Eolípila
En el estuario
del río Clyde, en su desembocadura sur, frente a las aguas frías y grises
del fiordo, se encuentra la ciudad de Greenock.
Actualmente es la capital administrativa del council area de Inverclyde. En esta ciudad del oeste de Escocia,
nació James Watt a quien la mayoría lo consideramos el inventor de la máquina
de vapor. Aunque esta atribución es cuando menos una simplificación de la realidad histórica que no hace justicia
a muchos otros ilustres pioneros.
Watt lo que realmente
hizo fue añadir un condensador independiente para incrementar la eficiencia
energética de la máquina de vapor atmosférica ideada por Thomas Newcomen en
1711. Este había sido asesorado por el físico Robert Hooke, un científico
experimental de gran imaginación y brillantez que llegó incluso a polemizar
sobre la paternidad de la ley de la gravitación universal con el mismísimo
Newton, y el mecánico John Callery. La
máquina de estos, a su vez, era una mejora de la máquina de Thomas Savery que
fue realmente quien inventó la primera
máquina que utilizaba el vapor generado por la combustión del carbón para
realizar un trabajo mecánico. Concretamente esta máquina se utilizaba para
bombear las aguas subterráneas que dificultaban extraordinariamente el trabajo
en las minas.
Hay quien incluso osa criticar a Watt y
a su socio Matthew Boulton –ambos miembros del club de discusión llamado
Sociedad Lunar que reunía a importantes
industriales, físicos e intelectuales. Sus reuniones se celebraban en
Birmingham las noches de luna llena entre 1765 y 1813 y, muy a menudo, tan
ilustres pioneros de la ciencia y la tecnología eran acogidos por Erasmus
Darwin, abuelo de Charles, quien unos
cincuenta años más tarde nos iluminó para poder ver nuestro mundo de una forma
absolutamente distinta– por ralentizar en los tribunales la evolución de su
invento hasta que sus patentes expiraron en 1800, anteponiendo sus intereses
monetarios a los de la evolución tecnológica. Jonathan Hornblower fue la
víctima principal de estos litigios y su motor de vapor compuesto no pudo ser
desarrollado y aplicado a los motores navales por Arthur Wolf hasta 1804.
Después de
analizar esta porción de la historia, podríamos llegar a afirmar que la
verdadera cuna del ingenio que impulsó la revolución industrial estuvo ubicada
en las islas británicas, pero si ampliamos un poco el campo de mira nos damos
cuenta de que no es así.
Una vez más, otra
más, debemos trasladarnos a la ciudad fundada por Alejandro Magno en una zona
fértil del delta del Nilo, en una elevación de ese territorio entre el antiguo
lago Mareotis y las aguas cálidas y azules del Mediterráneo, para descubrir
cómo empezó todo.
La satisfacción
de haber vencido al rey persa Darío III Alejandro debió de ser el motivo por el
que encargó al arquitecto Dinócrates de Rodas el diseño de una retícula
hipodámica sobre lo que, hasta entonces, era tan solo un pequeño poblado
pesquero del que nadie recuerda su nombre –se llamaba Rakotis– para convertirlo
en una de las ciudades más importantes de la historia. Alejandría.
Allí , en esa gran ciudad helenística, nació en los primeros
años de nuestra era, Heron, uno de los muchos genios que en su seno surgieron.
El mayor logro de
este inventor que entre otras descubrió de una forma arcaica leyes de la mecánica,
imaginó numerosas máquinas sencillas y generalizó el principio de la palanca de
Arquímedes, fue la invención de la primera máquina de vapor. La eolípila.
El artefacto
bautizado en honor del dios del viento, consistía en una esfera de metal
conectada a una caldera que al calentarse generaba vapor de agua. La esfera
disponía a su vez de dos salidas para el vapor que consistían en dos pequeños
tubos orientados en direcciones opuestas y la esfera giraba a gran velocidad
por la acción del vapor. Esa es la primera máquina de vapor documentada que el
ingenio humano ha imaginado. Aunque Heron también bebió de las fuentes de otros
anteriores a él, como el inventor y matemático griego padre de la Pneumática,
Ctesibio, que también vivió en Alejandría en la época de Ptolomeo I,
trescientos años antes.
Este escueto
relato de un episodio de la historia de la ciencia es una muestra más de
que acostumbramos a atribuir la
paternidad de las cosas a algún personaje en concreto, y lo cierto es que la
historia no funciona como la
biología. Nos es –en el fondo– más sencillo continuar
explicando los grandes cambios y los avances por la genial actuación de alguien
concreto –incluso sin ser cierta– al que
luego elevaremos a los altares de la historia, que asumir que el avance es la
suma del trabajo de muchos y de la concatenación de múltiples genialidades.
Debe ser por esa
razón que, a menudo, caemos en la tentación de esperar al que debe indicarnos
el camino y olvidamos que lo más
importante es que no se trunque el viaje por el paso que nosotros debemos dar y
que no damos por estar esperándole. Pero tampoco la realidad es tan sencilla
como puede parecer.
Una pregunta no
deja de repicar en mi cerebro ¿Qué sucedió en los mil setecientos años que
separan a Heron de Watt? ¿La humanidad estuvo esperando la llegada de otro
pionero que no acababa de llegar, para poder continuar el viaje hacia el
futuro? ¿Entramos en la larga noche o nos castigaron los dioses por querer
parecernos demasiado a ellos? ¿Fuimos incapaces de valorar el potencial de
estas maravillosas máquinas más allá de considerarlas juguetes para engañar a
los feligreses con los movimientos de los autómatas que representaban a dioses
en los tiempos de Arquímedes?
Marco Vitruvio, otro ingeniero y arquitecto contemporáneo
de Heron, autor de los textos que sirvieron a Leonardo da Vinci para
realizar su famoso dibujo del Canon de las proporciones humanas, ya hizo
estudios de eficiencia de las máquinas que inventó. Su rueda hidráulica
vertical para moler trigo era capaz de moler 150 kilos en una hora, mientras
que dos esclavos solo lograban moler siete kilos. No es razonable pensar que se
truncó la genialidad de golpe ni que no había estímulos suficientes para que la
evolución siguiera con su velocidad de crucero. Solo cabe una explicación. Para
que florezca el potencial que tenemos es necesario un liderazgo político que lo
canalice y que nos haga ver un poco más allá de nuestros propios intereses
cortoplacistas. Tengo la sospecha de que el parón histórico lo provocaron los
que se preguntaban con retórica altanera ¿para qué esforzarnos en construir
máquinas si no nos acabaremos los esclavos? Y a los líderes políticos ya les
iba bien.
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