lunes, 13 de septiembre de 2010

El unicornio


Wild Horses, Couldn’t drag me away,
Wild, wild horses, We’ll ride them someday
(The Rolling Stones)

Parece un caballo. Tiene cuatro patas acabadas en pezuñas afiladas, con las que puntea el suelo, justo después de esos tobillos fuertes y delicados, de bailarín, que no acaban de corresponderse con unas ancas voluminosas.

Le gusta mirar a los caballos galopar y ver como los músculos grandes se contraen y sus movimientos hacen brillar el pelo corto mojado de sudor, y los cabellos de la crin enredados como caracoles negros acaban desenroscándose en tirabuzones en los que el viento y el sol se sumergen y salpican el aire de chispas brillantes.

Parece un caballo, pero no lo es. Todo él es menos poderoso, parece más un dibujo de un caballo. Su galopar no tiene la fuerza de un caballo, es armonioso, pero sin fuerza, amanerado. Parece que no toque el suelo. Sus patas se mueven sin que sus músculos se contraigan, no parece tener músculos poderosos. Aunque lo intente, no puede oír la música que sus pezuñas deberían componer al romper la tierra, una canción de tambores lejanos que recuerdan las películas de Tarzán en el cine de barrio. El pelo de la cola es largo y dorado, como el de la crin, y brilla, pero no por el sudor que los empapa por su esfuerzo, tiene un brillo de estrellas y de purpurina, como el brillo de los escaparates de las tiendas por Navidad. ¿Hacia dónde va ese caballo sin ser un caballo? ¿Dónde está ese prado verde por donde la imagen de dibujos animados pasea mientras deja tras de sí un rastro de estrellas doradas? Se pregunta Bernat.

Ni sabe dónde está el prado de césped infinito, ni sabe dónde está él. Parece que esté sentado solo en una grada vacía de espectadores y repleta de recuerdos de grandes gestas olímpicas. Está en un estadio suspendido en el aire, un estadio en el que se exhibe, con un aire parecido al que envuelve a los reyes mientras saludan a sus súbditos moviendo con un ritmo acompasado sus reales manos, un caballo blanco coronado por un cuerno retorcido como una columna salomónica de un retablo barroco. Está sumergido en un cuento de hadas.

Si está completamente despierto, tiene la plena consciencia de que los unicornios son animales mitológicos, lo sabe. Puede leer libros sobre los mitos y mirar las innumerables páginas sobre los animales mitológicos que puede encontrar en la red. Puede disfrutar de la tranquilidad y la seguridad de lo que es normal. Está despierto y está recordando un sueño que no sabe cuándo ha empezado, como todos los sueños.

Cuando estaba inmerso en la visión onírica, el unicornio podía ser la imagen de un caballo, un caballo blanco con un cuerno retorcido que galopaba dejando tras de sí un estela de purpurina. Pero, en la frontera sinuosa que limita la vigilia del sueño, es el lugar donde la incertidumbre de lo que no encaja en el mundo que conocemos nos estremece. En esos momentos sentimos la extraña intranquilidad que aparece cuando los fantasmas nos invaden al abandonar el ensueño. Bernat a menudo vive en esa frontera.

(Podría haber escrito simplemente: el unicornio provoca –a Bernat, y a mí también– intranquilidad, porque es un caballo raro, pero tengo que llenar el espacio que ocupan mil palabras, y además, por qué no decirlo claramente, la manera de decir las cosas es lo que realmente me gusta. ¿Soy raro?)

Bernat Rebernat i Tabern contesta el teléfono que tiene en su despacho con un escueto monosílabo, un simple «sí» con un ligero matiz interrogativo, cuelga sin decir nada más, se trata de una llamada de las múltiples que recibe para ofrecer una línea telefónica, pero ya se ha cansado de esperar la oferta que le garantice poder hablar con los personajes de sus sueños y ya no espera que intenten engañarlo para colgar. Está pegado a la pantalla del ordenador. Su ventana particular a los múltiples foros en los que se debate sobre cualquier tema sanitario. Participa en ellos con el seudónimo de «Osito Panda» que le encaja bastante bien. Su cara es afable, redonda y con esa expresión de dulce tristeza que reconforta a quien la observa. Tiene una panza bastante prominente y, aunque no le gusta la caña de bambú, no para de comer, como el tragón bicolor del bambú, galletitas saladas. Ésas que van envueltas en papel amarillo.

No es un huraño, pero tampoco ha necesitado adquirir ese barniz de amabilidad impostada que los muchos años de contacto con los vecinos del barrio le deberían haber proporcionado. Conoce a bastantes de sus clientes por su nombre. Muchos de ellos le han visto corretear por la farmacia en pantalón corto. Está convencido de que su extraña aversión a vender le ha proporcionado una posición de confianza con sus vecinos. Aunque a veces, ahora menos que antes –en parte porque ya tiene la hipoteca pagada– tiene la tentación de vender una dieta milagrosa a Teresa, la jefa de la tienda de fotocopias que está situada veinte metros más adelante, en la misma acera, y que cada verano quiere perder cinco kilitos de más, que dice muy seriamente que le sobran. Bernat no es un gran galán con las mujeres, pero cada verano la convence de que no le hace falta, y éste también la acabará convenciendo.

Bernat se ha pasado su vida aconsejando y vigilando discretamente la salud de su clientela, ha conseguido ser un referente, discreto, pero un referente de la seguridad del barrio. Ése es Bernat, ése que nunca lleva la bata puesta porque le ha quedado pequeña, ése que quiere notar que el barrio le quiere, pero que regatea las frases bonitas, no porque no sepa decirlas, es porque no quiere que le quieran por decirlas.

Bernat es uno de esos tipos raros que se imaginan un mundo mejor, pero que intentan vivir en el mundo de la mejor manera que pueden, porque lo que realmente le gusta a Bernat es la vida. Los tipos así son como caballos salvajes a los que todo el mundo quiere domesticar, pero como no pueden acaban por convenir que son unos caballos raros con cuernos retorcidos.

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