de tus ojos una
larguísima línea de asfalto que parece dibujada por el tiralíneas de un
arquitecto, que atraviesa el llano que linda por el este con una de las zonas
húmedas con más riqueza botánica y ornitológica de Catalunya, els Aigüamolls de
l’Empordà, y a lo lejos, hacia el noroeste, por las postrimerías marítimas de
los Pirineos que dibujan una franja estampada de colores superpuestos que van
del violeta hasta el gris verdoso. La línea recortada de la frontera más
cercana en la que aún se oyen los ecos remotos de los lamentos de los
perdedores cruzándola por el Coll de Lli en La Vajol, el pueblo más pequeño de
la comarca que durante unos días convulsos de nuestra historia fue la última
sede en territorio español de la Presidencia de la República y del Gobierno y
que acogió durante cuatro días a Manuel Azaña, antes de su partida hacia el
exilio francés a la que siguió la del presidente de la Generalitat Lluís
Companys y la del presidente del Gobierno Vasco José Antonio
Aguirre.
La carretera se
dirige como una lanza a la brecha existente entre la cara sur de la sierra de
la Verdera coronada por el monasterio benedictino de Sant Pere de Rodes y la
sierra de l’Albera en la que está situada la abadía benedictina de Sant Quirze
de Colera a la que se accede desde Rabós, un pueblecito escondido donde pude
saborear, durante una verbena de San Juan de hace treinta años, la mejor sardinada
de mi vida, en la que las sardinas subastadas en la lonja de Llançà fueron
braseadas por el fuego de los sarmientos encendidos en el empedrado de la
plaza.
Siempre que
llego a ese tramo del viaje me siento transportado por una cinta mágica que une
el museo Dalí de la rambla de Figueres con los huevos metafísicos de la casa
del pintor surrealista en Port Lligat. Este paseo por el reino de la tramontana
transcurre, paralelo a la vía del tren que acabará cruzando la frontera unos
treinta kilómetros más al norte en la majestuosa estación de Port Bou, entre
maizales, vides y olivos, hasta Vilajuïga, el pueblo que guarda en su subsuelo
el manantial de las aguas mineralizadas y ligeramente gaseadas que aderezan con
exótica alegría las comidas a los que nos agrada notar el sutil chispeo de las
aguas con gas, y que finaliza cuando llegas a las ruinas del Castillo de
Carmençó para atravesar el Coll de Canyelles
Una vez
atravesada la meta, al final de la larga recta, y después de un corto repecho,
y si la brisa sube de la costa y tengo los sentidos atentos, puedo oler el mar.
Un mar que aparece después del leve descenso por la carretera que ahora se
retuerce entre las laderas desnudas de las rocas que muy pronto llegarán hasta la costa. Después de
una de esas curvas de derechas que me conducen a Llançà, el mar aparece como
una mancha de azul homogéneo que linda con otra mancha azul celeste por la
línea engañosamente recta del horizonte. Este momento es como un beso esperado,
pero que no por serlo es igual al último beso guardado en la memoria. Es un paisaje
que sé que voy a ver, pero que continúa removiendo algo cerca de la boca del
estómago cada vez que aparece.
El mar azul y
el cielo azul entre las rocas del macizo del Cap de Creus es una descripción
rigurosa de ese paisaje, pero cuando la emoción de ese momento decae y voy
acercándome al último tramo del viaje, el que transcurre por el camino de ronda
entre Llançà y Port de la Selva voy entendiendo que las cosas no son tan
sencillas como parecen. Esa mancha de azul homogéneo va mostrándose tal como es
realmente, un crisol de verdes y azules que van mezclándose con trazos
desordenados de blanco que aparecen al ritmo que marca el viento. No puedo
decir que el mar no sea esa mancha maravillosa que me emociona, pero el mar no
es sólo eso. El mar es diverso.
Esa manera de
ver las cosas tiene un gran parecido con la que muy a menudo aplicamos cuando
se describe la farmacia.
Con demasiada frecuencia miramos el sector como un universo
uniforme, monocolor, pero si nos acercamos a él con la actitud del que mira un
cuadro nos encontramos un universo de contrastes.
Nuestro sector
es la suma de diminutos universos aislados unidos por leves conexiones, pero
cada uno de ellos tiene características muy distintas que pueden incluso
hacerlos extraños entre ellos. Estas diferencias no son sólo económicas, que
las hay, sino que también existen diferencias sociológicas y vocacionales. Por
esta razón cualquier intento de explorar alternativas a la situación de
incertidumbre en la que se encuentra el sector que no tenga en cuenta su
extraordinaria diversidad no tiene ninguna posibilidad de tener éxito.
Aunque es
imprescindible aumentar la fuerza de las actuales conexiones entre farmacias
desarrollando una cartera de servicios susceptible de ser contratada por el
sistema nacional de salud que aumente el valor sanitario del conjunto de las
farmacias, no hay más remedio que contemplar que las alternativas válidas van a
ser también necesariamente diversas si no queremos correr el riesgo de que
algunos puedan sentirse excluidos de la solución propuesta.
Encontrar el
equilibrio entre lo colectivo y lo individual va a ser una de las claves del
éxito de las propuestas de futuro, siempre y cuando seamos verdaderamente
conscientes de lo que significa estar trabajando para la farmacia. Ni el mar
es ese azul que aparece detrás de la curva a derechas, ni el sector puede ser
contemplado como un conjunto uniforme de establecimientos sanitarios cortados
por el mismo patrón. Sería más fácil, pero no es así, ni el mar ni la farmacia.