miércoles, 27 de octubre de 2010

Historias en un taxi (III)


No creo que pueda seguir el ritmo de la conversación. He topado con un gran experto en milquinientos y no tengo el día para soportar una conferencia sobre la evolución del primer «Haiga» español, ni mucho menos estoy en disposición de ponerme a reflexionar sobre el paso del tiempo con alguien que confiesa su preocupación por el tema y no tiene reparos en constatarlo voluntariamente cada mañana. Por segunda vez en unos minutos tengo la oportunidad de finalizar nuestro diálogo, pero la ocasión se trunca cuando, la que parece ser la esposa del taxista, llama por la emisora de radio para preguntarle si le espera para comer juntos, lo que provoca una pequeña discusión doméstica, de ésas que configuran la personalidad de una pareja que ya lleva muchos años de convivencia. Nada más colgar, como si quisiera justificar la pequeña discusión, me comenta mirando de reojo el retrovisor, como si quisiera asegurarse de que me convence:

– Hace treinta y dos años que estamos casados y continuamos discutiendo como el primer día.

Podría tratarse de una descripción de un hartazgo compartido, pero no. Me lo dice porque tiene la necesidad de compartir con alguien la suerte que ha tenido. Para certificar lo que a mí ya me había parecido, me dice:

– No sé si podría vivir sin ella al lado. Ni dormir sólo, ni dejar de notar su preocupación por mí. Seguramente es egoísmo, pero necesito notar que me quiere.

Sin saber la razón –dentro de esos cubículos rodantes suceden cosas realmente extrañas– el taxista vuelve a hablarme de Don Fernando.

– Don Fernando Concha Paniagua era viudo.

Me sorprende el cambio de tema. Es imposible que crea que soy farmacéutico y que le apetezca entablar una conversación sobre mi profesión. No llevo ninguna insignia, ni cualquier otro distintivo que pueda hacerlo intuir. Ni tampoco creo que hoy sea mi imagen la que el taxista tiene de los farmacéuticos.
Seguramente el taxista ha asociado a Don Fernado y su viudedad con el terror que debe sentir al pensar como sería su vida sin su esposa. Debe de ser eso. Las conversaciones entre desconocidos son como laberintos en los que te introduces sin saber la salida, ni los rincones que encontrarás al doblar la esquina que has escogido, ni la razón, al fin y al cabo, por la que has escogido un camino u otro.

– Enviudó joven de una mujer que había conocido en la ciudad cuando estudiaba la carrera. De ella tengo un vago recuerdo, la recuerdo adosada a él, una especie de ábside discreto, aunque es cierto que ha pasado ya mucho tiempo; yo era muy chico entonces, y Don Fernando era una figura que impresionaba por su porte y su tamaño. Eclipsaba a quien tenía cerca. Se volvió a casar al cabo de unos años. Su segunda esposa era, como él, muy elegante, vestía siempre unos trajes chaquetas de tejidos discretos que le realzaban el porte. Una señora. Cuando él conducía su «Haiga» y ella le acompañaba parecían una pareja de película. De hecho, creo que debió ser ella la que le propuso comprar el milquinientos, uno de la serie C, estoy convencido de ello. Era el coche más elegante en esos momentos, aunque yo no cambio mi monofaro por aquel.

El comentario sobre la forma de vestir de la esposa del boticario me devuelve la sensación que he tenido cuando el taxista me hablaba sobre el maletero de los milquinientos. Parece claro que la apariencia fue lo que deslumbró al jovencito que entonces era, el taxista que ahora se desenvuelve con agilidad y suavidad –lo que es de agradecer– por las calles cada vez más colapsadas. «Yo quería tener uno como el del boticario». Esa era la cuestión.

– Es curioso que después de tantos años tenga un recuerdo tan diáfano del farmacéutico de su infancia. Debía de ser un personaje importante en el pueblo. Él y su esposa. Por cierto ¿Cómo se llamaba ella?
– Dolores. También era alta. Eran tal para cual.

El pueblo aún está desperezándose de un día abrasador. Hoy el sol ha sido inclemente durante todo su reinado. Sólo las chumberas con sus frutos rojos como pezones han resistido, inhiestos, bajo el calor claudicante. La ceremonia de abdicación a favor de la noche es una celebración de colores suaves a la que todos estamos invitados y a la que acudimos con una sensación de alivio. Ha sido un día en que no apetecía hacer nada, simplemente suplicar un poco de clemencia al rey que nos estaba subyugando. En algún momento he tenido añoranza de los días lluviosos de la pasada primavera, la misma que hace muy poco maldecía por lo fría que era. Mientras observo –protegido por el toldo de tela a listas verdes y azules separadas por ribetes amarillos que protege la terraza– a las familias volver de la playa con todo el sol en sus cuerpos, me he imaginado a Don Fernando y a Dolores con sus trajes, los he imaginado sudando sus trajes elegantes, mientras pasean por el paseo de tablas de madera de teca, encendidas por el sol, que resigue la línea de la costa en la que se adosan los pantalanes repletos de menorquinas amarradas preparadas para la invasión de las calas del Cap de Creus.

– Yo nunca estaba enfermo. La botica del pueblo era para los viejos. Sólo recuerdo el olor a hierbas extrañas y a azufre, era un olor característico, pero yo prefería el olor de la panadería. Para ellos, para los viejos, la botica de la plaza era como una basílica que espera la visita segura de los fieles peregrinos. Casi siempre eran recibidos por el mancebo y sólo cuando necesitaban una pócima de esas…
– Una fórmula magistral…
– Eso, don Fernando aparecía con su bata blanca hecha a medida, con el nombre y apellidos bordados en el bolsillo cerca de su corazón, en el mismo bolsillo que se colocaba el pañuelo plegado con tres puntas en sus trajes grises. Sí, era un personaje importante.
(Continuará)

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