lunes, 10 de mayo de 2010

El barrio


Nunca antes había estado en Barcelona. Pedro es de Bilbao y tiene las manos muy grandes, con unos dedos que parecen más anchos en las puntas que en la base, no sé si es casualidad o, como dice mi amiga Isabel, si se trata de una característica diferencial de los vascos, lo único que puedo asegurar es que las manos de Pedro impresionan cuando te abrazan. No tengo una opinión formada sobre si el tamaño de las manos constituye un hecho diferencial, ni ésa, ni cualquier otra característica morfológica, y aunque así fuera, no me preocuparía en absoluto. Mi indiferencia sería la misma que tengo cuando me clasifican de cerrado, de interesado o de trabajador o de lo que sea, por el simple hecho de decir que me llamo Cesc y que hablo en catalán y que leo y escribo, y que pienso y quiero, y que susurro con las mismas palabras con las que me abrazaba mi madre. Pedro es vasco porque él lo dice y porque cuando fuimos a comer unas gambas en Palamós lo primero que me dijo al acercarse a la playa fue:

– «Este mar no huele».

No tengo ninguna duda, en cambio, que el olor del mar en el que has jugado de niño mezclado sabiamente con el olor de la masa de las croquetas extendida en un plato cubierto con un trapo de algodón blanco para que se enfríe y poderla moldear cómodamente entre dos manos dándole la forma y el tamaño adecuados para, a continuación, freírlas en aceite de oliva después de rebozarlas en un plato sopero repleto de harina de galleta, como si fuera el niño que fui retozando en la arena, es el olor de lo que significa la palabra mar y la palabra croqueta. Mi mar y mi croqueta.


Siempre que escribo sobre mi geografía y mi historia (una manera más elegante de decir mi mar y mi croqueta) –debe ser posible hacerlo de alguna geografía e historia de todos, pero mi poca destreza con las palabras me impide lograrlo– una vocecilla insidiosa me martillea el oído izquierdo, ¿o es el derecho? «No seas provinciano, el mundo es muy grande para circunscribirlo dentro de un marco tan estrecho, lo que puede llevarte a un localismo limitante. Puede parecer que vivas en un cantón. Debes ampliar tu visión».


Confieso que la vocecilla puede ser tentadora y convincente; puede ser un susurro cuando estoy tierno y una orden castrense cuando estoy terco y guerrero. «Soy ciudadano del mundo», me digo después de escucharla y un sentimiento de culpa me invade. ¿No me he esforzado suficiente, o será por mi carácter cerrado aparejado con mi condición de catalán, y que esa tendencia de mantener siempre el puño cerrado, que dicen que tenemos, ha contagiado a mi cerebro?


Sin embargo, ayer cumplí cincuenta, alguna ventaja debe tener hacerse viejo, y aunque algunos me dicen –muchos con palabras educadas, pocos me castigan con la indiferencia y algún descerebrado con insultos– que aún no he madurado suficiente, ahora sufro menos que antes. Debe de ser que con los años he perdido oído, también, y sólo oigo la vocecilla insidiosa cuando grita mucho.


Algún ilustrado, con la buena intención que se supone a los que la cultura ha redondeado, cuando le cuento que me emociono cuando leo a Espriu, me receta que debo leer más a Lorca. Como ya tengo cincuenta y ya nadie me va a decir cómo debo domesticar mis emociones para aspirar a ser universal, voy a continuar emocionándome leyendo a los dos, pero no podré evitar, ni quiero tampoco, que las lágrimas vertidas en Synera me sean cercanas, aunque sé que todas las lágrimas son igual de saladas y que, caigan por el rostro que caigan, pueden ser muy amargas cuando no te importa que los demás las viertan.


Yo ya he escogido mi método para intentar vivir en este mundo y aunque sé que es fácil caer en la soberbia de creer que tenemos el derecho de diseñar el mundo a nuestra medida, voy a intentar no caer en esa tentación y espero que los demás también lo intenten. No es cierto que ser consciente de que has nacido en un barrio pequeño te haga a ti también pequeño. Ni tampoco es cierto que sea preferible vivir en una urbanización perfecta de casas iguales a hacerlo en un barrio desordenado a los ojos de los demás, pero del que conoces todos los atajos.


Me sulfuran los que, como la vocecilla insidiosa, y basándose en una supuesta amplitud de miras, quieren derribar mi barrio. No necesito que me dibujen unas calles más anchas para salir de él, conozco los caminos para hacerlo sin perderme y nunca olvido el camino de vuelta. No doy para más, mi manera de hacer la ciudad mejor es plantar rosas rojas en el balcón de mi casa. ¡Que no me toquen mis rosas! Parece que el olor de mis rosas es demasiado perfumado para un mundo que tiende a lo universal, pero que no va más allá de lo uniforme. ¡Qué aburrido y que cobarde!


Esta fijación por lo global, que en el fondo no es más que un síntoma de nuestra incapacidad de reconocer lo pequeños que realmente somos y del esfuerzo que representa ser verdaderamente consciente de que los otros existen, me intranquiliza.


La resaca de Sant Jordi es un día brillante de primavera, sábado. El Paseo de Sant Joan a las ocho de la mañana huele fresco y limpio. Me voy al trabajo, a la farmacia cerca de la catedral inacabada e inacabable –ahora gravemente amenazada por las obras del AVE según los creyentes descreídos de los ingenieros del siglo veintiuno–. Mi primer cliente es una mujer envuelta en un pañuelo que casi no habla español, ni catalán, por supuesto.


Lleva una receta que no incorpora el preceptivo número de identificación; interpreto que padece una lumbalgia severa. Mediante dibujitos esquemáticos intento informarle que debe tomar un comprimido de antiinflamatorio después de cada comida. Realmente el barrio es pequeño y el mundo muy grande.

PD: Certifico que el artículo no está traducido del catalán, que no lo he encargado a ningún «negro» y que no voy a traducirlo al catalán para poder releerlo tranquilamente en casa.

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