martes, 23 de diciembre de 2008

La comedia de dios



No me he dado cuenta. No puedo asegurar si estoy todavía durmiendo, si me encuentro justo en la frontera que existe entre el mundo de los sueños y el mundo de las cosas –no me atrevo a hablar de mundo real para no iniciar una reflexión sobre el sueño y la realidad para la que no me siento capacitado, y en la que podría fácilmente hacer un ridículo evidente, uno de esos que te suben la sangre a la cara. Ponerme colorado es una sensación que detesto desde que tenía catorce años y que aún me sucede sin poderlo controlar– o si mis hijos, que ya empiezan sus clases antes de que yo empiece mi día y que ya tienen una cierta autonomía de movimiento, se han escabullido silenciosamente, sin que yo me haya dado cuenta, tampoco. Ha empezado otro día. Otro día de cosas y de gente, de cosas que se moverán como si fueran gente o de gente que parece cosas, de perros y de hojas de árboles, de motores, de ruidos, de motores silenciosos, de imágenes y de gente que me verán como una cosa que se mueve a su alrededor. Acaso, también, de algún beso que tenderá algún puente hacia algún día de algún otro. Ese empezar sin empezar es la porción del día que prefiero. Es el momento en el que las cosas aún pueden confundirse con los sueños, aún lo real no ha matizado el brillo de lo que aún no lo es. Son esos minutos que me gustaría que fueran más largos. Un reloj imperfecto, un reloj blando debería medir esos minutos. Nunca hay propina, nunca. Me gustaría que ese desconocido dios que reparte sin pausa, sin error, sin vacilación, su tiempo, para que nosotros lo alquilemos con la ilusión de que algún día será nuestro, algún día me la diera. ¿Será por eso que me despierto cada día más temprano? Es un tiempo en el que todo es más sencillo, sin esa tensión entre lo que es y lo que me gustaría que fuera. Es un tiempo que te pertenece, que dominas y que casi acomodas a tu medida, un tiempo que no notas, un caballo indómito que, sin saber por qué, dócilmente, parece que dominas con tus riendas. Al menos, eso parece. ¿No será que, sin darme cuenta, también, estoy en un sueño todavía? Empieza mi día y aún lo siento mío, en esos minutos, aún inciertos, el día es sólo mío, pronto, muy pronto, el día será también de las cosas y de la gente. La dictadura del tiempo se impondrá sin ninguna compasión para nada ni para nadie. Ni para mí, ni para las cosas, ni para la gente. Todo sucede para todos y cada uno percibimos sólo una pequeña porción de todo, nuestro mundo pequeño es ése, el que al nacer cada día, durante unos minutos, tenemos en los brazos. Lo mecemos cuidadosamente porque es nuestro. Como un hijo que depende de nosotros y en el que nos parece ver nuestros sueños en sus ojos. Ya entonces sabemos que sus sueños serán sólo suyos, pero en esos momentos, en esos instantes parece que puedan ser también los nuestros. Esos minutos anestesiados son como una fiesta en la que no se celebra nada y en la que es obligatorio no pensar en que la fiesta acabará, un rincón controlado en un mundo sin control en el que la angustia de perderse nos hace andar a pasitos cortos atrás y adelante, dudando de las cosas y aún más de los otros. ¿Será por eso que muchas veces les vemos como cosas? Tantos días intentando alargar el ensueño y ahora, justo ahora, empiezo a despertar. No es la perfección de lo que controlo lo que me atrae de ese paraíso, es la ausencia de los otros lo que me alivia. Los otros con sus pequeños mundos rozando el mío, chirriando como ruedas oxidadas de una maquinaria infinita de la que no podemos escapar. Tantos días para darme cuenta. ¡Qué necio o qué cobarde! Tanto da, los otros son el mundo y yo soy el suyo. ¿Será que no existen rincones privados en el mundo? Sin darme cuenta, una vez más, la realidad va dibujando el perfil de las cosas con el sigilo necesario para que todo aparezca de una manera ordenada. Un ejemplo magnífico de que la estrategia no es un invento de las escuelas de negocios. Cada mañana, un plan perfecto se despliega para que las personitas nos acomodemos al papel que nos ha tocado en el reparto. Una obra en la que sólo conocemos, cuando lo aprendemos, nuestro papel, pero el guión entero no está escrito en ninguna parte, sólo nosotros, unos y los otros, podemos intentar construirlo. La luz que va apoderándose sin blandura de las cosas también se apodera de nuestro sueño, de nuestro particular paraíso. Nos expulsa como un arcángel armado con espada de fuego y nos aboca al roce con los otros, nos envía, con la autoridad delegada del dador implacable, a la jungla caótica en la que se entrelazan como lianas todos los tiempos y todas las realidades, la nuestra y la de los demás. Cada mañana mantengo una frenética lucha interior. Reclamo, me reclamo a mí mismo, mi trocito de sueño particular, pero no soy capaz de dejar de oír el ruido de las cosas y el estruendo de los otros. No sé hoy como voy a empezar mi día. ¿Y los demás, estarán también sumergidos en ese lago oscuro de dudas? ¿Será la vida ese guión que ninguno de nosotros nunca ha escrito, el intento permanente de escapar de las aguas oscuras en las que nos zambullimos cuando, sin casi darnos cuenta, nos trasladamos desde los sueños hacia lo que nos dicen que es real? Suerte tenemos de los besos, que nos dan el aire que necesitamos para no ahogarnos. Sin ellos, acabaríamos exhaustos, hundidos en las aguas oscuras de nuestro mundo. Ese falso paraíso en el que despertamos cada mañana y que durante un instante nos ensueña. Mi primer día de vuelta al trabajo acaba de empezar.

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