martes, 25 de octubre de 2011

Tarjeta de visita

Dedicado a mi amigo Andreu, él ya sabe por qué. No como otros.

Ahora que me he quedado solo con mi cortado tibio, me doy cuenta de que, mientras manteníamos nuestra conversación, el bar se ha ido llenando poco a poco de gente diversa; de clientes habituales que los sábados tienen el mismo horario que cualquier día porque trabajan también en sábado, ese día en el que muchos otros ya han logrado ser más ricos que Dios y no trabajan, de solitarios y solitarias que buscan reafirmar su soledad en mesitas pequeñas en las que apenas cabe el periódico que leen con algo más de profundidad que los días laborables y con eso ya tienen suficiente, de parejas de enamorados que aún mantienen el olor de una noche de besos y quieren continuar guardando su secreto, de gente del barrio aburrida, pero a los que ir al bar de siempre les protege de su aburrimiento porque se encuentran con otros tan aburridos como ellos. De esa gente que está ahí, siempre, esa gente que puedo describir, pero de la que no sé nada.

«Empuja la puerta de hierro forjado de la cancela que guarda el patio lleno de tiestos de geranios arrullados por el agua de la fuente, para salir corriendo a la calle.» Así me imagino a Matías de niño y eso es lo que escribo en mi libreta de notas azul mientras suena en mi iPod Samba pa ti, de Santana, y descubro en las notas claras de la guitarra, enredados como una hiedra, mis jóvenes sueños de enamorado; pero la realidad es que no sé casi nada de Matías, ni de su historia, sólo que sus abuelos tienen una casa en Iznalloz (ni siquiera sé si aún es de la familia). En mi libreta azul puede ser lo que yo quiera, pero Matías es solo un poco menos desconocido para mí que los clientes del bar que va llenándose poco a poco de gente de la que no sé su nombre.

La tarjeta que me ha dado lleva impreso su nombre en Bookman old style, que le da un porte clásico y serio; debajo, con la misma tipografía, centrada, escrita en el espacio limitado por la Ñ y la P de Puertollano, la palabra «Director». En el extremo inferior izquierdo están situados el nombre de la consultoría, que es RENTA S.A, impreso en Lucida Console y, encima, el logo corporativo, cuyo diseño me recuerda a un pájaro volando alto. Todo está impreso en negro. Es una tarjeta austera, pero muy bien impresa en un papel de alta calidad, calculo que es de un gramaje de 300 gramos, aproximadamente. No sé si las anotaciones de mi libreta azul me van a servir para escribir una historia, ni siquiera sé si voy a llamar a Matías. Todo el desayuno que hemos compartido puede perderse en esa despensa en la que se van acumulando encuentros huérfanos de historia, como cachivaches polvorientos. He terminado el cortado y, al levantarme, un grupo de tres operarios de la compañía de teléfonos, que están colocando fibra óptica en la zanja que despanzurra la acera frente al bar, ocupan rápidamente la mesa, desenvuelven los bocadillos del papel de aluminio que los protege y piden dos cervezas y una coca-cola, mientras comentan que las cosas están muy mal porque los de Moody’s nos han bajado la nota.

«El sol quema la calle empedrada, y Matías cruza la plaza con la pelota de cuero entre los pies, regateando a un equipo entero de contrarios que quieren arrebatársela. Se está imaginando el gol maravilloso que marcará en el partidillo con su pandilla de amigos. Levanta los brazos y espera el abrazo y la admiración de todos.» Mientras camino hacia casa, me imagino la continuación de las notas que he tomado. El relato podría continuar más o menos de esta manera que acabo de describir, porque a Matías siempre le ha gustado el triunfo, creo.

El ordenador me está esperando, frente a la ventana. El sol entra aún oblicuo, ilumina con una luz algo temerosa la mesa de mi despacho, aunque ya es bastante más vigorosa que la que me ha recibido esta mañana al salir de casa. Miro a través de la ventana abierta y, apenas sin darme cuenta, los ojos brillantes de Matías aparecen en mi memoria reciente, en la que también suena el eco presuntuoso de su frase: «Uno siempre cree que es único». ¿Qué sabrá Matías de nuestra problemática?

Me apetece retratar a Matías como a un personajillo casi desagradable. Me sube por las carótidas una efervescencia caliente desde la boca del estómago. ¿Cómo pude creer que me caería bien? Debe ser tan solo por lo buenas que estaban las tortillas. Saco su tarjeta de visita del bolsillo y la observo con displicencia y la lanzo sobre los papeles esparcidos alrededor del teclado, en el que aún no he apretado ninguna tecla.

Es unos cinco centímetros más bajo que yo, y tres tallas menos, pero no es un enclenque, ni mucho menos. Su cuerpo es bastante atlético y sus manos fuertes, con unos dedos largos, mucho más estilizados que los míos. Su rostro tiene unas facciones muy masculinas, pero no toscas. La mandíbula poderosa y unos labios muy bien dibujados. Me va a ser complicado traicionar a esta realidad. Matías es un tipo guapo, de esos que las mujeres encuentran atractivos. La realidad es esa y no otra.

No voy a poder negarlo, y si me paro a pensar, muchas de las cosas que me ha comentado son de la manera que él me ha dicho y no como a mí me gustaría que fuesen. Siento esa sensación de desánimo que te relaja los músculos cuando te das cuenta de que la rabieta que has empezado a alimentar se esfuma como las burbujas en una copa de cava dorado, y te quedas solo delante del espejo en el que no cabe ningún disimulo.

Lo más prudente y sensato es el olvido, no hay ninguna razón para decidir si Matías me cae bien o no. Ni siquiera voy a tener que romper su tarjeta, la voy a dejar perdida en medio del marasmo de facturas, recibos bancarios, cartas de publicidad, revistas de farmacia, álbumes de sellos, libros a medio leer (El cuadern gris, de Josep Pla, y Vidres a la sang, de Joan Salvat Papasseit). La aparcaré sin más en mi mesa de despacho.

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