martes, 11 de noviembre de 2008

La belleza (I)


«Mañana empiezo a trabajar, han sido unas buenas vacaciones»

Ya es 20 de agosto, hace algunos días que no se puede salir a pasear tranquilamente, es peligroso. La nevera de casa está empezando a parecer una despensa de la posguerra. Estoy apurando las reservas de gazpacho en tetrapack y los paquetes de 130 gramos de lonchas finas de pavo envasadas al vacío. Una plaga de accidentes se ha apoderado de la ciudad durante este mes, un mes en el que, normalmente, no pasa nada o pasan cosas anormales.

Todo empezó el día 8, el día que se inauguraron los Juegos Olímpicos de Pekín, el día que empecé con mi dieta. Desde ese día, las portadas de los periódicos se han ido llenando de imágenes de héroes del deporte y, si la suerte nos era propicia, de héroes nacionales, aupados al pedestal que ocupan los símbolos patrios.

Después de cinco jornadas, el protagonista del día es un negro caribeño, un gigante de proporciones perfectas. Ha destrozado el récord de velocidad. Ha superado las barreras que, quienes saben, nos decían que eran insuperables y, además, lo ha hecho sin ese rictus de sufrimiento que esperamos ver en el rostro del que consigue una proeza. La belleza de sus deltoides voluminosos y brillantes por el sudor, moviéndose al ritmo de unas brazadas poderosas que compensan con una explosión de potencia armónica las inacabables zancadas que le hacen flotar sobre la pista en el lejano oriente, son la imagen de la perfección estética.

La cámara superlenta y la alta definición de mi pantalla plana me muestran con una impertinencia insultante la estética de un cuerpo perfecto en movimiento, mientras ceno medio envase de gazpacho, un paquete de pavo y dos kiwis, en un sacrificado intento de reducir un poco la tripa.

La noche ha sido calurosa, me he levantado a las cuatro, después de media hora de pelea con las sábanas pegajosas. En la pantalla de plasma he visto a un uzbeco ganar una medalla en lucha grecorromana, a un chino saltar en la cama elástica y a ocho sirenas, con los ojos pintados de verde chillón, mover acompasadamente las piernas con la cabeza metida en el agua –¡37 segundos de apnea!, me ilustra la comentarista–. He oído por primera vez el himno de Uzbekistán, y me he enterado del lugar que ocupamos en la clasificación por países –en el medallero– según la jerga que, durante estos días, utilizan los reporteros desplazados a China.

El café que me estoy tomando es un brebaje infame. La «Taberna o Xudas», donde desayuno habitualmente mi bocadillo de virutas de jabugo, está cerrada. Marcos –que por fin ha ganado las oposiciones a guardia urbano–, su hermana y su madre, se han ido de vacaciones a Galicia. Espero que traigan chorizos picantes para disfrutarlos cuando termine mi dieta sana si no ha acabado ella conmigo. Estoy en el único bar que está abierto –no recuerdo su nombre–, por lo menos tiene el detalle de que los periódicos del día están encima de la barra a disposición de los clientes. Hoy, las portadas de la mayoría se han decantado, unánimemente, por la foto de una rusa de piernas infinitas volando por encima de los cinco metros. Un ángel de alas invisibles. El éxtasis se aprecia en sus extremidades, en sus dedos, que parece que se vayan a separar de sus manos, y en su rostro, que se ilumina mientras vuela hacia el colchón donde el orgasmo se alarga con cabriolas y saltitos. Para desayunar toca un yogur con cero de todo y otro kiwi, que he bajado de casa, muy mal acompañados por el café.

Al acabar el frugal desayuno, entro en la única tienda que queda abierta en el barrio. Está regentada por una pareja de pakistaníes que trabajan a todas horas y que, además, tienen los precios más baratos. Compro dos kilos de kiwis, cuatro botes de cristal de espárragos, de los más gruesos, que hay en las estanterías, añado dos de palmitos, para variar, una docena de yogures desnatados y seis paquetes de lonchas de pavo. En la cola que se ha formado en la caja me entero, por los comentarios de los vecinos, que la señora Dolores está desolada. Alguien aclara que se trata de la antigua propietaria de la peluquería «Lolita». Desde que la cerró por jubilación, cada mañana y cada tarde paseaba a su fox-terrier por el barrio. No se quién acompañaba a quién. Ayer por la tarde, su única compañía sucumbió aplastada por un televisor que, no se sabe por qué, cayó del cielo. Alguien dice, sin asegurarlo, aportando datos pero evitando acusar a nadie, que el aparato despegó desde el ático del número 155 del paseo. Todos en la cola sabemos que, en el ático, vive Toni. Un tipo bajito y rechoncho al que no se le conoce pareja, ni oficio. Es una persona pulcra, siempre bien afeitado, con un poblado bigote en el que no hay un pelo que sobresalga ni un milímetro de los límites marcados. A mí, particularmente, me impresiona su precisión al conjuntar los colores de sus atuendos.

El accidente es realmente un suceso curioso. Quizá es porque era un perro que siempre me ladraba cuando nos cruzábamos por la calle, pero la verdad es que yo no lo he sentido demasiado. Además, no creo que sea necesario añadir a mi lista particular de precauciones al andar por la ciudad –como son, no leer el periódico para no tropezar con las papeleras, controlar siempre dos metros de acera para no pisar una caca de perro y no andar debajo de los balcones por si cae una maceta– estar atento a que un televisor caiga del cielo. Me toca pagar, entrego la tarjeta de crédito, pago y salgo despidiéndome educadamente de mis vecinos, con los que comparto las vacaciones ciudadanas.

Este agosto me ha tocado quedarme en la ciudad, en la que todo parece ir más despacio. La paga extra me la gasté en comprar una pantalla gigante de televisor, de esas que te sorben entero, similar a la que ha acabado con el fox-terrier de la señora Dolores.

Otro día más. Hoy el protagonismo lo acaparan dos hercúleos remeros de brazos de hierro metidos a presión en una diminuta embarcación. Son tan grandes que casi no caben ni en la foto. Han sido capaces de vencer a los invencibles alemanes en una exhibición de potencia explosiva.

Lo estoy leyendo en el periódico del mismo bar del otro día, el único que está abierto. Al entrar me he fijado en el rótulo: «El rincón de León», se llama. Mientras repaso lo que la prensa me cuenta que ha sucedido, resisto la tortura del agua caliente y negruzca. En la sección de sucesos, en un rincón casi escondido de las páginas salmón, leo, mientras sorbo la infusión maldita a la que finalmente añado leche desnatada para disimular, el relato de un accidente extraño: «Un hombre de cuarenta años, cuyas iniciales son J. T. F., ha muerto a causa del impacto de un televisor en la cabeza. El fallecido transitaba por una céntrica calle de la ciudad semivacía, cuando una pantalla plana de plasma de cuarenta y dos pulgadas le ha fracturado el parietal derecho. La muerte ha sido instantánea. El juez ha llegado para levantar el cadáver a las 10, tres horas después del incidente. Todo parece indicar que la víctima se dirigía a su trabajo en una oficina bancaria en la que ocupaba el cargo de subdirector, y en la que durante este mes asumía las responsabilidades del director, que se encontraba de vacaciones en un cámping de Sant Pere Pescador». No hay más, la noticia ocupa un dieciseisavo de página.

(Continuará…)

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