miércoles, 23 de diciembre de 2009

Triaca


Los domingos por la mañana, cuando la mayoría está durmiendo, acostumbro a bajar hasta la portería de casa; a esa hora alguien, que también está despierto como yo, ha dejado el periódico. Mientras ojeo la portada y la contraportada entro en casa y enciendo la televisión. A veces, cuando el periódico no me atrae y en cualquier canal emiten algún documental de tribus antiguas, me quedo atrapado. Siempre me han gustado estos programas matinales, es como ir a visitar a un tatatatatatatarabuelo. Uno de los personajes protagonistas en todos esos documentales antropológicos es el jefe de la tribu y otro actor fijo es el brujo; el primero controla los mecanismos del poder y el segundo es el que controla los mecanismos del miedo, el miedo que tenemos a lo desconocido, al dolor y a la muerte. Sin darme cuenta estoy escribiendo utilizando el nosotros, no el ellos. Me doy cuenta al escribir que existen resortes que funcionan del mismo modo ahora que en los tiempos de mi tatatatatatatarabuelo.

Con los años, algunas cosas no cambian en casi en nada, pero otras evolucionan y hoy son radicalmente distintas a como eran en los tiempos en los que el jefe de la tribu y el brujo eran los únicos que cortaban el bacalao. Las sociedades modernas han evolucionado democratizando los mecanismos que sirven para alcanzar el poder y minimizando el poder del miedo mediante la socialización del conocimiento.

Está claro, aunque a veces me invada la nostalgia, que el mundo en el que voy a desarrollar mi profesión es éste y no el mundo de mis antepasados. Creo no equivocarme al decir que el ciudadano en el mundo actual demanda atención personalizada cuando está enfermo y cuando tiene dudas sobre lo que debe hacer para evitar estarlo. Ya no se trata de un individuo desamparado, atenazado por el miedo. Se trata de un ciudadano más alfabetizado sanitariamente, que exige información y atención y que las busca de los profesionales sanitarios, pero también en la red, en algún amigo o, sencillamente, se las vierten, sin pedirlas, en los medios de comunicación.

Ya en esos tiempos pasados, una de las herramientas útiles para afrontar la enfermedad eran las sustancias escondidas en la naturaleza. Misteriosas sustancias que sólo unos pocos conocían y suministraban elaborando con ellas unas pócimas que podríamos denominarlas las tatatatatatatatarabuelas de los medicamentos.

Tanto han cambiado las cosas desde esos tiempos que, en el hoy que nos ha tocado vivir, está sobre la mesa el debate sobre la bondad y la conveniencia de que la información (y la publicidad) sobre medicamentos llegue al ciudadano directamente desde el productor sin pasar por ningún filtro de los profesionales sanitarios –el médico o el farmacéutico, por ejemplo–. No se trata de llevar el agua a mi propio molino, el de los farmacéuticos, claro, porque esta tendencia afecta tanto a médicos como a farmacéuticos; sólo con mirar las campañas publicitarias de algunos de los últimos medicamentos de prescripción médica podemos observar síntomas claros de este fenómeno.

(Después de repasar el artículo, quiero asegurarme, por eso abro este paréntesis, de que quede claro que cuando hablo de beneficios me refiero, evidentemente, a beneficios para el ciudadano, aunque a veces tengo la sospecha de que los beneficios se buscan para los otros, lo que también es evidente, al menos, para mi.)

El debate sobre el acceso a los medicamentos en las sociedades modernas es un debate sobre el equilibrio que debe existir entre accesibilidad, conocimiento y responsabilidad. Un equilibrio dinámico que debe fructificar generando unas reglas de funcionamiento adecuadas para cada momento histórico en el que a las sociedades les corresponde desarrollarse.

Es cierto que la evolución de los roles de las profesiones, y más la de las profesiones sanitarias, sigue unos ritmos lentos, casi geológicos, y seguramente es prudente que así sea, pues se trata de profesiones que asumen responsabilidades en cuestiones tan esenciales que no han variado sustancialmente desde las épocas de nuestros antepasados, pero esta prudencia no debería transformarse nunca en inmovilismo. Es un error de bulto dejar que la realidad supere las reglas establecidas. Pienso que para regular aspectos tan sensibles como el del acceso a los medicamentos es importante tener una normativa capaz de amoldarse sin demasiados aspavientos al escenario real de cada momento que, por otra parte, variará cada vez con más rapidez.

Pienso que la clasificación de los medicamentos exclusivamente en dos grandes categorías, los que requieren prescripción de un médico y los que pueden ser adquiridos directamente por el propio usuario, no es suficiente para regular un acceso óptimo a los medicamentos.

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