jueves, 1 de diciembre de 2011

La llamada

Los lunes de verano que aún debo trabajar son unos días extraños. Los fines de semana acaban siendo como escarceos amorosos que no acaban de culminar. Paréntesis demasiado cortos. Besos y caricias que se interrumpen súbitamente por la llegada de un invitado no deseado, ese impertinente lunes que no debería estar aquí. Es un día desubicado, más propio de un tiempo de grises y de zapatos de cordones apretados, y lo que ahora me apetece son pantalones cortos y pies sin calcetines ni apreturas. Hoy es un lunes de esos.

El aire guarda aún la frescura de la noche, el sol aún no ha podido barrer los retales de la luna que aún flotan en la brisa de la mañana. Del mismo modo que flotan en mis pensamientos los retales del encuentro con Matías. ¿Dónde puse su tarjeta? El horario, los pedidos, los proveedores y mis viejos clientes van a asaltarme de aquí a pocos minutos, van a situarme de golpe en un mundo tangible, alejado de las nebulosas de las ideas. Con los años ya me he acostumbrado a este viaje de ida y vuelta constante. Mi vida es así, posiblemente porque quiero que sea así. Un forcejeo, a veces una pelea, entre lo que toco y lo que sueño. Alguno de mis buenos amigos ya me ha advertido alguna vez que no corte nunca la cuerda que me ata a la tierra si no quiero perderme como un globo de esos que los niños sueltan en el parque. ¡Es tan bonito verlos subir, rojos, verdes o amarillos, hacia el cielo! Parece que van a perderse entre las nubes. Me gusta pensar, al menos un momento, que allí están esperándome en un parque de atracciones infinito en el que podré revolcarme en una piscina de burbujas multicolor sin sufrir la ordinariez de la gravedad. Es uno de mis sueños que siempre acaba topándose con el recuerdo de ese globo medio deshinchado, un globo azul, a veces rojo, pero siempre muerto, encallado entre las ramas de la higuera del jardín de casa de mis padres. Después de ese instantáneo choque, noto un poco más la apretura de mi zapato.

Tengo que reconocer, aunque me pese, que Matías tiene parte de razón cuando insinúa que todos los sectores creen que su sufrimiento es injusto, y más ahora, cuando la incertidumbre se ha apoderado de la sociedad. Sin embargo me molesta su arrogancia, que le permite emitir opiniones que parecen sentencias. ¿Y eso de la rana?, parece una historieta de esos libros insufribles de autoayuda que solo sirven para ayudar a las cuentas corrientes de los que los han escrito y han logrado engatusar a una multitud. Sin embargo, me rebelo también contra los que no se atreven a analizar con objetividad la gravedad de la situación y quieren convencernos de que lo que nos está cociendo es un hervor pasajero. ¿Guardé su tarjeta o la rompí? Con eso de las redes sociales y de la gran red es fácil encontrar un contacto, no debería sufrir demasiado, quiero pensar eso, no debería culpabilizarme demasiado por mi precipitación al despreciar su tarjeta de visita, al fin y al cabo si al final me decido a continuar mi conversación con Matías solo va a depender de mí, no lo va a impedir un arrebato de soberbia pasajero, aunque debería aprender a controlarlos.

La realidad de la puerta cerrada, de la cruz apagada, de todo lo que me queda hoy por hacer, es como un caparazón que me protege, pero también puede ser una tenaza que me condicione y que me haga desconfiar sin motivo aparente de Matías. Las cosas no están para muchos experimentos. ¿Cómo es eso de primum vivere? Ni tampoco están los tiempos para llegar a la parálisis por un exceso de análisis, pero es preciso que nos decidamos a coger el toro por los cuernos, hacer un buen diagnóstico, analizar los escenarios más probables y tomar decisiones. ¿No es eso lo que me propone Matías? No voy a contarme –aunque las vista de argumentos– más excusas. Lo llamaré.

Ha sido un día caluroso, un día que se resiste a marchar. Mientras cierro la persiana y apago la cruz, un cielo azul tenue inundado de rosas, morados y amarillos va despidiéndose sin quererse ir; el sol no acepta de buen grado que, incluso en verano, durante el cual su reinado es casi absoluto, también deba dejar paso a la luna. ¡Cuánta belleza en esa discusión entre el día y la noche! Cada día acaba en un beso largo, en una dulce rendición en la que no hay vencedores ni vencidos.

Por la cristalera de mi despacho entra una luz oblicua. Encima de la mesa en la que escribo y desde donde le vi por primera vez, intento divisar la tarjeta de Matías. Como casi siempre el primer vistazo no tiene éxito; soy de los que sobreviven a su desorden y que no tienen otro remedio que definir un orden nuevo que no sirve a nadie más que a uno mismo. Otra rebeldía más de un cincuentón demasiado gruñón, una reminiscencia más de una adolescencia en la que celebraba como una gran victoria poder preservar mi habitación, mi mesa y mi armario del ataque sistemático de la gamuza de Julia.

Las mesas desordenadas son la morada de diminutos gnomos que se dedican a trajinar papeles, papelotes, revistas, periódicos, catálogos, tarjetones, tarjetas, recibos, comprobantes de pagos, facturas, albaranes, libros, fotografías. Es, la suya, una tarea agotadora. Sin pausa, con esa diminuta malicia que siempre mueve a los duendes, se dedican a joder al personal. Por esa razón, cuando encuentro la elegante tarjeta de Matías, me alegro tanto. Les he vencido otra vez. No soporto a esos personajillos graciosos de los cuentos. Tienen pequeños el corazón y también el alma. Son como si a la mezquindad y a la cortedad de miras les hubieran salido bracitos y piernitas, se colocaran un gorrito verde y se escondieran entre mis papeles. A veces tengo tentaciones de levantarme por la noche para aplastar a alguno mientras corretea entre mis papeles.

– ¿Matías?

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