martes, 8 de junio de 2010

Los otros


Nadie sabe que yo no veo a nadie. Es uno de esos días que camino sumergido en una burbuja que sólo yo veo; una burbuja de cristal blando que me acompaña como una sombra. Es una sombra transparente que me envuelve y me aísla, no se trata de ese otro yo incansable y cotidiano que me persigue por donde el sol le indica y que sirve a los otros para avisar de que estoy a su lado. Sé que los demás están ahí, recuerdo que están ahí, porque hay días en los que no estoy inmerso en ese caparazón que hoy sólo me deja ver el sol y las estrellas pero no a ellos. De esos días desnudos, conservo el recuerdo de la imagen que tengo de los otros y es ese recuerdo el que se mantiene incluso en los días como hoy, en los que un tul espeso me impide verlos. Me siento solo.

No es una soledad melancólica, no es un sentimiento de abandono; es una soledad que noto, es una soledad tangible que también tiene sus ventajas. Los días que me zambullo en mi burbuja soy más pequeño, más liviano incluso, lo que me permite vivir como un descubridor de mundos escondidos. En esos días, todo fluye más deprisa, una soledad aceitosa lubrica el engranaje del reloj de mi tiempo oxidado y facilita su funcionamiento, evitando que las voces de los demás suenen como el chirriar de ruedas dentadas.

Hoy es uno de esos días. La coraza invisible en la que rebota cualquier signo de los otros ha provocado que mi viaje en metro desde el barrio en el que vivo hasta el corazón del barrio donde nací haya sido bastante llevadero. Hoy es uno de esos días en los que los cuerpos aún adormecidos de los otros se acercan tanto como cualquier otro día, pero incluso estando tan cerca de ellos hoy sólo noto la soledad de mi cuerpo. Es inquietante percibir que alguien está tan cerca y no verlo, es como vivir con el recuerdo de los otros cuerpos al lado del tuyo. Sin embargo, cuando te acostumbras, puedes ahorrarte su pesadez y centrarte en la gravedad del tuyo.

Al abrirse las puertas del vagón, un río de recuerdos andantes se desborda por el andén y la corriente fluye hacia un extremo de la estación donde van apretujándose irremediablemente para empezar la ascensión hacia la Rambla de las Flores. Los escalones rallados por cicatrices metálicas van escondiéndose sin pausa dentro de la boca dentada que espera abierta al final de las escaleras mecánicas que me transportan hacia arriba. Subo agarrado a la baranda móvil de goma negra, y casi sin darme cuenta, cuando el escalón en el que estoy ubicado es engullido por el final de la escalera mecánica, empiezo a andar por un pasillo iluminado por una luz triste de fluorescente. Al llegar al final de ese túnel iluminado por esa luz mentirosa, empiezo a subir por una escalera fija de piedra. Como no veo a nadie, puedo centrar mi atención en el canto redondeado de los escalones. El brillo satinado de lo que antes eran esquinas angulosas me indica que los pasos de los otros –una prueba más de que están ahí– hace años que las van redondeando. Los otros son como el viento que esculpe sin parar las rocas que, con desvergüenza juvenil, muestran sus aristas al mar y al cielo. También esos cantos rocosos van redondeándose, van envejeciendo.

Un rumor de roces, de pisadas, me acompaña mientras subo por las escaleras. La música incansable de las suelas de los zapatos limando lentamente el granito de los escalones suena como el sonido de infinitos martillos etéreos realizando una labor minuciosa de artesanía intemporal. Ser tan pequeño, tan liviano, me permite ver las nubes de corpúsculos de feldespato, de mica y de cuarzo que se levantan por la acción de ese ejército de martillos golpeando sin cesar los cantos de los escalones de granito. Paseo por un universo que pasa desapercibido para todos, menos para mí. Puedo ver nubes que parecen nebulosas de polvo interestelar, las veo porque hoy puedo navegar por esos nimios universos que se esconden detrás del espejo en el que se reflejan los rostros de todos los demás.

Supongo –siempre ha sido así hasta ahora y no hay nada que me haga pensar que hoy será distinto– que mi frágil caparazón no va a resistir la vida vertida en las calles del barrio donde nací, una vida desordenada, a veces salvajemente desordenada. Después de salir por la boca estrecha de la estación de metro, cruzo el paseo que desciende directo, atravesando como una cicatriz de árboles y de ruido el laberinto de calles antiguas de mi vieja ciudad, y sorteo como puedo la riada que conecta el orden cartesiano del Eixample con el mar oscuro, denso y redondo del puerto. Penetro en el corazón del Raval por la calle Sant Pau y camino por la acera adosada a la fachada menos noble del Gran Teatre del Liceu. El aroma especiado que huelo en el ambiente me indica que mi sombra aislante ya puede estar desvaneciéndose poco a poco. No estoy seguro de que se mantenga íntegra y esta incertidumbre se traduce en un temblor casi imperceptible en la piel. Tengo una sensación parecida a la que siento cuando estoy traspasando la frontera entre el sueño y la vigilia, ese trayecto incierto en el que parece que podemos decidir, en un ejercicio reiterado de ingenuidad, la dirección del tiempo.

La realidad siempre acaba resquebrajando esos momentos que tan sólo son un espejismo. Ni los otros van a dejar de existir por mucho que nos recubramos de un caparazón impermeable, ni el tiempo puede cambiar de dirección para revivir un instante vivido. Si queremos continuar siendo parte del mundo debemos comprender que no podemos ser ajenos a él, aunque sólo sea porque no es una buena estrategia.

Estar solo es triste, aunque a veces sea cómodo, pero aislarse es estúpido.

PD: Debería escribir de farmacia, ¿o ya lo he hecho?

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