miércoles, 11 de junio de 2008

El salón de casa


Por las mañanas cierro la puerta y, al girarme, a veces, no aprieto el botón del ascensor. Bajo por las escaleras. Cuando vuelva por la noche las subiré. Tengo la sensación de que estoy engañándome. Hace un par de años que he descuidado mi estado de forma. Me he engordado. Mi mujer me repite insistentemente que me conviene volver a moverme un poco. Mañana empiezo. Tiene razón.

Voy descendiendo dando vueltas por la espiral de mármol en la que desembocan las viviendas de los vecinos del edificio, un desagüe de intimidades inodoras en el que, sólo de vez en cuando, se vierte algo de la privacidad escondida. Paso fugazmente por delante de las puertas cerradas sin notar nada de lo que esconden.

Me agacho para recoger el periódico, es cierto, me cuesta más que antes. Realmente, tiene razón. Empezaré poco a poco.

Mientras introduzco la llave en el contacto y me abrocho el casco, revivo el encuentro que hemos tenido con el vecino del primero. Justo al llegar al rellano, estaba cerrando la puerta y he tenido el tiempo suficiente para ver una pared de color beis, un color neutro, ni frío ni caliente, de esos que quieren conjugar personalidad e invisibilidad. Aunque cueste creer que sea posible esta dualidad, los decoradores son capaces de conseguirlo y, por eso, cobran lo que cobran.

Una lámpara sutil y una silla de cuero marrón me dan una pista fugaz sobre la casa de mi vecino del primero.

– ¡Pasa, pasa! Parece que vas justo de tiempo.

Se aparta amablemente para dejarme espacio en mi descenso hacia el mundo público que me espera.

– Eso de las motos es peligroso, te vas confiando y, al final, acabas creyendo que no necesitas tiempo para llegar con puntualidad a donde quieres ir. –le comento a modo de excusa por mi premura.

Mi vecino es periodista y trabaja en un periódico ilustre, con muchos años de historia en sus páginas, el periódico de toda la vida, el que me cuesta recoger cada mañana, un periódico con un cierto toque aristocrático apropiado para la condalidad de la ciudad. Es discreto, ni alto ni bajo, delgado, aunque nunca le he visto subir a pie por las escaleras. Su pelo es castaño claro, casi rubio, liso y peinado con una raya en la izquierda que le rejuvenece. Tiene dos hijos pequeños a los que veo estirarse con la sorpresa con la que se ve crecer a los hijos de los otros. Su mujer es pequeña, con unos tirabuzones rojizos que alegran su aspecto contenido en exceso.

Estas vecindades son tan asépticas porque los otros van pasando por delante de nuestros ojos como los personajes de una película, incluso pueden llegar a ser más irreales, porque las emociones de los personajes imaginados nos conmueven durante una buena sesión cinematográfica. Los vecinos son como los anuncios que pasan mientras esperas que las luces se apaguen. Algo que ni se escucha, ni siquiera se ve, porque en ese momento las palomitas de maíz son lo más importante. Sin embargo, una vida se cuece detrás de esas puertas que cierran su casa a las miradas extranjeras, barreras que protegen su intimidad. Los misterios que esconden esas barreras me provocan que me pregunte, mientras introduzco la llave en la reja que cierra la farmacia, ¿cómo debe tener organizado el salón de casa, y el dormitorio?

Aunque pueda parecer lo contrario, no estoy interesado en las artes decorativas, lo que me intriga es tener a un desconocido tan cerca; pienso que si pudiera ver su casa sabría algo más de él, algo más de lo que me dejan intuir las miradas furtivas a través de la puerta entreabierta. Cuando pones los pies en casa de alguien, la atmósfera del otro te envuelve, lo que te permite conocerle mejor.

¿Iluminará su casa con una luz cálida que pinta una atmósfera de matices de miel mientras el sol abdica de su reinado y empieza su destierro más allá de las terrazas de los edificios de enfrente o, en cambio, lo hará con una fría luz halógena, en un vano intento de apresar el brillante fuego real del día?

Voy encendiendo los fluorescentes que dan luz a las estanterías repletas de cajas de colores y los chorros de luz que fijan la vista en los expositores que invaden el espacio encima del mostrador.

¿Colgará desordenadamente de la pared las fotos de los viajes con sus hijos, construyendo un laberinto de recuerdos del que sólo conocen el camino de salida los que las han colgado, o colgará un espejo que reflejará fielmente la imagen de cualquiera que entre en su mundo particular?

Paso detrás del mostrador, a mi mundo particular que dentro de pocos minutos será una puerta abierta para cualquiera que entre en busca de algún remedio, para cualquiera que necesite de un consejo, un espacio en el que intento que no existan barreras. La farmacia no puede ni debe tener las puertas cerradas, las barreras no caben en el mundo de la farmacia, porque su accesibilidad es una de sus razones de ser.

La imagen de la silla marrón que he captado del mundo privado de mi vecino vuelve como una pista que me acerca al enigma del piso de abajo. Mientras voy detrás de la solución, entra mi primer cliente y me doy cuenta de que ha penetrado en mi mundo, de que está completamente abierto a su mirada y lo que en él ve le dará pistas de lo que yo hago y de cómo soy. Cuando marcha, me pregunto lo que pensará de mí. ¿Mi mundo, mi farmacia es un reflejo de lo que hago?

Puedo caer en la ilusión de pensar que exclusivamente lo que digo y hago es lo que mis clientes captan, también como tengo organizado y repartido el espacio de mi farmacia da pistas al que entra en ella. Mi farmacia es mi atmósfera. Tengo que reflexionar sobre cómo la tengo organizada y si lo que se ve es un reflejo de lo que digo y de lo que hago. Me parece que tocan algunos cambios.

No hay comentarios: