Futuro se escribe con "e"
Los profetas siempre han tenido muy mala prensa. Ni en tu tierra, ni en ninguna tierra es muy aconsejable dedicarse a la profecía. Agorero, tremendista, visionario, idealista, inocente, chorraflautas… son algunos de los epítetos que acompañan, frecuentemente, al pobre profeta, a quien no le queda otro remedio para soportar la crítica que la resignación y la protección que pueda proporcionarle una cierta dosis de cinismo.
La profesión de profeta incluso puede convertirse en una actividad de alto riesgo cuando la predicción anunciada no se ajusta a los cánones dictados por la ortodoxia del discurso oficial, porque, en el mundo en el que nos ha tocado vivir, matar al mensajero se ha convertido en un deporte que se practica con asiduidad.
A mí, los profetas siempre me han caído bien. En cambio, se me eriza la piel al escuchar a los que repiten sin ningún resquicio de duda –con esa certeza absoluta que se autotorgan los voceros oficiales– que cualquier cambio que nos depare el futuro va a representar una derrota y que consideran cualquier duda un síntoma de debilidad.
Me he preguntado muchas veces de donde viene mi simpatía por los profetas, ¡con lo fácil que es apostar por el caballo favorito!
Uno de los acontecimientos que, seguramente, ayudó a ir forjando esa rara inclinación fue, sin duda, una sesuda sesión que tuvo lugar en uno de esos venerables salones con las paredes impregnadas de los ecos de las voces de tantos debates, en los que los ilustrados creen poder decidir hacia donde se encaminará nuestra profesión. Encontré el relato de este episodio navegando por los blogs de la red. El autor del diario en cuestión era un tal Joe Cricket. Joe era un boticario escocés implicado en la política farmacéutica del Imperio Británico. Su nombre parecía escogido a posta, su foto mostraba un semblante pícaro con los ojos saltones y brillantes, con una mirada inquieta que parecía escudriñar cualquier detalle del objeto que caía en su campo visual o radiografiar la expresión de la persona con la que hablaba. Era un tipo simpático, que no gozaba de gran predicamento en los ambientes corporativos por sus continuas preguntas incómodas dirigidas a los prohombres de la farmacia, herederos de las más antiguas tradiciones alquimistas –alguno de ellos incluso presumía de ser el tatatatataranieto de Merlín–. En su diario electrónico, relataba, con todo lujo de detalles, su perplejidad al asistir a las disquisiciones académicas que se desataron en los días en que los farmacéuticos empezaron a preocuparse por las nuevas tecnologías.
En aquellos días, las nuevas tecnologías asomaban por el dintel del escaparate de la farmacia. Los profetas ya lo venían anunciando desde que la red iba infiltrándose en todos las actividades profesionales. En aquella reunión, como si de un extraterrestre se tratara, el joven Cricket escuchaba con devoción las opiniones de sus compañeros bragados en mil batallas. La preocupación era patente en los serios semblantes y los hombros de los contertulios iban inclinándose bajo el peso de la responsabilidad. Realizaban un esfuerzo hercúleo para encontrar soluciones, su dedicación era admirable, sentían en sus propias carnes que el futuro de la profesión estaba amenazado. ¿Cuál era el método correcto para frenar la entrada de esa nueva amenaza? ¿Cuántos escalones de la escalinata del prestigio social bajaría el farmacéutico si las recetas se imprimían en artilugios ligados a un ordenador, y ya no se necesitaba de la sapiencia del boticario para descifrar los jeroglíficos galénicos? ¿Y si se les ocurría, a los enemigos de la profesión, empezar a imaginar una receta sin papel?
Era realmente angustioso leer la descripción que hacía el boticario escocés del mar de dudas en el que se debatía su pensamiento. Él, que era un devoto seguidor de los profetas del nuevo mundo, el mundo de las nuevas tecnologías, se sentía casi como un traidor. Con sus ideas, ¿estaría inoculando un virus capaz de debilitar los fundamentos de una tradición milenaria?
Cricket no era ni un héroe ni un líder, era un farmacéutico que pensaba que el mundo avanzaba y que era beneficioso aprovechar las oportunidades que el progreso le ofrecía.
La rebotica de su farmacia estaba inundada de papeles y notificaciones, y en ese marasmo celulósico tomó la determinación de dejar las grandes decisiones a los sabios, pero se sentía obligado a aportar su pequeño granito de arena. Propondría al Sanedrín de los Notables que, para facilitar la introducción de las nuevas tecnologías y aumentar las habilidades del colectivo, dejaran de enviar sus comunicados, actas, revistas y cartas a sus asociados en papel y los enviaran a través de la red.
Estaba ilusionado con su propuesta, que estimaba sensata, porque recogía alguna de las recomendaciones de los profetas, no colisionaba con la prudencia de los vigilantes de la profesión y, a la vez, le permitiría disponer de una mesa despejada en su despacho.
Su propuesta se trató en una sesión anodina en la que los temas relacionados con la tecnología ya no eran la máxima preocupación. Fue escuchado con respeto y su propuesta anotada en un acta que, posteriormente, recibió por triplicado cuando un cartero, que no se esforzaba nada en ser amable y del que no podía recordar su cara a pesar de que entraba cada día, se la tiró encima del mostrador de su farmacia. Joe, de una manera disciplinada, la archivó en un montón de papeles encima de la mesa de su rebotica. No la leyó porque ya lo había hecho hacía una semana en su e-mail.
Joe, desde aquellos días, no ha dejado de repetir una y mil veces lo que los profetas vienen anunciando: «Futuro se escribe con “e”». Seguramente, su impertinencia es necesaria, no sé si suficiente, para que los que deciden tengan claro que futuro no se escribe con «p». Joe es de los que piensa que se corre un riesgo enorme cuando éstos se empeñan a escribirlo con «p», «p» de pasado. Un día de éstos tengo que ir a Escocia para conocer a Joe.
La profesión de profeta incluso puede convertirse en una actividad de alto riesgo cuando la predicción anunciada no se ajusta a los cánones dictados por la ortodoxia del discurso oficial, porque, en el mundo en el que nos ha tocado vivir, matar al mensajero se ha convertido en un deporte que se practica con asiduidad.
A mí, los profetas siempre me han caído bien. En cambio, se me eriza la piel al escuchar a los que repiten sin ningún resquicio de duda –con esa certeza absoluta que se autotorgan los voceros oficiales– que cualquier cambio que nos depare el futuro va a representar una derrota y que consideran cualquier duda un síntoma de debilidad.
Me he preguntado muchas veces de donde viene mi simpatía por los profetas, ¡con lo fácil que es apostar por el caballo favorito!
Uno de los acontecimientos que, seguramente, ayudó a ir forjando esa rara inclinación fue, sin duda, una sesuda sesión que tuvo lugar en uno de esos venerables salones con las paredes impregnadas de los ecos de las voces de tantos debates, en los que los ilustrados creen poder decidir hacia donde se encaminará nuestra profesión. Encontré el relato de este episodio navegando por los blogs de la red. El autor del diario en cuestión era un tal Joe Cricket. Joe era un boticario escocés implicado en la política farmacéutica del Imperio Británico. Su nombre parecía escogido a posta, su foto mostraba un semblante pícaro con los ojos saltones y brillantes, con una mirada inquieta que parecía escudriñar cualquier detalle del objeto que caía en su campo visual o radiografiar la expresión de la persona con la que hablaba. Era un tipo simpático, que no gozaba de gran predicamento en los ambientes corporativos por sus continuas preguntas incómodas dirigidas a los prohombres de la farmacia, herederos de las más antiguas tradiciones alquimistas –alguno de ellos incluso presumía de ser el tatatatataranieto de Merlín–. En su diario electrónico, relataba, con todo lujo de detalles, su perplejidad al asistir a las disquisiciones académicas que se desataron en los días en que los farmacéuticos empezaron a preocuparse por las nuevas tecnologías.
En aquellos días, las nuevas tecnologías asomaban por el dintel del escaparate de la farmacia. Los profetas ya lo venían anunciando desde que la red iba infiltrándose en todos las actividades profesionales. En aquella reunión, como si de un extraterrestre se tratara, el joven Cricket escuchaba con devoción las opiniones de sus compañeros bragados en mil batallas. La preocupación era patente en los serios semblantes y los hombros de los contertulios iban inclinándose bajo el peso de la responsabilidad. Realizaban un esfuerzo hercúleo para encontrar soluciones, su dedicación era admirable, sentían en sus propias carnes que el futuro de la profesión estaba amenazado. ¿Cuál era el método correcto para frenar la entrada de esa nueva amenaza? ¿Cuántos escalones de la escalinata del prestigio social bajaría el farmacéutico si las recetas se imprimían en artilugios ligados a un ordenador, y ya no se necesitaba de la sapiencia del boticario para descifrar los jeroglíficos galénicos? ¿Y si se les ocurría, a los enemigos de la profesión, empezar a imaginar una receta sin papel?
Era realmente angustioso leer la descripción que hacía el boticario escocés del mar de dudas en el que se debatía su pensamiento. Él, que era un devoto seguidor de los profetas del nuevo mundo, el mundo de las nuevas tecnologías, se sentía casi como un traidor. Con sus ideas, ¿estaría inoculando un virus capaz de debilitar los fundamentos de una tradición milenaria?
Cricket no era ni un héroe ni un líder, era un farmacéutico que pensaba que el mundo avanzaba y que era beneficioso aprovechar las oportunidades que el progreso le ofrecía.
La rebotica de su farmacia estaba inundada de papeles y notificaciones, y en ese marasmo celulósico tomó la determinación de dejar las grandes decisiones a los sabios, pero se sentía obligado a aportar su pequeño granito de arena. Propondría al Sanedrín de los Notables que, para facilitar la introducción de las nuevas tecnologías y aumentar las habilidades del colectivo, dejaran de enviar sus comunicados, actas, revistas y cartas a sus asociados en papel y los enviaran a través de la red.
Estaba ilusionado con su propuesta, que estimaba sensata, porque recogía alguna de las recomendaciones de los profetas, no colisionaba con la prudencia de los vigilantes de la profesión y, a la vez, le permitiría disponer de una mesa despejada en su despacho.
Su propuesta se trató en una sesión anodina en la que los temas relacionados con la tecnología ya no eran la máxima preocupación. Fue escuchado con respeto y su propuesta anotada en un acta que, posteriormente, recibió por triplicado cuando un cartero, que no se esforzaba nada en ser amable y del que no podía recordar su cara a pesar de que entraba cada día, se la tiró encima del mostrador de su farmacia. Joe, de una manera disciplinada, la archivó en un montón de papeles encima de la mesa de su rebotica. No la leyó porque ya lo había hecho hacía una semana en su e-mail.
Joe, desde aquellos días, no ha dejado de repetir una y mil veces lo que los profetas vienen anunciando: «Futuro se escribe con “e”». Seguramente, su impertinencia es necesaria, no sé si suficiente, para que los que deciden tengan claro que futuro no se escribe con «p». Joe es de los que piensa que se corre un riesgo enorme cuando éstos se empeñan a escribirlo con «p», «p» de pasado. Un día de éstos tengo que ir a Escocia para conocer a Joe.
2 comentarios:
Es "una gozada" leer este Blog.
Siempre brillante.
Enhorabuena, Colega !!.
Querido Francesc.
Antes de nada quiero felicitarte por tu blog. Felicitarte y agradecerte por cada una de tus reflexiones, por plantearnos desde tus escritos tantas cosas para reflexionar sobre tantos temas distintos. Esencialmente suelo estar de acuerdo contigo en muchos planteamientos otras veces no tanto, algunas (pocas) disiento, pero jamás me has dejado indiferentes y siempre las he disfrutado. Y las reflexiones, tiernas (como la de tu paciente favorito), ácidas o simplemente muy, pero que muy acertadas, estimulan nuestra propia reflexión crítica, cosa tan necesaria en estos tiempos en que las prisas y los agobios nos llevan a menudo a “hablar a bote pronto” movidos por el instante y, a menudo, por ese “que viene el coco” que no dejamos de oír.
He deseado participar muchas veces pero, mea culpa, mi carácter me lleva a emocionarme e ilusionarme con demasiadas cosas, lo que junto a mi proverbial caótica organización, ha dado en que cuando podía enviar mis comentarios, el artículo correspondiente quedaba tan lejos en el tiempo y el espacio que ya hubiera sido un anacronismo.
Hoy he disfrutado de nuevo (en tranquila mañana de sábado) de la lectura a través de la revista (El Farmacéutico) de tu “Futuro se escribe con e”. Y es cierto los profetas siempre han tenido mala prensa y a ti no solo siempre te han gustado los profetas si no que has sido “profeta en tu tierra” con todo lo que eso supone. Me ha gustado tu historia sobre Joe Cricket (con su nombre de personaje dickensiano), me ha gustado el personaje que me ha recordado a otros Joe Cricket mucho más cercanos. Y me ha dado por pensar que profetas los tenemos de distintos tipos, lo que simplemente advierten para que no nos pillen por sorpresa, los que ven la evolución al futuro, ni mejor ni peor, simplemente acorde con los tiempos y nos lo dicen para que no nos pille con el paso cambiado y los que profetizan el Apocalipsis si las cosas cambian y “su” estatus empeora o desaparece.
Me ha recordado mucho aquella historieta o chiste, llámesele como se quiera, que cuenta que un buen día los científicos a nivel mundial despertaron viendo que un gran diluvio universal se cernía de nuevo sobre la tierra que en 15 días quedaría absolutamente inundada de agua haciendo imposible la supervivencia en la superficie. Su primera reacción fue alertar a los políticos de las principales potencias. Los cuales a su vez, ante lo irremediable de la situación debida a causas tan externas e imprevisibles, convocaron a sus ciudadanos a través de las cadenas estatales de televisión para dar la noticia. El presidente a la sazón de USA, habló a sus televidentes comunicando la noticia y conminándolos a pasar los últimos 15 días rezando a Dios, pidiendo perdón al enemigo y poniendo en paz sus almas. Su correspondiente en Rusia, dio el comunicado y exhortó a su pueblo a comer, beber y ….. disfrutar de los últimos 15 días ya que desesperantemente todo acababa. Y el presidente de Israel comunicó a su pueblo que la catástrofe era inminente que en 15 días la superficie de la tierra quedaría cubierta por las aguas y que por lo tanto había que ponerse a trabajar porque tenían 15 días para aprender a vivir bajo el agua.
Bien, futuro se escribe con e, es cierto y negarlo es negarse a la realidad, al futuro y al progreso. Y quedarse lamentándose de que viene el coco y pensando que el cambio lleva al desastre y que este es inminente o que cualquier tiempo pasado fue mejor solo lleva a perderse la gran oportunidad de prever lo que está por venir, ver lo que se puede cambiar y lo que no, luchar -eso sí- por lo que es justo y convertir esas amenazas en oportunidades y por tanto de evolucionar.
Para terminar, querido Francesc, gracias una vez más por tus páginas escritas y e, y que Dios te de larga vida para seguir “planeando” y compartiendo con nosotros tu amor por nuestra percepción y tu fina percepción de la realidad. A mi también me gustan los profetas.
María José Alonso
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